Las expectativas exageradas que precedieron la Cumbre Euromediterránea del 28 de noviembre, así como la fotografía asimétrica de los líderes del Norte y del Sur presentes en la cita han ocultado la lectura positiva que corresponde hacer de los acuerdos alcanzados. Mientras todos los países de la Unión Europea, salvo Luxemburgo, estuvieron representados al más alto nivel, los gobiernos árabes prefirieron enviar primeros ministros o titulares de Exteriores. Pero el que viajaran a Barcelona los principales líderes políticos europeos tiene una significación que ha pasado inadvertida. Revela una renovada conciencia sobre la importancia de los retos mediterráneos. A partir de ahora, nadie podrá mirar sólo hacia Europa para explicar las carencias del partenariado. Los asuntos que centraron la Cumbre revelan algunos motivos del nuevo interés: el terrorismo y los flujos migratorios.
En comparación con las ideas dominantes en 1995, prevalece la convicción de que el terrorismo y la gestión migratoria son desafíos comunes y reclaman respuestas compartidas. Sólo así puede entenderse que haya habido acuerdo en una cuestión tan difícil como la adopción de un Código de Conducta sobre el Terrorismo. A pesar de las dificultades del conflicto de Oriente Próximo, la aprobación del Código supone un paso importante en la adopción de una posición común ante el terrorismo internacional. En particular, el rechazo a cualquier intento de legitimar el terror por motivos religiosos o nacionales y la necesidad de cooperar en la lucha contra los terroristas y sus cómplices. Algo paralelo ocurre con las migraciones. La irrupción de crecientes flujos migratorios procedentes del África subsahariana ha transformado la realidad. Los países del Magreb han pasado a ser lugares de tránsito, incluso de destino de los inmigrantes. Este cambio ha contribuido a acercar posiciones. En ese sentido, es relevante que la gestión de las políticas migratorias ocupe un lugar de primer orden en el Plan de Trabajo para los próximos cinco años aprobado en la Cumbre. Por último, la cumbre de Barcelona ha puesto un acento inédito en la necesidad de las reformas políticas y económicas.
Ha acabado con la idea de que el status es sinónimo de estabilidad y ha dado preeminencia a una decidida política de apertura. La mayor condicionalidad que acompañará los planes de acción de la política de vecindad debe interpretarse desde esta perspectiva. Aunque queda por ver cómo se combina el despliegue de esta política de vecindad –una estrategia bilateral, destinada a avanzar a ritmos distintos– con el mantenimiento de la perspectiva regional, multilateral, que implica el Proceso de Barcelona. Cabe pensar que la ratificación de la filosofía integral y multilateral del partenariado que preside todos los documentos aprobados está destinada a responder a estas inquietudes. En lo operativo, el Plan de Trabajo no define con claridad la hoja de ruta para la asunción definitiva de la zona de librecambio prevista para 2010. Aunque la Cumbre se pronunció por primera vez de manera explícita a favor de la progresiva liberalización de los intercambios agrícolas y de los servicios. Los países del Sur deberán demostrar, ahora, que están en condiciones de sacar provecho de esta liberalización. El reto consiste en conseguir que la creación de una zona de librecambio sea una estrategia ganadora para ambas riberas y contribuya a crear los 34 millones de empleos necesarios en los próximos 20 años. Con la Cumbre de Barcelona se ha ratificado la validez del partenariado euromediterráneo. Frente a otras propuestas regionales, la UE ha reiterado su apuesta por un cambio gradual, reformista, inclusivo, que puedan hacer suyo quienes, desde las sociedades árabes, se plantean una tarea modernizadora. Pero la Cumbre también ha servido para tomar nota de la magnitud de la tarea y de su urgencia. Los próximos cinco años serán decisivos. Indicarán si se confirma la posibilidad de una integración regional más profunda, que puede tener velocidades distintas según los países, o mostraran los límites del proceso y los peligros de una involución política y de un repliegue identitario que puede darse tanto en el Sur como en el Norte. El gran desafío de los 35 países presentes en Barcelona es encontrar una respuesta común a la globalización.