Una Alianza de Civilizaciones: el proyecto no debe confiarse a la ONU

Confiar el proyecto de la Alianza de Civilizaciones a la ONU es condenarlo.

Mohamed Talbi, historiador e islamólogo y profesor emérito de la Universidad de Túnez

Seis meses después de los atentados de Madrid (11 de marzo de 2004), el jefe del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, presentó en septiembre el proyecto ante las Naciones Unidas, que aceptó apadrinarlo. Lo hizo con estas palabras: “Como representante de un país creado y enriquecido por diversas culturas, deseo proponer ante esta asamblea una Alianza de Civilizaciones entre el mundo occidental y el mundo árabe y musulmán. Ha caído un muro. Ahora debemos evitar que el odio y el resentimiento levanten otro. España propone al secretario general, cuya labor a la cabeza de esta organización apoya sin reservas, la posibilidad de crear un grupo de trabajo de alto nivel para llevar a cabo esta iniciativa”.

El proyecto fue discutido, los días 6 y 7 de junio de 2005, en un seminario en el que participé, organizado en la Universidad Complutense de Madrid. La discusión reveló una gran diversidad de opiniones. La que prevaleció fue la de ampliar el proyecto a todas las civilizaciones y encargarle su realización a la ONU. Yo me decanté en contra de la opinión general y me reafirmo en mis convicciones. En efecto, encargarle el proyecto a la ONU es condenarlo a nacer muerto. La ONU se ha convertido en un auténtico cero a la izquierda. Charles de Gaulle, un hombre que no tenía pelos en la lengua, la calificó de “trasto”.

Estados Unidos, al quebrantar la apariencia de Derecho Internacional que quedaba, al invadir Irak a pesar del veto de Francia, le ha torcido definitivamente el cuello a este “trasto” y le ha asestado el golpe de gracia. El “trasto” dañino y agonizante se ha convertido en un instrumento de agresión, de bandolerismo y de crímenes al servicio de la nefasta hegemonía americana que aterroriza hoy día al mundo árabe y musulmán. En 1795, el padre de la filosofía moderna, Emmanuel Kant, se hizo preguntas sobre la paz e intentó responderlas en un opúsculo que pasó desapercibido: Zum Ewigen Frieden (Hacia la Paz Perpetua).

Integró la paz en su sistema de moral general e hizo de ella, como de la moral, Un Imperativo Categórico de la Conciencia, es decir un elemento bruto y primario de la psique humana, que al fin y al cabo, a falta de un razonamiento apodíctico convincente, tiene su fundamento en la conciencia misma. La dificultad radica en que esto presupone una conciencia indivisible, pura y justa, como elemento primario inevitable, e imperativo por igual para todos. Sin embargo, las cosas no son así. La conciencia existe, por supuesto. Pero no es ni uniforme, ni justa, ni de una exigencia absoluta en todos los que han sido dotados de ella. Es como la Verdad. Todo hombre la tiene como instinto primario e inalienable.

Sabe que existe y que es indivisible. Pero nadie puede decir que la posee, y que la tiene en la palma de la mano. En efecto, como en la moral kantiana, de la que es inseparable, la conciencia puede liberarse de ser imperativa, simple y brutalmente, con sólo el cinismo y la mentira que legitiman el uso de las armas, siendo la razón del más fuerte, siempre y en todo momento, la más convincente y la mejor. La política es el arte del cinismo. A manos de EE UU, la ONU se ha convertido precisamente en un instrumento de cinismo y agresión. Se sirve de él para usar miles de misiles y otras bombas súperinteligentes para devastar y asesinar con plena legalidad y sin problemas de conciencia.

EE UU es la perversión de los valores por el cinismo. Cuando la ley le molesta, la quebranta por medio del cinismo (las armas de destrucción masiva con las que se supone que Saddam Hussein amenazaba al mundo). No hay lugar para la paz, y aún menos para la Alianza de Civilizaciones, que por tanto no puede ser más que otra mistificación que añadir a su arsenal de cinismo ya de por sí considerable. Nosotros, los agredidos del mundo árabe y musulmán, no podemos estar de cuerdo con esta combinación. Hemos aprendido por las malas a descifrar el lenguaje del cinismo. No necesitamos peroratas, sino actos.

Han fracasado todos los intentos de encargar a instituciones internacionales la misión de acabar con las injusticias, las guerras y toda forma de violencia. Han fracasado porque los dados estaban trucados desde el principio. La difunta Sociedad de Naciones, creada por el tratado de Versalles (1920-46), defraudó todas las esperanzas y Hitler le asestó el golpe de gracia. Al invadir Irak contra toda apariencia de legalidad, al quebrantar el derecho al veto, Bush le ha asestado a su vez el golpe de gracia a la ONU. Ésta, fabricada y apañada en San Francisco el 26 de junio de 1945 a medida de EE UU, que entonces dominaba por completo, debía, en principio, triunfar allí donde la Sociedad de Naciones había fracasado.

Sin embargo, desde sus primeros pasos en 1947, dejó pudrirse a sabiendas una situación que ella misma había creado en Palestina, a la que había dado legalidad y cuyo éxito podría haber asegurado con un puñado de hombres, una fuerza internacional que se interpusiese entre los beligerantes –a lo cual Israel se niega siempre– en la frontera que ella misma había trazado y que debía proteger. No lo hizo, y así creó voluntariamente, por cinismo político, porque ése era el deseo oculto y no confesado de Israel y de su padrino americano, un absceso permanente destinado a gangrenar todo el cuerpo de Oriente Próximo, para dejar el campo libre al voraz apetito del recién nacido y de su ángel guardián.

Ya conocemos el resto de la historia, que prosigue bañada en la sangre de todos. EE UU es la causa del caos y del desorden que reinan en un mundo del que pretende ser, no el policía como a menudo se repite erróneamente, sino el gerente mafioso. Después de haber buscado y encontrado en el comunismo y en el Capital de Marx el “Imperio del Mal”, ha descubierto en el Corán y el islam el “Eje del Mal”. En un mundo del que tiene, como un esquizofrénico, una visión deformada por la codicia de sus intereses, le hace falta un enemigo de su tamaño: “Los que no están con nosotros, están contra nosotros”, declaró Bush antes de invadir Irak. Su poder y su pasado de bandolerismo, que actualiza y eterniza sin cesar en los Westerns, han hecho enfermar a EE UU. Su héroe es aquel que, mediante la rapiña y los bienes ilícitamente adquiridos, amasa rápidamente una fortuna colosal. Cuando es intrépidamente justiciero no es más que una farsa.

Su política contra el islam es la misma que inventó Foster Dulles para luchar contra el comunismo, la de hacerlo retroceder (o rolling back) con el fin de llevar al islam a la situación de 1920 que con tanto lirismo defiende Samuel Huntington como la del mejor de los mundos posibles. Nuestra generación fue la de la liberación del colonialismo. Los argelinos pagaron un precio alto, un millón de fellaghas, o de “terroristas” en el lenguaje occidental de hoy. Terroristas o no, a las generaciones de hoy les corresponde enfrentarse a un nuevo desafío: el de nuestra división en jugosas zonas de influencia. Ése es el reto del siglo XXI, y si las nuevas generaciones se ven obligadas a pagar más, pues pagarán más. ¿Por qué nunca se hará realidad el proyecto?

Porque España se ha desembarazado de él y se lo ha pasado a la ONU, y no puede hacer otra cosa, porque le pesa demasiado, porque no puede desafiar a EE UU, para el que el islam es el “Eje del Mal” que hay que destruir y con el que no se puede hacer alianza alguna. En estas condiciones, confiar el proyecto a la ONU es enterrarlo. España no tiene los medios necesarios para llevar a cabo su política, la única realista y buena, pero irrealizable en el contexto actual de guerra declarada contra el islam. Se retiró de la Coalición de la agresión, pero no puede hacer más. Está en una desventaja insalvable.

No es una potencia nuclear. El que no es potencia nuclear no es nadie. Se está a merced de quien sí lo es. El tratado de no proliferación de armas atómicas es una trampa siniestra y cínica, que permite ser invulnerables e independientes a los pocos que tienen el átomo, y, cuando son demasiado fuertes, como es el caso de EE UU, ser hegemónicos y agresores sin peligro ni riesgo. Con razón Francia no cayó en la trampa. Israel es una potencia nuclear, gracias a la voluntad de EE UU. España, no. No tiene sentido.

Mientras las potencias no hayan destruido sus arsenales, impedir a los demás que garanticen su seguridad por los mismos medios es puro cinismo. España no es autónoma. Repitámoslo: no tiene los medios necesarios para llevar a cabo su política. Sin embargo, España cuenta con bazas a su favor, con tal de que limite su proyecto al interior de sus fronteras. En la actualidad, es la única potencia con credibilidad en el mundo árabe y musulmán. También es la única que dispone de un doble legado: una herencia cristiana de la que emana su identidad y que hace de ella una potencia occidental de pleno derecho, lo que le permite hablar como tal sin complejos; y una herencia árabe-musulmana, de la cual renegaba, pero cada vez más revindicada y asumida hoy día, lo que la convierte en el mejor nexo de unión entre el mundo occidental y el mundo árabe y musulmán.

Más allá de las incertidumbres de la alternancia democrática en el poder, es al pueblo español al que corresponde elegir la continuidad. Puede hacer una Alianza entre sus dos Civilizaciones, una occidental y la otra árabe y musulmana, una constante de su política exterior y convertirse así para el resto del mundo, por lo menos del mundo mediterráneo, en un modelo logrado de integración y un escaparate de atracción. Los márgenes de acción son infinitos.

Es España la que tiene que elegir, en función de sus intereses, bien sopesados y bien entendidos, porque no se hace buena política ni con el cinismo que ya no engaña a nadie, ni con buenos sentimientos y el camelo de la generosidad, en los cuales ya nadie cree. En lo que a esto concierne, somos todos unos incrédulos.