Al cierre de esta edición, la noticia de la muerte de cientos de personas a manos de terroristas en Túnez, Siria, Kuwait y Francia provoca un dolor, particular y universal, más insoportable si cabe en estos días de Ramadán. Con su especial oportunismo y crueldad, el grupo Estado Islámico (EI) y sus seguidores vuelven a incidir contra objetivos ya designados: la incipiente democracia tunecina, la resistencia kurda de Kobane contra los yihadistas, la convivencia interconfesional entre chiíes y suníes en Kuwait y entre musulmanes y no musulmanes en Europa. Son más que prioridades esenciales, son elementos existenciales para el EI. Estado Islámico se alimenta de la injusticia, de la falta de libertad, de la tiranía. Por eso trata de impedir el éxito democrático de Túnez y torpedea un elemento clave para su consecución: la mejora de la situación social y económica.
Dos atentados en tres meses son una dura carga para la sociedad y un revés brutal al turismo. El país debe resolver las necesidades del interior y del Sur, y para ello son imprescindibles los ingresos turísticos. Asimismo, es urgente dar respuestas a una juventud decepcionada por una revolución que no les ha ampliado las perspectivas y que puede caer en la desesperación y el extremismo. Debe además lidiar con una frontera compleja, con Libia hundiéndose en el conflicto civil y una filtración constante de contrabandos, especialmente de armas y militantes. De la crisis libia Túnez también recibe refugiados, estimados en cerca de un millón, un 10% de su población, quizás más. Es obvio que el éxito de las negociaciones auspiciadas por la ONU para la reconciliación entre las facciones libias es crítico para la estabilidad y supervivencia no solo de Libia sino de toda la región. Europa, por su parte, derrocha elogios al modelo tunecino, pero escatima unos recursos necesarios para la sostenibilidad del proceso de transición. Estado Islámico utiliza el creciente sectarismo en Oriente Medio para presentarse como baluarte del islam suní frente a la amenaza de un islam chií apadrinado por Irán.
Por ello atenta indiscriminadamente contra mezquitas chiíes, en Kuwait o en Arabia Saudí, atizando el fuego de una violencia sectaria que tiene su origen en la invasión de Irak en 2003 y en la rivalidad política entre Irán y Arabia Saudí. Cuanto más animadversión se genere entre chiíes y suníes, más facilidad para expandirse encontrará el EI. La misma pauta se reproduce al otro lado del Mediterráneo. En Europa, el objetivo yihadista es hacer que los ciudadanos europeos se sientan vulnerables y alentar la fractura entre musulmanes y no musulmanes. Estigmatizar a un colectivo y ahondar en la desconfianza y el miedo permitirán reclutar, ampliar radio de acción y provocar respuestas militares que pocas veces producen los efectos deseados.
Todo ello en beneficio del terrorismo global. Europa se enfrenta a dos grandes desafíos en su flanco mediterráneo: evitar la tragedia de las muertes en el mar y garantizar la seguridad de sus ciudadanos. De poco sirven los regateos sobre cupos de refugiados y las tentativas de control de las mafias mientras haya personas dispuestas a morir intentado huir de la guerra y la hambruna. Ante la mayor crisis de refugiados desde la Segunda Guerra mundial, no sirven remiendos de emergencia. Las soluciones parciales serán remedios sintomáticos que no combatirán la enfermedad de raíz. Para hacerlo se precisa más coraje, compromiso y medios para trabajar en la resolución de estos conflictos.
Del mismo modo, nada será suficiente mientras no se aborde el nudo gordiano de la efervescencia yihadista actual: Siria e Irak sobre todo. No solo se requiere una implicación internacional, a día de hoy exangüe. Una política de promoción y defensa de la democracia coherente y contundente –en medios y estrategias– por parte de Europa es urgente, igual que la reactivación y ampliación de los procesos de resolución de conflictos, de Libia a Siria, pasando por Palestina. Deberían responder ante todo Turquía, Arabia Saudí, Irak, Catar, Egipto: y hacerlo ante los acuciantes retos con responsabilidad y visión a largo plazo. Los errores europeos y árabes del pasado –intervenciones militares occidentales, promoción del rigorismo religioso, connivencia con los déficit democráticos– pasan hoy una trágica factura. Aprendamos de ellos.