Tras un año de protestas, Siria se ha convertido en un foco de preocupación en un área sumamente sensible y vulnerable. El conflicto corre el riesgo de desbordarse y alcanzar a los países vecinos, los cuales por supuesto no son ajenos al aumento de violencia que se vive dentro del país. La llegada de refugiados que cruzan territorios minados escapando de la violencia, de la crudeza de los asedios y de las inclemencias de un día a día que cada vez se parece más al de una guerra, es una realidad a la que muchos habitantes de Siria, y también de Turquía, se ven obligados a responder. Una respuesta humanitaria adecuada, por las dificultades que impone el propio régimen sirio y por la lentitud e ineficacia de la comunidad internacional, sin embargo, no parece vislumbrarse. El tiempo y la geopolítica juegan a favor del régimen. Por un lado, el grado de violencia y los riesgos de guerra civil son cada vez mayores. Por otro, entre los actores internacionales parece calar cada vez más las tesis del régimen: entre los rebeldes hay militantes yihadistas.
Los atentados terroristas, añade Damasco, son prueba de la presencia de Al Qaeda en el territorio. Aunque la oposición asegura que son obra del régimen, la realidad es que han propiciado reticencias entre la comunidad internacional a intervenir en Siria. En un principio los términos del consenso que se intentaba lograr en Naciones Unidas giraban en torno a la posible salida de Bashar al Assad y a la cesión del poder en manos de su vicepresidente, algo que no garantizaba la caída del régimen pero sí la del clan familiar que lo ha dirigido durante 42 años con una política hermética, paternalista, controladora y voluntariamente sectaria. En estos momentos, la mediación internacional parece resignarse a apagar algunos de los incendios más alarmantes de la crisis y conseguir el cese de la violencia, el acceso de la ayuda humanitaria y el inicio de un diálogo. Si bien este nuevo arreglo podría conseguir el aval ruso y chino, la realidad es que da al traste con las aspiraciones de los opositores sirios. El argumento de la fragmentación y la falta de legitimidad de la oposición sirve como justificación de la débil respuesta internacional. A su vez, el régimen aprovecha las divisiones de la oposición para sembrar dudas sobre sus intenciones, métodos y composición. La estrategia de descrédito se desarrolla tanto desde los discursos oficiales como desde múltiples foros en internet.
La tarea informativa de los profesionales se ha visto gravemente entorpecida por el veto, por lo que los periodistas que logran infiltrarse en el terreno de la mano de los rebeldes son tachados de poco objetivos y su profesionalidad es cuestionada sistemáticamente al igual que las informaciones que circulan por la red, procedentes de activistas sirios que documentan el conflicto. Abundan además las teorías conspiratorias que aluden a intereses israelíes y americanos para desestabilizar el país: son teorías que acaban apoyando al régimen sirio en detrimento de las demandas populares de democracia y libertad. Ante esta situación, algunos países abogan por armar directamente a los rebeldes, a pesar de los riesgos que esta estrategia entraña. Pero todavía hay margen para incrementar las sanciones y aislar diplomáticamente al régimen.
No se ha iniciado ningún procedimiento de justicia internacional que lo pueda arrinconar aun más. Y habrá que ver cómo evoluciona Irán y su escalada de tensiones con Israel y Estados Unidos y cuáles podrían ser las repercusiones para el aliado sirio. El plan de Al Assad es difícilmente sostenible. La represión acompañada de reformas cosméticas puede mantener al régimen en pie durante un tiempo. Pero habrá que ver si podrá sobrevivir con más de 8.000 muertos, 30.000 refugiados y 200.000 desplazados a sus espaldas. El problema de Siria se agrava con el tiempo. Cada día que pasa, la comunidad internacional parece más inoperante, el coste humano y material es mayor, las posibilidades de una transición hacia la democracia se desvanecen y el escenario posconflicto dibuja una sociedad rota por la confrontación y la violencia. ¿Cuánto más habrá que esperar?