Han pasado seis años desde que se iniciara el fenómeno de protestas ciudadanas que acabó sacudiendo los cimientos de los sistemas políticos árabes. Seis años en los que se han producido avances y retrocesos, en los que el autoritarismo se ha demostrado verdaderamente resiliente y en los que las alianzas, rivalidades y amistades se han trastocado profundamente. Seis años en los que, demasiadas veces, lo peor se ha traducido en violencia, fractura, división y sectarismo y en la reemergencia del terrorismo. Seis años en los que la libertad sigue siendo, salvo excepciones, una quimera y en los que el discurso dominante sigue tan obcecado con las sombras que es incapaz de detectar las rendijas de luz que se han abierto y las que sobreviven obstinadamente a su pesar.
Este número de AFKAR/IDEAS está repleto de muestras que desafían este estereotipo que sitúa al mundo árabe en una foto fija, dominada por los conflictos letárgicos y las nuevas guerras internas. Un prisma estático que considera a la democracia una rareza incompatible con los contextos árabes y al conservadurismo social y moral como la norma general. Una mirada incapaz de captar la luz que desprenden ciertos fenómenos menos perceptibles; dinámicas demográficas, sociales, creativas que se adaptan a los nuevos contextos complejos y acaban dando respuesta a mucho más de lo que cabía pensar.
Existe ante todo una generación árabe formada, competente, capaz, huérfana de proyectos políticos, pero comprometida con su entorno social, eminentemente local. El nuevo poder de las ciudades mediterráneas no reside tanto en un proyecto urbanístico, sino en la capacidad de sus ciudadanos de apropiarse del espacio público y reivindicarlo como suyo. Frente a una decepción creciente hacia los políticos y las instituciones, los jóvenes al Sur del Mediterráneo se inventan nuevas formas de participación colectiva. Empiezan reclamando un parque o una recogida eficaz de los residuos y acaban poniendo en cuestión, e incluso retando, políticamente a las autocracias. Hasta en entornos tan hostiles como Siria, donde la dureza de las condiciones de vida ha transformado las organizaciones inicialmente revolucionarias en estructuras locales de gobierno que hoy suplen la ausencia del Estado y representan una alternativa más democrática, local y autogestionada. Parece imposible, cierto, pero entre bombardeos la sociedad civil siria ha eclosionado.
En este mismo contexto, la expresión artística e intelectual se convierte en un recurso privilegiado para la población. Mucho se ha escrito sobre el nexo entre creatividad y conflicto, y es indudable que la guerra siria ha desencadenado la liberación de “energías creadoras latentes”, que reclaman con cada obra su anhelada libertad de expresión. Bien sea el arte al servicio de la política o el arte como forma de expresión, tiene la capacidad de sacudir conciencias y de cuestionar lo establecido. El arte como válvula de escape, como denuncia, como grito de auxilio, es un arma pacífica poderosa que, en manos de una nueva generación, supone un desafío constante al statu quo. El valor creativo es inmenso. El potencial transformador insondable, aunque nos empecinemos en ignorarlo.
Son estas rendijas de luz las que nos deben dar pistas sobre hacia dónde camina la región. Como asegura Ahmed Galai, vicepresidente de la Liga Tunecina por la Defensa de los Derechos Humanos (LTDH), incluso en Túnez hay cierta frustración en cuanto a la confiscación del poder por parte de determinadas élites, aunque “el pueblo todavía no ha dado su brazo a torcer”. Estos seis intensos años de aprendizajes, de expectativas truncadas e ilusiones quebradas no han puesto el cartel de “fin”, y aún queda por ver cómo las rendijas se convierten en profundas grietas que quizás acabarán por romper las mordazas del autoritarismo. Los ciudadanos árabes todavía tienen la última palabra por decir.