La Alianza de Civilizaciones en el centenario de la Conferencia de Algeciras

Superar los eternos prejuicios y las falsas ideas entre España y Marruecos es uno de los objetivos de la Alianza.

Máximo Cajal, embajador de España

Aprácticamente un siglo de la inauguración de la Conferencia de Algeciras y a escaso medio siglo del reconocimiento por España de la independencia de Marruecos el 7 de abril de 1956 y del fin del Protectorado español –del que aquella cita fue antesala funesta para la, tan proclamada por las potencias signatarias, soberanía del sultán e independencia de aquel imperio– no resulta ocioso echar una mirada atrás y preguntarse en qué medida ha pasado el tiempo en las relaciones hispano-marroquíes. Y hacerlo, sobre todo, desde la inédita perspectiva que se abre con la Alianza de Civilizaciones. Una propuesta de las Naciones Unidas, pero criatura española en origen que, azares de la vida, culminará la primera etapa de un recorrido que se espera fecundo, precisamente, a finales de 2006.

Habrá llegado entonces el momento en que el Grupo de Alto Nivel, que ha iniciado sus trabajos en Palma de Mallorca (27 y 28 de noviembre), rinda sus recomendaciones al secretario general de la ONU, Kofi Annan. Un plan de acción, de inspiración eminentemente política, con medidas concretas y prácticas destinadas a atajar el creciente desencuentro que está carcomiendo los fundamentos sobre los que se asienta la convivencia en el seno de la comunidad de naciones y que amenaza la paz y la estabilidad internacionales.

Una fractura –ahondada por quienes fomentan el extremismo– que únicamente cabe salvar mediante la promoción del respeto mutuo y la reafirmación de la creciente interdependencia del género humano. Tender puentes, no volarlos. Establecer paradigmas de respeto mutuo entre civilizaciones y culturas. Acabar con el miedo y el rechazo al otro, a menudo –y cada vez más– nuestro vecino. Junto a su vocación universal, pues la amenaza ha adquirido proporciones globales, la Alianza de Civilizaciones tiene también una dimensión específica que hace de ella el rasero por el que inevitablemente habremos de medir dos cuestiones que, por diferentes razones, nos afectan a los españoles, al tiempo que trascienden las relaciones exteriores de España al convertirse también en asuntos propios.

No debe sorprender por ello que ambos asuntos hayan sido suscitados y relacionados recientemente en público. Se trata, de un lado, de la demanda, felizmente encauzada, de adhesión de Turquía a la Unión Europea (UE), de las relaciones entre Ankara y Bruselas, y de otro, obviamente, de las relaciones entre Madrid y Rabat. Se diría, en efecto, que España, Marruecos, Turquía y la UE están emplazados ante el reto que supone medirse con los objetivos que se propone alcanzar la Alianza de Civilizaciones. A esta cita está convocada Turquía, en su empeño por concordar islam y modernidad tras el camino marcado por Kemal Atatürk y en la no menos ardua tarea de paulatina acomodación a los exigentes parámetros de la UE.

También están emplazadas, por lo tanto, Ankara y Bruselas, cada una por su lado, para no desmentir con hechos las esperanzas que en ellas han depositado cuantos ciudadanos turcos se han comprometido en un combate cívico contra el nacionalismo exacerbado y la intolerancia religiosa en su país; esa senda tan estrecha que transcurre entre la vergüenza y el orgullo, de la que habla el escritor, Orhan Pamuk. Porque, ya antes de que culmine este delicado proceso, ¿qué credibilidad hubiera tenido el mensaje que pregona la Alianza de Civilizaciones de haberle negado la UE toda esperanza el 3 de octubre de 2005? ¿Cuál hubiera sido el mensaje percibido por el pueblo turco, por el mundo islámico en general, sino el de una Europa convertida en un excluyente y ensimismado bastión cristiano, objetivamente alentadora de los sectores más radicales de aquellas sociedades?

Y, en la parte que nos toca, pues no en balde el primer ministro de Turquía, Recep Tayyip Erdogan, copatrocina la Alianza junto con el presidente del gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero: ¿Qué crédito merecería este empeño conjunto de dos líderes políticos condenados desde aquel mismo día a un inevitable desencuentro? ¿Cómo compartir con los turcos la imposible misión de promocionar con ellos esta propuesta cuando al tiempo les cerramos el paso a nuestro santuario?

Relaciones España-Marruecos

También está bajo escrutinio, desde esta perspectiva, la salud de las relaciones entre dos vecinos que, en buena medida, simbolizan el desafío al que debemos hacer frente, España y Marruecos. Porque esta iniciativa pone igualmente a prueba la credibilidad de ambos países, ahora que estamos en puertas de celebrar –es un decir– el centenario de la Conferencia de Algeciras. Muy especialmente la credibilidad de España, promotora de la Alianza de Civilizaciones. Cien años son muchos años. No podemos franquearlos sin más.

No puede obviarse impunemente el trecho que va de aquel 16 de enero de 1906 al día de hoy, finales de 2005. Vemos así desfilar imágenes del pasado, para algunos como yo no tan lejano –como no lo era, en mi primera juventud, ni siquiera la guerra de Cuba–, la Semana Trágica, el Barranco del Lobo, la sombra ominosa del Gurugú, Annual, Monte Arruit, el desembarco de Alhucemas, los militares africanistas. “Los moros que trajo Franco” a luchar en la guerra de España contados por María Rosa de Madariaga; a luchar contra ¡los sin Dios!, como se proclamaba en los banderines de enganche en la zona norte del Protectorado. Hay más imágenes, naturalmente. Unas, muy recientes, chocantes para mí al menos.

El islote de Perejil, Leila o Toura, tanto da. Respingo neocolonialista en la forma arrogante y desproporcionada de gestionar aquella crisis, extraño desliz marroquí. Representaciones, percepciones, todas ellas de –doble uso–, como ciertos productos de la industria armamentista, siempre a mano de unos y otros para arrojárnoslas a la cara. Pero difícilmente superaremos el recelo, la desconfianza y el resentimiento congénitos, en tanto no reconozcamos nuestras responsabilidades. Culpas históricas, compartidas con Francia, subproducto del pecado del colonialismo.

Aquella “acción de España en Marruecos”, como se la llamaba entonces, que pasó de la penetración pacífica a la guerra casi sin cuartel –arma química incluida–, de ferocidad semejante por los dos bandos pero que a los rifeños excusaba la defensa, condenada de antemano al fracaso, de sus aduares y de sus familias, ya que no necesariamente de la persona desprestigiada del sultán. Pero la justificaba, sobre todo, la defensa de su fe, mancillada por la presencia del infiel que, en su afán evangelizador, amenazaba además al islam.

No eran pocos, en efecto, fuera incluso de las órdenes religiosas europeas, francesas y españolas en particular, los que por aquellos tiempos propugnaban, como hacía el propio Gabriel Maura en 1905, la “desmusulmanización” de Marruecos habida cuenta de la, según él, absoluta incompatibilidad entre una y otra civilización. ¡Ya se hablaba mucho por entonces de civilizaciones! Aun cuando los actores hayan cambiado, tiene un regusto muy actual el juicio que merecía entonces la injerencia europea a los nacionalistas árabes asistentes al Congreso de Jerusalén de 1931. La concebían, nos recordaba Mohamed Benaboud, como una estrategia para dominar el mundo islámico y como una maniobra ideológica que ponía en peligro la fe. Estaban persuadidos –¿no sucede ahora algo semejante?– de que “las fuerzas más integristas del cristianismo, apoyadas por las tendencias religiosas y políticas más extremistas del sionismo, amenazaban al islam en todas partes, desde la India hasta Marruecos, pasando por Palestina”.

La Historia se repite. ¿Acaso no es una ironía de esa historia suya, la escrita por los colonizadores claro está, bajo el pretexto de llevar la civilización a África, reprochen a los nativos no haber agradecido al invasor los frutos que, con mano dura eso sí, les prodigaban? Nos ha quedado a españoles y a marroquíes, herida aún abierta, un fondo de desconfianza, una pesada carga de prejuicios y estereotipos, sobre todo del lado de acá del Estrecho. Es precisamente en este terreno, en el de las mentes, donde también quiere actuar la Alianza de Civilizaciones, para superar los prejuicios, las ideas falsas, los errores de apreciación y la polarización.

El desencuentro hispano-marroquí sigue vivo, producto de una permanente y deliberada desvirtuación, que se prolonga hasta nuestros días, de la realidad histórica. Desfiguración que ha llegado al punto de exorcizar el pasado de la España musulmana, sublimándola, para intentar conjurar así el presente tanto menos amable cuanto que está ahí, al desnudo. Lo denunció Jean-Robert Henri en 1999, al hablar de la activación del mito neo-andaluz como mito de reconciliación. Es, sobre todo, contra esta visión deformadora –que estamos sufriendo estos últimos tiempos respecto de Cataluña y de los catalanes, aunque algunos traten de ahogarla con cava de última hora–, contra lo que debe alzarse la versión española de la Alianza de Civilizaciones.

Fundamentos de la Alianza

En el mandato que ha recibido el Grupo de Alto Nivel, se establecen algunas pautas que vienen al caso. Podrían empezar a aplicarse con carácter prácticamente inmediato con vistas a encauzar el futuro marco de nuestros acuerdos. Ponen de manifiesto, además, la prioridad que otorga esta propuesta de la ONU a la sociedad civil. La creación de asociaciones que coadyuven a un mejor conocimiento recíproco, tanto de nuestras diferencias como de lo mucho que tenemos en común. La adopción de medidas educativas destinadas a fomentar una mejor comprensión de nuestras culturas y nuestros respectivos modos de vida. ¿Sería descabellado escribir conjuntamente una historia común, no ya la de la España musulmana, sino la, mucho más actual y exigente, de las relaciones entre los dos países?

La urgente atención a la juventud, segmento decisivo de nuestras poblaciones, a la que hay que inocular desde el principio los valores de moderación, de cooperación y aprecio de la diversidad. Éstos son algunos de los fundamentos de todo un programa de acción. Se han dado ya pasos en esta dirección. El Comité Averroes, por ejemplo, debería tener, a mi juicio, mayor visibilidad, ser más popular, más asequible. 2006, el año de Marruecos en España, nos brinda una oportunidad única. Se precisa también mayor continuidad en el esfuerzo. A las autoridades marroquíes les corresponde, desde luego, buena parte de la tarea.

Por el lado español, difícilmente conoceremos mejor al vecino del Sur si no hablamos su lengua. Los arabistas españoles se circunscriben a un casi heroico puñado de mujeres y hombres que pugnan por la supervivencia de una herramienta esencial –aunque prácticamente ausente– no ya para la política exterior de España sino, cada vez más, para abordar la delicada cuestión del islam español, mayoritariamente marroquí en su origen. La juventud, el mayor depósito de esperanza pero también la fracción más vulnerable de nuestras sociedades, más susceptible de manipulación, sacudida como está en muchos casos por el desempleo y la ausencia de porvenir.

¿No sería posible crear entre nosotros, Marruecos y España, un ambicioso programa de intercambio de jóvenes, semillero de un futuro de mejor entendimiento? Para ello hay que ponerse, decididamente, manos a la obra. No tenemos, en efecto, que ir muy lejos para encontrar el banco de pruebas donde hacerlo. Basta, para empezar, con hacerlo en casa. La tarea es difícil, porque se trata también de cambiar las percepciones, las ideas preconcebidas, esos implantes que meten en nuestras cabezas. De ahí la trascendencia que la Alianza de Civilizaciones atribuye a la educación. Queda mucho camino por delante.

En Marruecos también, por supuesto. Y está en manos de su Rey y de su pueblo avanzar sin vacilaciones en la vía de la democracia, del respeto de los derechos humanos y del buen gobierno. Es éste un recorrido en el que hemos de embarcarnos marroquíes y españoles sin que necesariamente tengamos que andar idéntico trecho ni hacerlo por la misma senda. Aquí estriba, quizá, la dificultad de la empresa, porque difícilmente nos encontraremos a mitad del camino. Pero la apuesta es acuciante y decisiva. Tanto más si, como afirmaba el ministro de Asuntos Exteriores español, Miguel Ángel Moratinos, el 20 de octubre de 2005, Marruecos y la región del Magreb en general, desempeñan un papel vital en la estabilidad y la seguridad de España y Europa. Nada más cierto.

Evidencia que llevaba al ministro a pedir para el vecino reino un estatus de integración –casi idéntico– al que en su momento tendrá Turquía. Manera de recordar de nuevo a los europeos la demanda de adhesión que el Marruecos de Hassan II presentó en 1988 a la entonces Comunidad Europea. Se diría que se conforma de este modo un hilo conductor que, a través de Madrid, va a Rabat y Ankara pasando por Bruselas. Y que el denominador común de este otro “gran juego”, tanto más noble en sus aspiraciones, es, precisamente, la Alianza de Civilizaciones.