Las fuerzas armadas en las revueltas árabes

Elemento de apoyo en Túnez y Egipto y herramienta de represión en Libia, Siria y Yemen, está por ver el papel de los ejércitos en los procesos políticos.

Carlos Echeverría

Las revueltas que han tenido lugar en algunos países árabes en los últimos meses deben ser analizadas a través de una aproximación multidimensional en la que no puede faltar el estudio del papel desempeñado por las fuerzas armadas. Una primera ojeada nos permite distinguir entre los casos en los que éstas han jugado, al menos en principio, un papel componedor (Túnez y Egipto), y aquellos otros en los que han constituido y constituyen un obstáculo como herramientas utilizadas por las autoridades para neutralizarlas (Libia, Siria o Yemen, entre otros). En cualquier caso, es importante no quedarse en esa primera aproximación y profundizar en la actitud de la institución militar en el marco de los procesos políticos en marcha, plagados aún de incógnitas en todos los casos citados.

Militares componedores en Túnez y Egipto

comenzaremos por los dos países norteafricanos que hasta la fecha han conseguido quemar más etapas en los contextos de normalización, destacando los resultados y las trabas encontrados en lo que al papel de las fuerzas armadas respecta.

■ Los militares tunecinos y la revuelta contra Ben Ali

Túnez fue el país pionero en términos de desarrollo de una revuelta que, iniciada el 17 de diciembre de 2010, acabó obligando al presidente Zine el Abidine Ben Ali a abandonar el poder el 14 de enero, abriendo un proceso de cambio político que está definiéndose de forma progresiva. Hay que destacar que la actitud de las fuerzas armadas, distante primero y cómplice de los cambios después, ha permitido que éstos avancen con seguridad, al menos en sus etapas iniciales.

Túnez es un pequeño país del Magreb con unas fuerzas armadas reducidas (35.800 efectivos) pero donde las Fuerzas de Seguridad de Ben Ali han estado sobredimensionadas durante sus 23 años de mandato, cifrándose en unos 150.000 individuos, teniendo en consideración tanto a los miembros de los cuerpos policiales como a sus múltiples colaboradores. Se estima que en las revueltas fallecieron 106 personas y que más de 600 resultaron heridas, pero las fuerzas armadas pueden presumir de no haber sido las ejecutoras de tal represión. Además, y según ha trascendido, cuando el aún presidente ordenaba el 9 de enero abrir fuego contra los manifestantes en la localidad de Kaserine, uno de los epicentros de las revueltas, y el 13 en la capital, el doble rechazo del jefe de Estado Mayor, el general Rachid Ammar, mostró que las fuerzas armadas no estaban dispuestas a contradecir la voluntad mayoritaria de la población frente a los deseos de un mandatario cada vez más acorralado.

De hecho, esta actitud del estamento militar fue determinante para que Ben Ali decidiera huir del país. El arranque del desmantelamiento del aparato de seguridad de Ben Ali debe fecharse el 2 de febrero, con el nombramiento del almirante Ahmed Chabir como director de la Seguridad Nacional, y va avanzando en paralelo a la toma de decisiones sobre el calendario político. Con la vista puesta en las elecciones del próximo octubre, de las que deberá salir la Asamblea Constituyente que dé a luz otra Carta Magna, a las fuerzas armadas les compete ahora garantizar la seguridad del país en momentos particularmente difíciles. Han tenido que hacer un gran esfuerzo logístico en la frontera con Libia, tras el inicio de las revueltas en ese país en febrero, y deberán estar vigilantes ante otros riesgos reales en el marco nacional.

Entre ellos, cabe destacar las fugas de presos y los robos de armas producidos durante las revueltas, realidades que también se dieron en Egipto y Libia; la interrupción de los trabajos de los servicios y agencias de información y de inteligencia durante ese tiempo y el cambio de responsables en los mismos. Todo ello ha creado un vacío de seguridad cuyas consecuencias aún es pronto para evaluar.

■ El papel de las fuerzas armadas egipcias en la era pos-Mubarak

En Egipto las fuerzas armadas han sido y son un actor de enorme envergadura (468.500 efectivos activos, más otros tantos reservistas) y de gran importancia histórica. Aquí también, como en Túnez, su actitud componedora ha permitido concluir la primera y difícil tarea de descabezar al poder. Iniciadas el 25 de enero, las vertiginosas revueltas producidas en Egipto obligaron a renunciar a su cargo a Hosni Mubarak el 11 de febrero. Los militares, a diferencia del aparato de seguridad del ya ex presidente, fueron testigos de dicho proceso para acabar siendo luego los árbitros centrales.

Lo hacen en términos institucionales a través del Consejo Supremo de las fuerzas armadas, que asumió, tras la salida de Mubarak y bajo la dirección del mariscal de campo Mohamed Hussein Tantaui, los poderes ejecutivo y legislativo, comprometiéndose a cederlos a los órganos representativos surgidos del proceso electoral que se desarrollará en los próximos meses. Las fuerzas armadas han estado involucradas de forma ininterrumpida en la política egipcia desde que el 23 de julio de 1952 se produjera el golpe de Estado de los Oficiales Libres. En la actualidad, el Comité de Sabios, creado por el Consejo Supremo de las fuerzas armadas, ha elaborado las enmiendas a la Constitución vigente de 1971, sometidas a referéndum el 20 de marzo. Diez días después, el general Mahmud Shanin anunciaba el calendario electoral para el otoño con elecciones presidenciales y legislativas que permitirán a dicho órgano ceder las competencias asumidas excepcionalmente.

Esta tutela militar ha empezado a crear suspicacias en algunos sectores de la sociedad, una vez se han enfriado en cierta medida las ilusiones surgidas a partir del 11 de febrero. Una manifestación masiva celebrada el 8 de abril –el “Viernes de la Purga”– marcaba el inicio de las críticas contra el Consejo Supremo y llevó a duros enfrentamientos entre civiles y militares.

Las fuerzas armadas como herramientas represivas de las movilizaciones

Analizaremos tres casos que comparten importantes similitudes –reparto familiar de responsabilidades de mando sobre unidades e instrumentos militares y contundencia en la respuesta a las revueltas, entre otras–, a saber: Libia, Siria y Yemen.

■ Libia: guerra civil e intervención exterior

Las revueltas producidas en Libia provocaron un acelerado proceso de deterioro que llevó al desencadenamiento de una guerra civil –y ello porque sus poco numerosas fuerzas armadas (entre 45.000 y 50.000 efectivos) sufrieron un nivel suficiente de deserciones como para que se pudiera hablar de tal escenario– en una vulnerable sociedad tribal, guerra civil que se ha visto aderezada con una doble intervención exterior: una más temprana de mercenarios (entre 3.000 y 4.000 sahelianos y subsaharianos, según distintas fuentes), llegados en auxilio del régimen de Muamar el Gadafi, y otra de carácter multinacional de la mano de una pequeña coalición de países occidentales, primero, y de la OTAN y algunos países terceros después.

Mientras los mercenarios combaten sobre el terreno, la intervención multinacional, amparada por la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de la ONU, lo hace por mar y aire, aplicando una zona de exclusión aérea y un embargo de armas. Las revueltas se iniciaron en Libia el 15 de febrero, siendo su detonante la detención de un conocido abogado en Bengasi, y rápidamente se interpretaron en clave de “efecto dominó” tras las experiencias de Túnez y Egipto. Con una localización geográfica muy concreta, en la tradicionalmente levantisca región oriental de Cirenaica, y producida en el contexto de un régimen tan particular como es el de la Gran Yamahiriya Árabe Libia, Popular y Socialista, el estallido inmediato de violencia era algo previsible. El 17 de febrero era asaltada la prisión de Bengasi, quedando libres los internos, y las movilizaciones se extendieron rápidamente por la franja costera del país hasta la región occidental de Tripolitania, que provocaron una dura respuesta del régimen.

El 22 de febrero Gadafi prometía morir como un mártir luchando contra los traidores, y el creciente caos –a título de ejemplo, el 26 de febrero desertaba en el Este el coronel Tarek Saad Husein, que se pasó al bando rebelde con sus hombres– obligó al régimen a blindarse. Como Gadafi ha concentrado en torno a sí y a los suyos a las mejores unidades militares –por ejemplo, la elitista Brigada 32 está liderada por su hijo Jamis– y cuenta con un notable parque de carros de combate, desde el ya anticuado T-55 hasta los más modernos T-62 y T-72, en un número aproximado de medio millar, y con un buen número de helicópteros y de aviones de combate, su victoria frente a los indisciplinados y dispersos rebeldes estaba más que garantizada. Iniciadas las revueltas, algunos militares decidieron sumarse con el armamento a su alcance pero poco podían hacer frente a un ejército profesional reforzado con miles de mercenarios subsaharianos reclutados rápidamente por Gadafi.

La intervención internacional ha coadyuvado a fijar el statu quo que se comenzaba a vislumbrar en los días anteriores. Las divisiones en el seno de las fuerzas armadas se hicieron más visibles al fijarse los frentes, con una parte oriental del país en manos de los rebeldes. La definición de una zona “liberada” entre Bengasi y la frontera egipcia permitió al órgano político de los rebeldes –el Consejo Nacional de Transición, constituido a principios de marzo– buscar el reconocimiento internacional. De los jefes militares que han abandonado a Gadafi, el caso más hiriente para éste ha sido el del general Abdel Fatah Yunes, quien fuera sucesivamente jefe de las Fuerzas Especiales del Ejército y ministro del Interior.

Actualmente trata de dirigir las operaciones de los rebeldes, un conglomerado anárquico de civiles y militares desertores que, mal armados y animados solo cuando las fuerzas extranjeras bombardean a los oficialistas, no tienen por sí solos capacidad alguna de cambiar la situación en el campo de batalla ante la mucho mayor potencia de fuego de los fieles a Gadafi.

■ Represión pura y dura en Siria

Aunque en Siria las Fuerzas de Seguridad han desempeñado un papel central en las primeras semanas para tratar de desarticular las revueltas, iniciadas el 15 de marzo en la localidad de Deraa, fronteriza con Jordania, pronto las fuerzas armadas han sido llamadas como herramienta de apoyo, y ello en el marco de una República que ya tiene antecedentes en el uso de la fuerza con instrumentos militares contra revueltas y levantamientos de la población. Tal fue el caso en Hama en febrero de 1982, cuando el entonces presidente Hafez al Assad, padre del actual jefe del Estado, aplastó sin miramientos la revuelta de los Hermanos Musulmanes en dicha localidad provocando entre 10.000 y 30.000 muertos.

Con tradición revolucionaria y guerrera en su proyección exterior –cuatro guerras convencionales con Israel e intervencionismo durante tres décadas en el vecino Líbano, que explican lo sobredimensionadas que están (433.000 efectivos)– y de control estricto de su población en política interior, la República de Siria, gobernada por el Partido del Renacimiento Socialista Árabe, o Baaz, fundado por el cristiano Michel Aflak en 1932, ha actuado en consecuencia con gran dureza frente a las revueltas. Ha utilizado la fuerza desde el primer momento para ahogarlas, aprovechando la cohesión en el reparto de tareas en materia de seguridad y defensa entre familiares, lo que permite a la minoría alauí (8%) gobernar el país. Maher al Assad, hermano del presidente, dirige la poderosa Guardia Republicana (70.000 efectivos), mientras que su cuñado, Asef Shawkat, es el vice jefe de Estado Mayor de las fuerzas armadas y responsable de los servicios de inteligencia, interiores y exteriores.

Los alauíes son una escisión del chiísmo que considera a Alí, primo y yerno de Mahoma, como el primer imam y le consideran a él y a sus descendientes como legítimos sucesores del Profeta. Los alauíes controlan el poder a través del clan de los Assad en un país donde los suníes son mayoritarios (75%) pero donde las minorías, religiosas (cristianos, drusos y chiíes) y étnicas (kurdos), son relevantes y activas. De hecho, el mosaico que conforman los 22 millones de sirios es tal que muchos dentro y fuera de sus fronteras temen, si la inseguridad crece, un enfrentamiento intercomunitario similar a los anteriormente producidos en sus vecinos Irak y Líbano.

El despliegue militar para hacer frente a las protestas se ha hecho evidente en algunos lugares, y ello sin perder de vista que, a diferencia de los otros países aquí tratados, el bloqueo informativo aplicado con gran eficacia por el régimen hace que la fiabilidad de las fuentes no sea plena al no poder ser contrastadas: el 26 de marzo se desplegaban medios militares en Latakia, ciudad natal de los Assad, y el 25 de abril unidades de la IV División Acorazada, comandada por Maher al Assad, entraban en Deraa con la excusa de evitar que se constituyera en esta levantisca ciudad un emirato islámico.

La referencia a la necesidad de usar la fuerza para frenar el avance del islamismo radical ha sido tradicionalmente común a todos los países de la región y, en el caso de Siria, las autoridades ubican dicha amenaza en el corazón de las revueltas actuales y, como elemento explicativo de pasajes negros como, por ejemplo, las muertes violentas de ocho soldados en Banias el 13 de abril, o de un general del ejército y de sus dos hijos en Homs el 17 de abril.

■ Yemen: un caso lejano pero de particular importancia

Tras la neutralización de las revueltas en Bahréin –en donde el 14 de marzo entró un contingente militar del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG), nutrido fundamentalmente por efectivos saudíes, para frenar las crecientes protestas de la mayoría chií–, en Omán, así como de los pequeños inicios en la propia Arabia Saudí, el caso de Yemen es el verdaderamente emblemático en la subregión de la península Arábiga. Las revueltas en Yemen comenzaron a fines de enero y a finales de abril ya habían producido más de 130 muertos. Quienes protestan exigen hoy el fin del régimen del general Alí Abdulá Saleh, criticándole por la forma en que ha gestionado el país en los 32 años que lleva en el poder.

La represión comenzó a hacerse escandalosa el 8 de marzo, día en que 52 manifestantes fueron asesinados. Tal nivel de violencia comenzó a provocar reacciones dentro del sistema, y varios militares y políticos empezaron a criticar al partido único, el Congreso General del Pueblo, y a su líder y jefe de Estado. Entre marzo y abril, a las tensiones entre un presidente cada vez más acorralado pero con un control firme de las herramientas del Estado –la poderosa Guardia Republicana está comandada por su hijo Ahmed– y los manifestantes, se han añadido los choques entre los fieles a Saleh y los soldados de la Primera División Acorazada, comandada por el general Alí Mohse, hermanastro del presidente y número dos de las fuerzas armadas, quien en marzo ya había mostrado simpatías por la oposición.

Aunque la situación sigue siendo volátil en este convulso país de 24 millones de habitantes, Saleh sorteaba a fines de abril tanto las presiones internas para que deje el poder como las externas y muy elaboradas del CCG para buscarle una salida honrosa. Lo más destacable en cuanto al papel de las fuerzas armadas es no solo que éstas no han sido el actor principal en la represión de las revueltas –Saleh utiliza a las Fuerzas de Seguridad y a la Guardia Republicana– sino que también son cada vez más frecuentes los choques entre militares partidarios de la oposición y los fieles al presidente. Por otro lado, la Guardia Republicana ha librado, entre otros enfrentamientos con militares, uno en Makulla, en el sureste del país, el 24 de marzo, y otro en Hodeida, el 24 de abril, enfrentándose en este último caso nada menos que a la dotación de una base aérea cuyo jefe había mostrado su simpatía por los manifestantes.

Preocupa, y con razón, el deterioro progresivo de la situación en Yemen, donde las revueltas en las calles de Saná, Adén y Taiz coexisten con el separatismo del Sur, con los enfrentamientos con chiíes en el Norte y con el activismo terrorista de Al Qaeda central y de su sucursal subregional, Al Qaeda en la Península Arábiga (AQPA). Todo ello puede tener consecuencias regionales e incluso globales, sobre todo si se produjera la implosión de este Estado. A título de ejemplo de escenarios de deterioro, entre fines de marzo y principios de abril, Saleh retiraba sus efectivos de la región sureña de Abian, hecho que facilitó el rápido despliegue en ella de yihadistas.

Por otro lado, la reducción desde hace meses de los esfuerzos militares y policiales contra el terrorismo, ocupados como están ahora de proteger al régimen y viéndose además debilitados por las muchas tensiones tribales existentes, debe preocupar y mucho, particularmente a una Arabia Saudí que tiene 1.500 kilómetros de frontera con su vecino yemení y sabiendo que AQPA considera a ambos territorios como un único campo de batalla.

Algunas reflexiones finales

Se han analizado las experiencias vividas en cinco países árabes –Túnez, Egipto, Libia, Siria y Yemen– donde la dinamización de revueltas en los últimos meses ha sido y está siendo tal que ha generado situaciones de cambio radical, y han abierto procesos que en ninguno de los casos tratados están concluidos y que, por tanto, aún es pronto para poder calificarlos apropiadamente.

El papel de las fuerzas armadas ha ido desde la experiencia positiva en términos de apoyo al cambio, en Túnez y Egipto, hasta la conversión de dichas fuerzas en instrumentos de la represión de las protestas aunque con intensidades distintas en Libia, Siria y Yemen. En estos tres países, y a diferencia de los otros dos, las fuerzas armadas han sido instrumentalizadas por las élites dirigentes para salvaguardar sus intereses, y carecen de potencialidades tanto en términos de convertirse en futuras herramientas para el cambio como para la posible interlocución con actores foráneos.