Revoluciones democráticas y resistencia autoritaria en el norte de África

El tipo de autoritarismo que los regímenes han desarrollado es fundamental para entender los levantamientos populares.

Frédéric Volpi

Araíz de los últimos acontecimientos acaecidos en Oriente Próximo y el norte de África se podría hacer un estudio sobre cómo los análisis relevantes o intuitivos de los expertos están dirigidos a la comprensión del cambio de régimen en esta parte del mundo. Nadie había anticipado el momento o la forma de esta ola de agitación democrática en la región. Durante aproximadamente la última década, los expertos emplearon la mayoría de su tiempo a explicar el éxito de la rutina de las políticas autoritarias. Documentaron las formas de represión y cooptación de los diferentes regímenes. Explicaron cómo los mecanismos de supervivencia de éstos contribuían al fracaso de los procesos de democratización.

Lo que esas explicaciones no contemplaron fue la posibilidad de nuevos retos políticos ni la emergencia de nuevos procesos políticos en la región. Hasta 2010, los analistas políticos habían identificado con precisión aquellos mecanismos que permitían formas competitivas de autoritarismo para adaptarlas a las demandas de democratización en la región. Pese a que esas primeras explicaciones de las políticas norteafricanas no pueden ser directamente utilizadas para enmarcar la actual profusión de transformaciones políticas, son importantes para comprender esta nueva ola democrática. En este artículo se estudia la existencia de una relación directa entre el tipo de autoritarismo que los diferentes regímenes han desarrollado en la zona y el tipo de levantamientos democráticos, luchas y reformas que tienen lugar en la actualidad.

Una mirada al pasado de las políticas en el norte de África

Durante la última década, los cinco países que conforman el norte de África –Marruecos, Argelia, Túnez, Libia y Egipto– han mostrado las características principales que definen a los regímenes seudodemocráticos. También han demostrado una estabilidad política ejemplar en relación a los cambios internos y el entorno internacional con la región. Basándose en los planteamientos de seguridad dominantes, los gobernantes autócratas han justificado, tanto a nivel interno como internacional, su escaso nivel de democratización a través del discurso de lucha contra la amenaza islamista.

En particular, tras los ataques del 11 de septiembre de 2001, el papel que han hecho jugar al islamismo la mayoría de los regímenes ha sido similar al que los dictadores de derechas de todo el mundo atribuyeron al comunismo en el periodo de la guerra fría. Más que el islamismo per se, lo que comprometió las oportunidades de democratización en el norte de África fue la instrumentalización del islamismo a manos de las élites políticas, quienes obtuvieron recompensas políticas, militares y financieras por asegurar la “estabilidad”. Además, los análisis económicos indicaron que, en esta región y desde hace tiempo, los modelos de sustitución de importaciones y el latifundismo que sufragaban a las repúblicas populistas (Argelia, Libia y Egipto) y las modernizadas economías neoliberales de mercado (Túnez y Marruecos), eventualmente habían producido resultados políticos y socioeconómicos muy similares para esas élites autocráticas.

A comienzos del siglo XXI, el capitalismo oligárquico y la redistribución dinástica fueron los dos mecanismos clave que manejaron las élites gobernantes para otorgar recompensas financieras a un círculo privilegiado de actores económicos quienes, a cambio, apoyaban al régimen de manera incondicional. En términos de instituciones y prácticas autoritarias, los cinco regímenes norteafricanos estaban posicionados, en 2010, en diferentes puntos de una continuidad autoritaria. Al final del espectro, Marruecos desplegaba la forma de autoritarismo más liberal, con un sistema electoral razonablemente efectivo bajo la tutela de la monarquía. En el otro extremo, Túnez, con su sistema de partido único ultradominante y de facto un presidente vitalicio (Zine el Abidine Ben Ali), y Libia, oficialmente con un sistema populista, en gran medida personalista, de control político por parte del régimen de Muamar el Gadafi, ilustraban las formas de autoritarismo más crudas (con aspiraciones a convertirse en repúblicas dinásticas en ambos casos).

Los modelos argelino y egipcio se encontraban en un lugar intermedio, puesto que la limitada competitividad del sistema multipartidista controlado por el régimen desembocaba en un modelo de gobierno en manos de una pequeña élite político-militar. Desde el punto de vista funcional, en un modelo personalista de gobierno (Túnez y Libia), el régimen suprime todas las formas significativas de gobierno y oposición social, y la élite política se concentra en varias redes familiares. En Túnez, tras un breve “coqueteo” con el multipartidismo cuando asumió el poder, Ben Ali lideró un modelo de partido único ultradominante.

En Libia, Gadafi estableció su inusual modelo de “gobierno de masas” (Yamahiriya) que, efectivamente, significó la descalificación de toda clase de fuerza política organizada en el país y concentró todas las prerrogativas estatales alrededor de su familia y sus aliados tribales. En las repúblicas pospopulistas (Argelia y Egipto) el mandatario podía ser desafiado a través de procesos electorales, pero la élite gobernante colocó de manera estratégica obstáculos institucionales, financieros y administrativos para hacer casi imposible que la oposición ganase. En Egipto, la flagrante manipulación del proceso electoral llevada a cabo por el régimen de Hosni Mubarak en los últimos años de su gobierno y el posicionamiento de su hijo Gamal en la arena política y el mundo de los negocios, acercó el país a una forma personalista de gobierno.

En Argelia, por contra, aunque las élites políticas, militares y financieras que constituyen el régimen han evitado de forma efectiva la emergencia de una oposición política signficativa, ninguno de los múltiples grupos de interés que se benefician del statu quo ha llegado a dominar por sí mismo el sistema político. Por último, en el caso de Marruecos, la principal diferencia cualitativa en la organización del sistema multipartidista es que en este sistema monárquico, la política electoral no aborda directamente la cuestión de la legitimidad del gobernante, sino más bien el alcance de las prerrogativas del monarca en la política. Así, la reforma democrática y del gobierno solo se han desarrollado al margen del poder del rey Mohamed VI.

Estructura y agentes de las revueltas

En Túnez, la sistemática represión de cualquier oposición política organizada desempeñó un papel decisivo en la creación de las condiciones necesarias para un violento derrocamiento del régimen. Ante el creciente protagonismo de las espontáneas protestas antigubernamentales en diciembre de 2010, poniendo contra las cuerdas tanto a la policía como al aparato de seguridad, el régimen de Ben Ali no pudo utilizar a los actores políticos y sociales independientes para dar inicio a un diálogo con los manifestantes. La naturaleza espontánea y virulenta de la protesta fue consecuencia directa de la forma en que el régimen había gobernado el país, sin intermediarios entre los agentes del Estado y la ciudadanía.

A diferencia de otros Estados autoritarios de la región, el régimen de Ben Ali no mantuvo una estrecha relación con los militares. Cuando se encontró en una situación en la que debía acudir al ejército para mantener el control, su supervivencia dependió de la buena fe de los militares. En esas circunstancias, los altos cargos del ejército eligieron no posicionarse a favor del régimen y dejar que el levantamiento popular siguiera su curso. Tal decisión contribuyó directamente a su caída y a la marcha de Ben Ali y sus socios en enero de 2011. La situación interna en Libia era bastante similar a la de Túnez en lo referente a la relación entre el Estado y los ciudadanos.

Los orígenes de la revuelta democrática en el país fueron, igualmente, similares a los disturbios en Túnez. Sin embargo, una diferencia crucial fue que el régimen libio mantenía unas fuertes relaciones orgánicas con las principales unidades del cuerpo militar (liderado por dos de los hijos de Gadafi, Mutassim y Jamis). Así, mientras las revueltas se extendían y ocupaban todo el país en febrero de 2011, el régimen pudo restablecerse en sus principales circunscripciones –especialmente en la capital, Trípoli– con el apoyo de esas leales fuerzas militares. Esta ventaja aseguró que el clan Gadafi no se inclinara hacia el abandono del poder tan rápidamente como lo hizo Ben Ali, y proporcionó al régimen una oportunidad de contraataque. Por tanto, tras semanas de incidentes, el régimen comenzó a restablecer su autoridad en todo el país mediante el uso de la fuerza militar. De ahí en adelante, es mejor no considerar el caso libio como una situación de levantamientos democráticos, sino como un ejemplo de conflicto militar.

Es en tales circunstancias cuando un proceso político interno puede militarizarse e internacionalizarse, como ocurrió en Libia en marzo de 2011 a raíz de la aprobación de la Resolución 1973 por parte del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas y el comienzo de la campaña militar aérea encabezada por Estados Unidos, Reino Unido y Francia. El papel de los militares fue también crucial en la transición democrática en Egipto pero, en este caso, como parte de un proceso político. La diferencia deriva de la organización del régimen egipcio, que no solo mantenía fuertes conexiones con las instituciones militares como un todo (no solo con las unidades clave, como en el caso de Libia) sino que también permitía cierto tipo de oposición en el país.

Cuando las protestas antigubernamentales se hicieron más fuertes a partir de enero de 2011, inspiradas por el cambio de régimen en Túnez, el aparato de seguridad del Estado comenzó a verse superado y el régimen de Mubarak acudió a los militares para mantener la situación bajo control. El liderazgo militar tomó entonces en consideración su relación con Mubarak, sus propios intereses corporativos, sus apoyos internacionales y también los riesgos de divisiones dentro de sus filas. De esta forma, optó por una solución intermedia que protegía al régimen de un derrocamiento violento pero que no suponía la supresión del levantamiento popular. En este contexto, la protesta se articuló de forma creciente como un proceso de reforma democrática, en el que los actores seculares (Mohamed el Baradei) e islámicos (los Hermanos Musulmanes) adoptaron las demandas de los manifestantes y apelaron a los reformadores del régimen y, en particular, a los militares.

La presencia de élites políticas semiautónomas y de una oposición mejor organizada, llevó a un proceso de transición más que hacia el colapso del régimen (o al conflicto armado). La destitución de Mubarak y sus socios en febrero de 2011 posibilitó un proceso negociado de reforma democrática, mientras se aseguraba la continuidad de la relevancia política de las instituciones militares a corto o medio plazo. En contraste con los países anteriormente mencionados, la situación en Argelia y Marruecos a principios de 2011 no produjo ninguna transformación significativa en ambos regímenes. Ambos países se vieron afectados por la ola de tensión social que azotaba Oriente Próximo y norte de África –especialmente en Argelia hubo motines y casos de inmolación emulando lo ocurrido en los levantamientos en Túnez–, pero las protestas no se transformaron en tensiones en todo el territorio nacional.

Esto se debió en parte a la naturaleza de la protesta y a la organización de los propios regímenes. Los líderes de Marruecos y Argelia (Mohamed VI y Abdelaziz Buteflika, respectivamente) no están considerados la causa principal de los problemas socioeconómicos y políticos del país. Llevaron en el poder menos tiempo que los gobernantes de Túnez, Libia y Egipto, y han introducido un cierto grado de reforma política en sus países, por lo que su destitución no era una demanda primordial para los manifestantes. Por tanto, esos regímenes pudieron establecer canales de comunicación con las fuerzas de oposición más fácilmente, con el fin de ofrecer reformas que respondieran a algunas de las demandas de los manifestantes (como el levantamiento del Estado de emergencia o ciertas revisiones constitucionales para democratizar más el sistema electoral). Estos movimientos de conciliación, aunque iban acompañados de un cierto grado de represión policial, ayudaron a calmar la situación, ya que la oposición y los manifestantes tenían ciertas expectativas razonables de que el sistema podría aún ser reformado.

La dimensión internacional de las revueltas democráticas durante la Primavera árabe varió mucho dependiendo de cada caso. En Túnez, que inició la ola democratizadora, los actores internacionales desempeñaron un papel mínimo: los gobiernos europeos solo se dieron cuenta de que debían redefinir su posición cuando el régimen de Ben Ali ya había desaparecido realmente. Solo los nuevos medios de comunicación, como parte de una red de información global, introdujeron una importante dimensión internacional en el caso del levantamiento de Túnez (más tarde lo harían con Egipto) ejerciendo su papel de movilizadores. En Egipto, y sobre todo en Libia, la comunidad internacional y sus fuerzas militares desempeñaron un papel crucial dando forma al curso de los acontecimientos en ambos países. En el primero, la presión internacional sobre el régimen de Mubarak fue especialmente efectiva a causa de la estrecha relación que el ejército americano había construido con el egipcio.

Las decisiones de los líderes militares allanaron el camino para la marcha de Mubarak y para una transición democrática bajo su supervisión. En Libia, la presión diplomática se convirtió en acción militar una vez que Gadafi eligió la confrontación frente a la negociación, nacional e internacionalmente hablando. En Argelia y Marruecos, sin embargo, frente a las limitadas protestas, la comunidad internacional continuó apoyando a los regímenes gobernantes, mientras llamaba a las élites políticas a responder favorablemente a las demandas populares de reforma democrática.

Posibilidades actuales para la democracia

Las perspectivas políticas para los ciudadanos del norte de África son hoy más claras que ayer, pero el cambio político no va a ser rápido a corto o medio plazo. Lo que queda claro es que los procesos de democratización pueden alcanzar finales semejantes, rápidos o lentos, a través de reformas progresivas o del cambio revolucionario. La repentina caída del régimen de Ben Ali ilustró la revolucionaria ruta hacia el cambio, aunque la situación política permanezca inestable y se necesiten aún muchos esfuerzos para institucionalizar las políticas democráticas a corto y medio plazo.

Desde una perspectiva diferente, la situación en Libia en el momento de redactar este artículo, ilustra alguna de las principales dificultades a las que se enfrenta un repentino intento de cambio de régimen en la región. No solo es un intento que probablemente termine por desembocar en un alto nivel de violencia cuando el régimen decide luchar con el ejército a su lado, sino que también la institucionalización de la vida democrática en las zonas “liberadas” es ciertamente complicada debido a las limitadas fuentes políticas y económicas de las que dispone. Incluso durante la tensa Primavera árabe, el lentísimo acercamiento a la democratización elegido por la monarquía marroquí ilustra que una reforma oportuna y paso a paso desde un sistema autoritario puede liberalizar la política a través de un camino diferente.

Desde luego, la transformación marroquí descansa sobre la asunción de que la monarquía es capaz de ofrecer reformas políticas en un momento adecuado para asegurarse que la movilización popular contra el régimen no gane fuerza. Además, llegará un momento en el que las reformas democráticas tendrán que enfrentarse directamente a la cuestión de las prerrogativas políticas del rey, una situación que incrementará la tensión entre todas las partes implicadas. Entre estos dos extremos –cambios repentinos de régimen o lentas reformas democráticas– encontramos a Argelia y Egipto, que combinan elementos de ambos. En el caso egipcio, algunas de las características del viejo régimen autoritario han desaparecido de golpe (incluyendo a Mubarak y sus socios).

Pero, con el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas como garante durante el periodo de transición democrática, no todas las prácticas autoritarias han desaparecido de la vida política. Más que un cambio radical del sistema político, las principales características de la revolución en Egipto son la reforma progresiva y la negociación política (dentro de unos límites). La situación en Argelia se mantiene más ambigua. El país fue uno de los primeros en seguir el ejemplo de Túnez con rachas de oposición violenta al régimen. Sin embargo, estas protestas no produjeron un levantamiento nacional, puesto que la respuesta del régimen fue suficiente para aplacar una ola de protestas alrededor de la cual la oposición hubiera sido incapaz de organizarse.

A diferencia de los países vecinos, el sistema político argelino no concentra todos los poderes en una sola familia o en una estructura clánica, pero está compuesto de una serie de coaliciones de intereses, desde los islamistas hasta los nacionalistas, que favorecen el statu quo. Así pues, son objetivos difícilmente identificables como receptores del odio popular, que es un factor primordial para la movilización de masas y la unidad de la oposición en los otros países.

Mirando hacia adelante

Qué se espera de las políticas norteafricanas a medio plazo? Claramente, un periodo de inestabilidad política puede ser manejado en la mayoría de países sin el uso sistemático de la violencia. Es más, solo el régimen libio ha elegido la opción militar, sobre todo por elección de la familia Gadafi. En cualquier otro país, o bien donde existan grandes cambios institucionales que hagan posible una democracia electoral funcional (Túnez y Egipto), o bien donde los regímenes otorguen mayores libertades a las fuerzas de la oposición (Marruecos y Argelia), el cambio político va a ser difícil, enconado y no particularmente efectivo durante, al menos, algún tiempo.

Esos son los inconvenientes habituales de los procesos de democratización, y los Estados del norte de África están, simplemente, transitando embarullados a través de este difícil periodo, como la mayoría de otros países lo hicieron antes. Las dificultades socioeconómicas que procuraron un suelo fértil para los disturbios populares no van a desaparecer de la noche a la mañana, y está por ver hasta qué punto las reformas políticas y un gobierno más responsable pueden producir realmente mejoras para el desarrollo socioeconómico. A nivel regional, esta continua presión asegurará que los problemas entre Norte y Sur, que han sustentado las tensiones en el pasado, continúen presentes a corto o medio plazo.

Solo en el campo de la promoción de los Derechos Humanos es en el que parece haber mayores perspectivas para la convergencia regional. Al mismo tiempo, puesto que las propuestas islámicas son cada vez más tenidas en cuenta en las políticas de democratización, no se debe esperar que las normas sociales y las prácticas europeas vayan, simplemente, a trasladarse hacia el Sur. Tanto a nivel regional como nacional, estos procesos de democratización no provocarán la toma del poder por parte de los movimientos islamistas, tal y como los regímenes autoritarios se han cansado de repetir para justificar su actuación.

La posibilidad de tener más voces islámicas en las políticas internas y externas que reflejen la visión de una parte significativa de la población no constituye en sí misma ningún nuevo reto de seguridad. Al mismo tiempo, sería ingenuo asumir que un mayor input democrático o islámico en los procesos políticos de esos países va a resolver por sí solo los problemas de seguridad asociados con el violento islamismo transnacional en la región.