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Co-edition with Estudios de Política Exterior
El Magreb entre el Mediterráneo y el Atlántico
Para abordar la modernidad del siglo XXI los países del Magreb tienen que poner en marcha un profundo proceso de reforma política.
Miguel Ángel Moratinos, diplomático y hasta hace poco Representante Especial de la Unión Europea en Oriente Próximo
El debate que sugiere el título de este artículo es novedoso y más que nunca necesario. Novedoso porque pocas veces, o muy raramente a nivel académico y pluridimensional, se ha debatido la proyección político-estratégica de una zona geográfica como es el Magreb en la que los intereses atlánticos, léase norteamericanos, o la comunidad mediterránea, léase Europa, se disputan esta zona de influencia. Desde que en 1908 el nacionalista tunecino Ali Ach Bamba hiciera un llamamiento a esta “conciencia magrebí”, mucho sol se ha acumulado en las magníficas arenas del desierto de los cinco países magrebíes.
Es cierto que el Magreb vivió siempre vinculado a la “vieja Europa”, atenazada por los lazos coloniales y la red de dependencia de las antiguas metrópolis. Estados Unidos, por el contrario, se precipitaba a reconocer la independencia de todos estos países y a enviar sus primeros embajadores, a ofrecer su nueva tecnología para acceder a los descubrimientos petrolíferos. Geográficamente, el Magreb –si exceptuamos la costa atlántica de Marruecos y Mauritania– es Mediterráneo.
Pero política y militarmente, tuvo algunas veleidades atlánticas. Todos recordamos las afirmaciones del rey Hassán II de eliminar la última letra, “la n”, de la Organización del Tratado del Atlántico Norte. Marruecos quizá necesitaba reforzar su pertenencia a Occidente no sólo bajo unas subcontratas de bases militares en su territorio sino de manera más formal. Marruecos, a pesar de su vinculación con la antigua metrópolis, y en particular con Francia, no desarrolló su mediterraneidad, ni siquiera la definió ni supo potenciarla. El “Maroc fertile” fue el legado francés y Casablanca el polo político-económico del nuevo Estado independiente.
Es cierto que sin que existiese una clara división de papeles, el norte de África se dejó como “domaine reservé” de Francia, con algunas participaciones limitadas de italianos y españoles. EE UU todavía no tenía definida su política de Oriente Próximo y le bastaba con el petróleo del Golfo, bien controlado por las “Siete Hermanas”. Sólo con la disputa del Sáhara Occidental vemos ondear banderas norteamericanas durante la Marcha Verde. Los fosfatos, la pesca y las eventuales riquezas petrolíferas hacen recapacitar a Washington acerca de su presencia en la zona. El enfrentamiento Este-Oeste perduraba, y la monarquía alauí resultaba para EE UU un bastión más firme y estable para la defensa de sus intereses.
Las veleidades tercermundistas y socializantes de Argelia y de los dirigentes polisarios sirvieron de excusa para esta ayuda norteamericana. Por otra parte, no hay que olvidar que en 1969 Muammar el Gaddafi ya había tomado el poder en Libia y que las compañías petrolíferas americanas tuvieron que “hacer las maletas” y repatriarse. En definitiva, exagerando al máximo, el “Atlántico”, es decir, EE UU, tenía unos intereses definidos: “el petróleo y la obtención de una plataforma político-militar”. Por su parte, la vieja Europa deseaba mantener su relación basada en garantizar el suministro de la producción agrícola del Sur y facilitar la llegada de mano de obra para el proceso de reconstrucción económica. Esos años son el período de la penetración soviética y de los ideales comunistas y no hay que extrañarse, por tanto, que la administración norteamericana iniciase un cambio de política y apoyase a los incipientes movimientos islámicos, en particular en Argelia.
Las elecciones de 1991 en Argelia y la victoria del Frente Islámico de Salvación (FIS) será un momento de inflexión. Entonces la posición del departamento de Estado de EE UU no era tan negativa hacia el FIS. Hubo mucho debate al respecto. Por una parte, se contraponía la necesidad de respetar el proceso electoral y, por otra, el deseo de evitar el ascenso definitivo de los islamistas. Se empezaba a reflexionar en torno al dicho “un hombre, un voto, una sola vez”. El golpe blando y la deposición del presidente Chadli Benyedid abrieron la puerta a este nuevo capítulo en la historia de Argel. Desde entonces, Argelia ha buscado un mayor entendimiento con Washington y Estados Unidos ha mostrado su clara oposición a los movimientos islámicos.
La situación actual y perspectivas
Tras la caída del muro de Berlín y el final de la bipolaridad, es indudable que ya no estamos en un contexto Este-Oeste. El Magreb empezaba a constatar que su futuro dependería de sus propias decisiones. Nadie debería escribir su historia. Para ello, además de entender el nuevo contexto político general que vivía la sociedad internacional, tendría que responder a las exigencias y aspiraciones internas de sus respectivos ciudadanos. En esta nueva situación, el Magreb tiene que replantearse su destino y responder ante el dilema de escoger entre un unilateralismo trasnochado o una integración regional modernizadora. Un unilateralismo mal entendido sólo llevará a cada uno de estos países hacia una situación insostenible e inviable de cara a alcanzar unos mínimos logros políticos, sociales y económicos insuficientes para movilizar a sus sociedades.
Frente a esta tentación unilateralista, que se podía ver compensada con un reforzamiento de relaciones bilaterales con los países del sur de Europa, en especial Francia, Italia y España, el Magreb debería acelerar todo su proceso de integración regional. O logra crear éste y superar sus viejas rivalidades, o difícilmente podrá atender a las exigencias y aspiraciones de sus pueblos. Mucho se ha escrito sobre la urgencia y la necesidad de consolidar la Unión del Magreb Árabe (UMA). El precio de su no construcción sería tan elevado que esta actitud sería suicida. No tiene sentido seguir contemplando el Magreb como una zona de influencia y batalla entre EE UU y Europa. Por desgracia, el Magreb, salvo la cuestión del Sahara Occidental, no ha sido objeto de diálogo estratégico a ambos lados del Atlántico.
Por lo tanto, es necesario encontrar puntos de convergencia y saber distribuir los papeles de actuación. En este sentido, si nos referimos al Mediterráneo occidental, es decir, al Magreb, convendría fijar las obligaciones y compromisos que cada parte debe asumir. Se trataría de elaborar una “hoja de ruta” en la que las responsabilidades de los países del Magreb, de Europa y de EE UU quedaran bien distribuidas. En primer lugar, debe quedar claro que la principal responsabilidad recae en los propios magrebíes, sus autoridades y su sociedad; son ellos mismos quienes deben llevar a cabo un ejercicio profundo de introspección histórica y extraer las conclusiones necesarias para abordar el acceso a la modernidad del siglo XXI. Para ello parece evidente la necesidad de poner en marcha un profundo proceso de reforma política. El Estado de Derecho, la participación política y la vertebración de la sociedad son esenciales a la hora de diseñar estos futuros pasos.
La Unión Europea (UE) debería en este sentido servir de impulso y catalizador. No se trata de condicionar automáticamente su ayuda de manera taxativa, pero sí de exigir la creación de condiciones político-jurídicas que permitan que esta ayuda financiera sea más eficaz. Hay que plantear un “pacto político” en el que se ofrezca a los socios del Magreb una relación privilegiada, más allá de los actuales Acuerdos de Asociación, pero sin llegar por ello al estatus de país miembro de la UE, es decir, “todo menos las instituciones”, como señala el presidente de la Comisión, Romano Prodi.
A partir de ese momento, y como consecuencia de la nueva iniciativa de la Comisión Una Europa más amplia habría que incorporar las nuevas propuestas horizontales de las que se benefician los 25 países de la UE para que el Magreb pudiese a su vez beneficiarse. La administración de EE UU debería iniciar con urgencia un diálogo estratégico con la UE y tratar de alcanzar una posición común para abordar las cuestiones esenciales que, por el momento, bloquean la consolidación de la UMA y constituyen los factores de desestabilización. Se debería fijar una posición clara en relación con el Sáhara Occidental y hacer de ella el instrumento para resolver el impasse argelino-marroquí.
La lucha contra el terrorismo, el acceso a las nuevas tecnologías y una política de libre cambio serían otros elementos básicos de esta involucración norteamericana. Hoy más que nunca sería un grave error utilizar el escenario magrebí para una disputa estratégica entre EE UU y Europa. Hoy es más necesario que ayer definir un claro reparto de papeles en esta zona. El Magreb sólo podrá superar sus contradicciones internas y externas si es “mediterránea”, es decir, si se inserta en este nuevo espacio euromediterráneo. Esto no requiere necesariamente una contribución activa y constructiva de EE UU para estabilizar esta región y permitir su desarrollo político y social.