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Co-edition with Estudios de Política Exterior
¿Puede España liderar la política europea en el Mediterráneo occidental?
España debería impulsar un salto en la política mediterránea de la UE, sobre todo en la magrebí.
Andreu Claret, director del IEMed y coeditor de la revista AFKAR/IDEAS
La idea es de Jordi Pujol, y viene a cuento recordarlo como homenaje a los más de 20 años de compromiso del presidente de la Generalitat de Catalunya con el diálogo entre Europa y el Mediterráneo. En más de una ocasión, Pujol ha propugnado que el Mediterráneo, y en particular el Magreb, ocupen para la política exterior española el lugar que el este de Europa, empezando por la antigua República Democrática, ocupó y ocupa todavía para Alemania. De acuerdo con esta sugerencia, que ha dejado perpleja a más de una audiencia, del mismo modo que Alemania dedicó y dedica ingentes esfuerzos políticos y recursos económicos a su Östpolitik, España debería hacer lo propio con su política meridional.
Y de la misma manera que los cancilleres Helmut Kohl primero, y ahora Gerhard Schröder, han impulsado con determinación la política de ampliación hacia el este de la Unión Europea (UE), España debería liderar la política mediterránea de la UE, sobre todo su política magrebí. ¿Se trata de una propuesta realista, o de un sueño romántico, propio de quienes, como los catalanes, quisiéramos que el Mediterráneo volviera a ser el centro del mundo y no sólo el escenario de algunos de sus principales problemas? ¿Puede España tener una política más activa, eficaz y ambiciosa hacia el Magreb? ¿Dispone de cartas suficientes, económicas, políticas y diplomáticas, para aspirar al liderazgo de la política meridional europea? ¿Depende todo de la voluntad, de una mayor voluntad política –que siempre reclamó Pujol– o existen unos límites que conviene tener en cuenta si no queremos hacer el ridículo?
Puede que dicho así, “tenemos que ser la Alemania del Sur”, provoque más escepticismo del debido, pero tiene la virtud de sacarnos de la rutina y de conducirnos a la pregunta verdadera: ¿hasta dónde puede y debe llegar la proyección española en un área que la geografía y la historia (más lo primero que lo segundo) le han asignado? Como decía Braudel, la geografía propone aunque no dispone. Y a España le propone un papel que no acaba de asumir, al menos desde Felipe II. No se trata, ni sólo ni principalmente, de una crítica a la falta de ambición de la política exterior española hacia este área, que ha pasado por períodos de iniciativa e intensidad y otros de lánguido “dolce farniente”. Se trata de constatar que la sociedad española no acaba de creerse que el Mediterráneo puede representar para nosotros –sobre todo para las comunidades ribereñas– algo parecido a lo que el Este supone para los alemanes.
Las empresas españolas prefirieron invertir en América Latina
Para ilustrar esta renuencia veamos lo que ocurrió, en los últimos años, con las inversiones. En la década de los noventa, mientras que las empresas españolas invirtieron 150.000 millones de dólares en América Latina, sólo destinaron 5.000 millones a los 12 países del sur y el este del Mediterráneo (incluidos el gigante demográfico que es Turquía y el baluarte tecnológico que supone Israel). Una proporción de uno a 30 que tiene 1.000 explicaciones, atribuibles, la mayoría, a las carencias del Sur –entre otras, la lentitud con la que el mundo árabe moderniza sus estructuras políticas, jurídicas y productivas– pero no todas: también pone de manifiesto los límites de nuestra presencia empresarial en el norte de África.
Cierta falta de vocación y de ambición. Como si no acabásemos de creérnoslo. Es probable que en un mundo como el actual, donde los movimientos de capitales son tan volátiles, poco se puede añadir respecto de las decisiones de los operadores económicos, salvo reclamar que el Sur se ponga a la hora de la globalización. Pero siempre se puede recordar que, aunque sólo fuera por razones de prudencia, después de que algunas grandes empresas españolas hayan salido escaldadas por haber puesto todos los huevos en Latinoamérica, los empresarios españoles harían bien en diversificar sus proyectos en el exterior y atender mejor a las posibilidades que les ofrece el Magreb.
A veces parece que nuestros empresarios no acaban de valorar las oportunidades relativas que ofrece el sur del Mediterráneo. Ni siquiera parecen conceder mucha importancia a la encomiable (en términos económicos) estabilidad política del mundo árabe. No estoy muy seguro de que sepan que la misma hora de mano de obra que le cuesta 15 euros a una empresa en Hospitalet (Barcelona), le sale por algo menos de cuatro en Tánger, que está a una noche en camión. Es probable que no se hayan percatado de que Argel está a la misma distancia de Barcelona que Madrid, y que el vuelo a Túnez desde Barcelona tarda lo mismo que el de la capital catalana a Sevilla. Es posible que lo sepan, pero piensen que estas ventajas no son nada en comparación con los riesgos que supone la inconsistencia de algunos sistemas jurídicos en el Sur, las trabas administrativas, o las incertidumbres que ventilan a diario los medios de comunicación. Quizá debieran hacer como los empresarios italianos, que leen menos los periódicos, atienden más a las ventajas comparativas y asumen que, sin apuestas a largo plazo y cierto riesgo razonable, la globalización es un obstáculo insuperable.
Es lo que han hecho cerca de 800 empresas españolas que han apostado por invertir en Marruecos, con resultados en general positivos y otras, menos, que han optado por Túnez o Argelia. Los límites de la presencia española en el norte de África vienen tanto o más de las percepciones que anidan en nuestra sociedad que de los aciertos o errores de la política pública. Podríamos preguntarnos también por qué la cooperación de las organizaciones no gubernamentales o las universidades con el Magreb dista de la que se destina a América Latina. Con todo, el campo que queda por recorrer es inmenso (precisamente porque el punto de partida está por debajo de nuestras posibilidades) y conviene preguntarse si existe por parte de la administración española una política suficientemente agresiva, de fomento de los intercambios con el Sur y de creación de un clima propicio a la multiplicación de la iniciativa privada, que esté a la altura del potencial que esta región supone para el sur de Europa.
Si nos atenemos a lo que ha sido la política exterior española del último cuarto de siglo, la respuesta es desigual. Ha habido de todo. Momentos de fervor mediterráneo que alcanzaron su cenit en la Conferencia Euromediterránea de Barcelona de 1995 y otros en los que al gobierno de turno, tanto del PSOE como del PP, incluso el de la extinta UCD, le ha dado tortícolis de tanto mirar hacia Europa sin prestar atención a la acumulación de problemas y oportunidades en el flanco sur. Las iniciativas diplomáticas no han faltado. Pero no han ido acompañadas de aquella pedagogía (que Pujol siempre ha practicado, cerca del empresariado catalán) y que es esencial para vencer los estereotipos que nublan la vista de muchos inversores. Volvamos a la pregunta: ¿podría España cruzar el estrecho de Gibraltar con el mismo fervor con el que Alemania lo ha hecho por encima de la línea Oder- Neisse? Las diferencias son abismales.
La “Östpolitik” ha sido siempre para Alemania una cuestión de identidad y de supervivencia. Una cuestión de Estado, que ha trascendido las fronteras partidistas y ha recorrido la política alemana desde Willy Brandt hasta Kohl. Una apuesta que mira tanto al pasado, en términos de rehabilitación histórica, como al futuro en términos de grandeza y liderazgo europeo. Su impacto económico, político y psicológico no se puede comparar con lo que suponen para España la opción mediterránea y unas relaciones con el mundo árabe que están lastradas por una historia reciente conflictiva, por litigios de soberanía y por la sensación de que los italianos siempre llegan primeros a los mercados y los franceses a los despachos ministeriales. La comparación es difícil, salvo cuando hablamos de liderazgo europeo. Ahí es donde las aperturas de ambos países hacia sus vecinos respectivos pueden interpretarse desde cierta simetría. Alemania sigue siendo determinante en la Europa de los 25 por su poder económico, pero también porque actúa como el motor de esta expansión hacia el Este.
No sólo hacia los países candidatos, sino también hacia aquellos que quedarán en la órbita de lo que empieza a denominarse la “Wider Europe”. Hasta Vladivostok y hasta el Bósforo o, quién sabe, si hasta los confines de Turquía. El futuro de España en la UE, su capacidad de pesar en unas instituciones mucho más concurridas, no dependerá sólo de los votos que consigamos arañar. Será proporcional a su peso específico en el Mediterráneo, que constituye el otro gran interface de esta “Wider Europe” que empieza a dibujarse con el mundo exterior. De lo que seamos capaces de hacer en el Mediterráneo dependerá en buena manera lo que podremos ser en la Europa de los 25. Hay quien pretende que España ha quedado inhabilitada para llevar a cabo cualquier liderazgo en un área como ésta, arabo-musulmana, como consecuencia de la postura adoptada por el gobierno de José María Aznar en la guerra de Irak.
Sin embargo, los hechos desmienten que las cosas se le hayan puesto imposibles al gobierno español en el espacio euromediterráneo. Nadie puede negar que la posición de extremo atlantismo de la administración española ha suscitado perplejidad en la mayoría de los gobiernos árabes y la incomprensión de amplios sectores sociales de los países del sur que han interpretado el acercamiento a Washington como un distanciamiento de la tradicional postura de amistad con el mundo árabe. Pero los hechos revelan que sigue existiendo espacio para la acción diplomática española, tras la postura adoptada en la crisis de Irak.
Puede argumentarse incluso que la consiguiente condición de aliado fiel de EE UU que ha asumido Madrid le permite desplegar nuevas iniciativas; jugar, dentro de ciertos márgenes, a la intermediación entre gobiernos del norte de África y la administración norteamericana. Triangular entre árabes, europeos y norteamericanos. A condición, claro está, de modular la posición inicial adoptada en torno a la guerra, y de ofrecerse como interlocutor sin romper las amarras con la política central europea, aquella que sigue pivotando sobre el eje franco-alemán.
De no ser así, de no seguir existiendo este espacio para la iniciativa, no se entendería que Aznar haya sido el primer jefe de gobierno europeo en viajar a Trípoli (Libia) tras la crisis de Lockerbie, que los reyes de España hayan visitado Damasco (Siria) sin que este país haya salido del ojo del huracán en el que pretenden colocarle los neoconservadores de la administración de George W. Bush y Ariel Sharon, o que Ana de Palacio haya sido de los pocos ministros de Asuntos Exteriores europeos en visitar al presidente de la Autoridad Nacional Palestina, Yasir Arafat en la Muqata, en este último año, por ejemplo.
Una posibilidad para España
Quienes consideran que las posibilidades de España han quedado definitivamente limitadas por la cercanía a Washington y el consiguiente enfrentamiento con Francia, pueden aducir que no siempre se percibe el rumbo de tanto viaje. Puede que no les falte razón en un aspecto: no se alcanza a ver la dirección en la que se mueven estas iniciativas, no está claro su objetivo. Sumar esfuerzos a la lucha contra el terrorismo internacional y el de Al Qaeda en particular, aparece como el eje de la actividad diplomática española y de las nuevas complicidades establecidas con gobiernos como los de Marruecos, Argelia, Túnez y Egipto, preocupados por el extremismo islamista.
El trauma suscitado por el 11 de septiembre de 2001y los atentados posteriores, la mayoría en países musulmanes, permite crear espacios comunes de seguridad, y ofrece a España una posibilidad de cooperación evidente. Sin embargo, ni el Magreb ni el Mediterráneo, ni las relaciones con el mundo árabe pueden abordarse exclusivamente desde el punto de vista del terrorismo, sus efectos y su persecución. El contexto en el que éste se produce, sus causas, por mucho que no legitimen ninguna acción criminal, subyacen a toda la política mediterránea de la UE. Tampoco tendría sentido ceñir las relaciones bilaterales con Argelia, Túnez y Marruecos, o las iniciativas multilaterales con el Magreb, a las necesarias políticas de contención de la inmigración ilegal. Siendo éste un tema prioritario de la agenda europea –y en particular de España o Italia, expuestos en primera línea– la respuesta a largo plazo debe buscarse en política de corresponsabilidad que implique a los países emisores del Magreb (que son también, y cada vez más, países de tránsito).
De hecho, el llamado Proceso de Barcelona no es más que esto: un intento de comprar seguridad a cambio de diálogo, desarrollo y democracia. Una apuesta por el futuro basada en que las amenazas en el Mediterráneo (en todas sus manifestaciones, también el terrorismo) deben ser combatidas con una compleja panoplia de medidas que van de la cooperación en materia de seguridad, a la promoción de las inversiones, el diálogo cultural y político y las políticas de gestión regional de los flujos migratorios. Éste es el terreno donde España dispone de margen para acrecentar su iniciativa.
La diplomacia española consiguió que el Proceso Euromediterráneo recibiera un nuevo impulso en la conferencia de Valencia del año pasado y ha apoyado las iniciativas desarrolladas por la presidencia italiana de la UE, durante el segundo semestre de 2003. Trabaja para hacer realidad una Fundación Euromediterránea para el diálogo cultural y en pro de la constitución de un banco que facilite las inversiones europeas en el Mediterráneo. Sin embargo, cabe preguntarse si la situación que vive el área, tras el shock del 11-S, la guerra de Irak y la novedad que supone la ampliación de la UE a 25 países (tres de ellos mediterráneos), no demanda iniciativas de mayor calado y que atiendan a las realidades regionales más específicas. ¿Cómo queda el Magreb? ¿Se le puede despachar con una referencia a las políticas del Proceso de Barcelona y a los acuerdos de asociación que los tres países han concluido con la UE?
España puede implicarse más es la respuesta a esta pregunta. Volviendo a la idea de si puede o no jugar en el Magreb el papel que Alemania ha jugado en el este europeo, la respuesta es: debe liderar un salto en la política europea hacia el norte de África. Una perspectiva complementaria de la que supone el Proceso de Barcelona por la que se le ofrezca al Magreb un estatus especial, una propuesta que esté, por así decirlo, a medio camino entre la asociación euromediterránea ya consumada, y la adhesión a la UE que los actuales tratados no contemplan para los países que no tienen al menos un pie en el espacio geográfico e histórico europeo. Nada impide que el gobierno español vaya, en este aspecto, un paso más adelante que los demás países europeos y que actúe como una avanzadilla de las posiciones continentales.
Ya se han dado pasos en esta dirección, en particular con la celebración de reuniones conocidas cómo las del “5+5” que interesan a todos los países del sur de la UE y a los del norte de África. Pero estas reuniones, al menos hasta ahora, han quedado demasiado constreñidas a políticas de contención de las migraciones ilegales y a la coordinación de las acciones contra el terrorismo. ¿No ha llegado el momento de ir más allá y de trabajar con una perspectiva más amplia, cuyo requisito y a la vez objetivo es, por supuesto, la unidad política del Magreb?