Al abordaje de la realidad

En el contexto actual, sería bueno recuperar la noción de civilización y el análisis basado en principios humanísticos fundamentales –amor, necesidad– de Ibn Jaldún.

Emilio Sola, profesor de Historia de la Universidad de Alcalá

Abderrahman Ibn Muhammad Ibn Jaldún al-Hadrami (1332-1406) nació en Túnez en una familia árabe allí instalada después de un largo recorrido. Los Jaldún habían llegado a España en el siglo IX. Se habían instalado primero en Carmona y luego en Sevilla, en donde ocuparon puestos políticos importantes. A mediados del siglo XIII, volvieron a emigrar al Magreb asentándose en Túnez con la nueva dinastía Hafsí, como otros muchos andalusíes. Era de familia de letrados y de padre poeta. Entre 1354 y 1363 en el tiempo de ascenso al poder de los Benimerines, vivió en Fez. Los dos años siguientes estuvo en España, llegando a ser embajador ante Pedro I el Cruel de Castilla. De vuelta al Magreb, entre 1374 y 1378 (entre los 42 y los 46 años de su vida) se retiró a Qalat Ibn-Salama, la Frenda argelina actual, cerca de Tiaret, donde se conserva la cueva en la que según la tradición, reflexionó y redactó su obra mayor, Al Muqaddima, que ofrecería al sultán tunecino antes de emprender la última etapa de su vida, ya cincuentón, en Egipto.

En 1387 viajó a La Meca y en 1401 fue embajador ante Tamerlán, cerca de Alepo. El 17 de marzo de 1406 moría en El Cairo y era enterrado en el cementerio sufí de la ciudad. Su amplio periplo vital, primero en un Al- Andalus y un Magreb en plenos cambios, y luego en Egipto y Siria, así como su sólida formación intelectual, lo convierten en un testigo excepcional de su tiempo. Ibn Jaldún aparece en su siglo –el de la crisis de la Edad Media que dicen los historiadores– a los ojos de hoy, como uno de los grandes precursores de la Modernidad, al menos desde lo que se entiende por Modernidad desde el punto de vista europeo, como un gran analista racionalizador. Un siglo largo antes de Maquiavelo.

Es una lástima que no hubiera podido darse en nuestra cultura un encuentro intelectual entre estos dos autores, a los que para mí une un delicado hilo rojo, pues me parecen admirablemente complementarios en la frialdad de su abordaje al concepto mismo de poder político, a su devenir histórico, desde una formación / formulación hasta una plenitud y un declive. Por ello mismo, un asunto tan de actualidad, como es la cuestión religiosa, tiene en ellos a verdaderos maestros en cuanto a su tratamiento, en cuanto a su racionalización de la cuestión desde el análisis de la realidad y su evolución temporal: más allá –o más acá– de lo que transciende al hecho religioso individual, la religión es una de las estructuras con las que puede contar el rector político, el príncipe o sultán, y nada más.

Pudiera pensarse que cuentan con que sirve para la estructuración política del Estado –de los Estados–o no debe contar para nada. Pienso que en ambos la visión es esencialmente laica –o civil, o científica, por seguir jugando con las palabras–, y en ese sentido ambos –Maquiavelo o Ibn Jaldún– aparecen como los dos grandes lúcidos traicionados por el poder civil mismo en ese clasicismo euromediterráneo del siglo XVI, y en ambos mundos ya definitivamente escindidos por la cuestión religiosa a lo largo de ese siglo, cuestión que pasa a impregnar todos los relatos de la realidad política tanto en el mundo cristiano reformista y contrarreformista como en el islamo- musulmán.

Para redactar este texto –que deseo lo más aligerado posible y global–he debido interrumpir momentáneamente mi inmersión en el mundo de Tomás Campanella y su intento de armonizar contrarios inarmonizables en aquel momento, ya en torno a 1600, que le hace llegar a formulaciones liminares que en su tiempo ni él mismo se podía permitir abiertamente, pero que han llegado a nosotros por boca de otros en un proceso inquisitorial extremo en Calabria y en Nápoles: Dios es el nombre que los hombres han dado a la Naturaleza, por ejemplo; lo mismo que ese utópico intento de hacer de Calabria una República con Leyes Nuevas, acordes con Razón y Naturaleza, y al margen de las leyes clásicas enfrentadas, la de Mahoma y la de Cristo, y para lo que no tenía ningún inconveniente en admitir la ayuda de un poder musulmán contra el poder de un príncipe cristiano, pues ambas estructuras, religión y poder político modernizado, eran horizontes o estratos diferenciados, autónomos, diferentes en su mente de analista lúcido comprometido con la realidad y la racionalidad.

La ‘asabiyya jalduniana –esa solidaridad agnaticia o transmitida por vía de varón– desborda o precede al mundo confesional, que diríamos hoy. Se instala en el análisis racional de una realidad social y política. El recurso a la religión, por ejemplo, para crear solidaridades políticas que desborden y superen la ‘asabiyya está en el mismo orden que el recurso a extranjeros por parte del gobernante para sus puestos supremos de control político, precisamente para defenderse o protegerse de sus más próximos parientes o coaligados. Providencialismos y fundamentalismos desaparecen o se reducen a meros formulismos retóricos, de estilo, ante la fuerza de la argumentación que hoy consideramos antropológica o sociológica, de analista político o de historiador sin más.

Moderno, para entendernos. En el devenir de la organización política de los hombres, priman los problemas técnicos, podría decirse, y por ello es posible una “ciencia política”, capaz de combinar todos los condicionamientos de la realidad –los religiosos entre ellos– tanto para gobernar como para narrar esos procesos mismos de organización. No conozco en profundidad el corpus literario jalduniano –ni el maquiavélico, ni el campaneliano–, sino solo por aproximaciones parciales e interesadas, sobre todo en relación con las fronteras y lo fronterizo, en el pensamiento y en los hombres, pero siempre me resultaron sus puntos de vista clarificadores y rupturistas con respecto al pensamiento y creación intelectual de su tiempo.

Y por ello intuyo que el Ibn Jaldún sufí, con lo que ello tenga de relativista y englobador, debe de ser de una intensidad expresiva que interesa a todos, a ambos lados de todas las fronteras culturales y de civilizaciones que se pudieran pensar. Y por ello me gustaría pensar también que esa línea o hilo rojo y sutil que pudiera unir a Ibn Jaldún, Maquiavelo, Campanella o Spinoza, por ejemplo, puede encontrarse o descubrirse de nuevo después del fiasco evolutivo de todas las “ilustraciones” dieciochescas que han llevado a donde han llevado, a este presente distorsionado de nuevo por los viejos fantasmas de los poderes religiosos y civiles generadores de sistemas cerrados en sí mismos para los otros y generadores de guerra y conflictos sin fin. Eternas barreras de la racionalidad humanística, por seguir jugando con las palabras.

Para terminar, quiero recordar algunas formulaciones de Ibn Jaldún en su reflexión sobre la historia universal. En ocasiones, con ese tono rotundo de la literatura sapiencial. “La vida del campo ha debido preceder a la de la ciudad, ella ha sido la cuna de la civilización. La ciudad le debe su origen y su población” (Muqaddima, II,III). “La sumisión a las autoridades daña el valor de los ciudadanos y hace desaparecer en ellos la idea de valerse por si mismos” (Muqaddima, II,VI). “La civilización de los campesinos… es inferior a la de los urbanos; todos los objetos de necesidad primaria se encuentran entre éstos y faltan muy a menudo entre aquellos” (Muqaddima, II,XXIX). “No es posible establecer una dominación ni fundar una dinastía sin el apoyo del pueblo y la solidaridad de la ‘asabiya” (Muqaddima, III,I).

Y, finalmente, este fragmento sobre la sacralización del poder, tan paralelo a la reflexión sobre el “príncipe nuevo”, en el corazón del maquiavelismo, la descripción de la historicidad de la realidad más mitificada : “Todo gran imperio recién inaugurado encuentra ante sí una tarea bien ardua: inducir a los hombres a la obediencia. Para conseguir este objetivo, debe proceder con gran energía a efecto de vencer la resistencia de los pueblos extranjeros, pues sin la aplicación de la fuerza no podría reducir la sumisión a gentes totalmente extrañas al nuevo régimen y sus costumbres.

Más tarde, ya afirmada la autoridad del imperio, y que el mando supremo ha quedado como una herencia de la misma familia durante varias generaciones y numerosas sucesiones, los súbditos ya no recuerdan de aquella iniciación. Habituados a ver la misma familia ejercer toda la autoridad, concluyen por creer, como un artículo de fe, el deber de obedecerla siempre y combatir por ella con tanto ardor como para defender las creencias religiosas. A partir de entonces, el soberano ya no ha menester de una fuerte parcialidad para sostenerlo; es más, la sumisión a su potestad ha devenido cual un deber impuesto por el Altísimo y del cual nadie piensa apartarse ni saber de otro alguno.

Enseguida aprovecha la primera ocasión para hacer añadir a los dogmas de fe la obligación de reconocer al soberano la cualidad de jefe espiritual y temporal.” (Muqaddima, III,II). En el marco del mundo actual, pienso que es urgente una nueva aproximación a Ibn Jaldún y a sus abordajes sapienciales a la realidad que él supo convertir en una reflexión sobre la historia universal.

Su misma noción de civilización material básica y global y su análisis basado en principios humanísticos fundamentales –Amor y Necesidad, necesidades y amores, por decirlo de alguna manera– para intentar construir una narración ordenada y racional del devenir de los hombres y su organización sociopolítica, por sí solos claman por una necesaria recuperación para nuestra cultura y civilización. Desde el inicio mismo de aprender a narrarnos con las palabras más objetivas y justas, desvinculadas de mitos y simplificaciones retóricas interesadas o inconscientes.