Yasmina Khadra: escritor antes que militar

Sobre su vocación, sus lecturas formativas, el surgimiento y fortalecimiento del islamismo radical habla Khadra, uno de los escritores árabes más leídos del mundo.

ENTREVISTA con Yasmina Khadra por Leyla Bartet

Imaginemos por un momento que un comandante del Ejército en tiempos de guerra decidiera escribir novelas bajo un pseudónimo femenino. Pues esto es exactamente lo que hizo el comandante Mohamed Moulessehoul, responsable de la región noroccidental de Argelia, una de las más afectadas por los largos años de conflicto entre el gobierno argelino y los diversos grupos terroristas. El comandante Moulessehoul escribe porque lleva la literatura en las venas, porque no puede vivir sin escribir y denunciar lo que ve. La única manera que encuentra de salvar el pellejo y dar a conocer su obra es utilizando un pseudónimo y elige un nombre de mujer: Yasmina Khadra (el nombre y el segundo apellido de su esposa).

Khadra –que escribe en francés– envía sus novelas a París, donde la crítica aplaude la valentía de una heroica narradora que se atreve a transgredir doblemente los comportamientos femeninos establecidos: realiza una feroz crítica política del régimen y, siendo mujer de tradición islámica, no guarda silencio. Harto de esta confusión y gracias al éxito obtenido, Khadra decide exilarse en Francia y dar a conocer su identidad. Desde entonces este escritor argelino, uno de los más traducidos del mundo, ha escrito una decena de novelas donde aborda desde una perspectiva político policial todos los temas que sacuden el mundo oriental. Khadra acusa también –en su notable Trilogía– la profunda incomprensión cultural que bloquea el diálogo entre Oriente y Occidente.

Hijo del Sáhara y de la literatura

LEYLA BARTET: Resulta insólito encontrar un militar de formación que un día decide ponerse a escribir novelas. Más extraño aún si se considera que usted empieza en plena guerra, ¿Cómo pudo pasar de la violencia cotidiana a la escritura?

YASMINA KHADRA: Fui novelista antes que militar. Comencé a escribir cuando era muy joven. Mis primeros cuentos se publicaron cuando tenía apenas 17 años y firmaba como Mohamed Moulessehoul. Y a inicios de los años ochenta ya había publicado seis libros con mi verdadero nombre. Así, no es la violencia ni los acontecimientos políticos los que me condujeron a convertirme en lo que soy. Nací para escribir. Soy hijo de una tribu beduina del Sáhara argelino, tribu que se caracteriza por su tradicional relación con la poesía. Mis antepasados eran poetas. Lo raro hubiera sido que no escribiera. Más bien, fui militar por un conjunto de coincidencias históricas: mi padre había sido militante del Frente de Liberación Nacional durante la lucha por la independencia (obtenida en 1962). Tras la toma del poder y el establecimiento del nuevo gobierno, decidió inscribirme en una escuela militar de elite que acababa de crearse. Yo tenía entonces 12 años. No pude elegir.

L.B.: Pero ¿si no hubiera conocido esa experiencia extrema –no todos los militares tienen una relación directa con la guerra y la muerte como le ocurrió en el oeste argelino– cree que su escritura habría sido la misma?

Y.K.: No lo sé. Ningún escritor sabe cómo hubiera sido su producción literaria si su historia personal hubiera sido distinta… Cada cual sigue el camino que le toca. Yo pertenezco a ese mundo, a esa realidad y ella me interpela. Trato los temas que me parecen importantes.

L.B.: ¿La vida que ha llevado explica su estilo: un realismo directo, una prosa breve, como acosada por la urgencia…?

Y.K.:No, no. El estilo es el ADN de un escritor. No habría podido escribir de otra manera aunque no hubiese sido militar. Es cierto que los temas de mis novelas no hubieran sido los mismos, pero la musicalidad del texto habría permanecido. En la actualidad, los argumentos responden a preocupaciones planetarias y constituyen la obsesión de la intelligentsia mundial. Porque he conocido ese fenómeno de cerca, porque he vivido el islamismo radical desde dentro y en el terreno, porque debí combatirlo durante largos años, creo que mi deber ciudadano hoy en día es dar a conocer mi experiencia a través de la literatura. Mi propósito es llevar a los lectores hacia una reflexión sobre los desafíos de nuestra época.

L.B.: ¿Qué escritores imprimieron su huella en su trabajo literario?

Y.K.: Crecí en un universo situado en las antípodas de la literatura. A los 12 años estaba interno en una escuela militar, con sus dogmas, reglamentos internos, en condiciones de trabajo duras, destinadas a desarrollar un estricto sentimiento de pertenencia. La literatura me permitía escapar de ese universo rígido y estático. En aquella época, dentro del ejército, no teníamos acceso a la prensa escrita, menos aún a la radio o a la televisión. La única apertura al mundo era la biblioteca, pero debíamos descubrir a los escritores nosotros mismos. Nuestras lecturas no pasaban por el filtro de la crítica o de las operaciones de marketing. Esto me permitió iniciar una investigación casi neurótica del conocimiento, una inteligencia del mundo.

En este sentido, todos los escritores que leí participaron de alguna manera en mi formación. Pero hay algunos con los que tengo una deuda especial: en primer lugar, los escritores argelinos que me enseñaron el orgullo de mis orígenes y a no dudar de la autenticidad inherente a mi nación: Redha Houhou, el gran poeta Al-Khalifa, Mohamed Dib, Kateb Yacine, Assia Djebar (actual miembro de la Academia Francesa). Por otra parte, tuvo gran importancia la literatura sin fronteras, aquella que corresponde a valores universales: Tolstoi, Naguib Mahfuz, Gogol, Albert Camus, André Gide, Steinbeck. Recientemente he leído con profundo placer a novelistas como Martin Amis, García Márquez u Octavio Paz.

L.B.: Sus obras han sido traducidas a muchas lenguas, incluyendo el español y el portugués. Estuvo en Brasil donde tuvo una excelente acogida por la prensa y la crítica. ¿Cómo explica ese éxito cuando usted escribe esencialmente sobre el mundo árabe o sobre los países islámicos?

Y.K.: Es curioso lo que ha ocurrido con la traducción al portugués. En Lisboa no tuve la acogida extraordinaria de Brasil. Sabía que los libros de mi Trilogía se vendían muy bien en este país (El Atentado, Las golondrinas de Kabul y Las sirenas de Bagdad cuyo tema es el malentendido entre Oriente y Occidente). Pero sinceramente cuando llegué a Rio de Janeiro, para la Bienal, me sorprendió el recibimiento del público y de la prensa. El diario O Globo me dedicó la portada del suplemento cultural. No pensé que en los países de América Latina hubiera tanto interés por el mundo musulmán, que supone un modo diferente de entender el mundo, pero al mismo tiempo los valores humanos son siempre los mismos. Creo que he abordado una problemática que interesa a muchos en el mundo actual.

L.B.:En dos de sus primeras novelas (Lo que sueñan los lobos y Los corderos del Señor) insinúa que el origen del islamismo radical en su país se encuentra en una situación de grave asimetría social. Pienso en el personaje del joven Nafa Walid, cuyos sueños de ser actor se ven destruidos por una sociedad injusta.Nafa termina sumergido en el engranaje del islamismo a pesar de no haber sido un musulmán practicante. Pero, al mismo tiempo, es usted crítico con la opción del personaje. ¿Cómo explica que muchos jóvenes argelinos hayan elegido ese camino y no cualquier otra militancia política?

Y.K.: No había otras opciones. No hay que olvidar que en el Islam no existe ruptura entre lo temporal y lo espiritual. Los horizontes estaban obstruidos. Toda iniciativa partidista se veía yugulada o asesinada antes de nacer. La exasperación era enorme. Los jóvenes de mi país estaban desesperados por el nepotismo, la corrupción, las desigualdades. Era y sigue siendo una situación sin salida para muchos. Prueba de ello es que aun hoy muchos están dispuestos a jugarse la vida atravesando el Mediterráneo en pateras para llegar a Europa, donde esperan una vida mejor. Mi país estaba en estado de descomposición y la descomposición sólo puede engendrar una violencia asesina. En Lo que sueñan los lobos, muestro el caso de ese joven argelino, guapo y simpático, que sueña con ser actor y conquistar el corazón de sus admiradores. Absorbido por el engranaje de la violencia llega a arrancárselos con su cuchillo. Es la consecuencia lógica de la aplicación de políticas equivocadas. No era una fatalidad, sino el resultado de una ausencia de opciones. Era una sociedad bloqueada: o el suicidio o la violencia.

L.B.: ¿Quiere decir entonces que las cosas han cambiado y que los jóvenes vuelven a tener esperanza en el futuro?

Y.K.:Mire, hay tanto por hacer, tantas urgencias y precariedades que la gente está harta de que haya siempre quienes se benefician antes que los demás. Es un reto inmenso. Se está tratando de salvar los muebles en un país corroído por apetitos exacerbados. Es normal que la situación no esté tranquila, que haya habido graves atentados en los últimos meses. El contexto no permite otra cosa.

L.B.: Sus personajes femeninos son importantes y se sitúan en los extremos: a veces son símbolo de perfidia y oportunismo (como Zubeida, de Lo que sueñan los lobos) y a veces de una pureza y una integridad perfectas (como Zunaira de Las golondrinas de Kabul y Zirham de El Atentado) ¿Qué piensa usted de la mujer en general y de la mujer en el Islam?

Y.K.: De la mujer en Islam no le puedo decir gran cosa. Lo que sí sé es que el Islam es una religión cuyo objetivo es la liberación de la persona humana, sea hombre, mujer, negro o blanco. En su origen era un camino de libertad y de emancipación. Pero, como suele ocurrir, los hombres disfrazan los mensajes. Esto ha ocurrido tanto en la religión musulmana como en la judía o la cristiana, todas ellas con sus formas de misoginia e intolerancia frente a la diferencia. Lo que deploro en los países musulmanes y especialmente en el mundo árabe es la descalificación que se hace de la mujer. Los gobiernos no parecen entender que, al minimizar el papel de la mujer en una sociedad, reducen la dinámica general de esa sociedad. Si hoy somos el hazmerreír del mundo y nos situamos en el último nivel del desarrollo humano es precisamente porque nuestros países no le dan a la mujer la importancia que merece.

L.B.: Cuando he tenido ocasión de dictar conferencias, me ha sorprendido el número de mujeres que asiste a la universidad de Argel u Orán y no constituían un público pasivo…

Y.K.: Sí, eso es válido a escala planetaria. La mujer es definitivamente superior al hombre. En nuestros países su estatuto de subordinada nos impide ver la extensión de su talento y su voluntad de salir adelante. Los principales lectores son mujeres. Los hombres son sólo idiotas megalómanos y machistas. Por eso lucho por ellas y siempre me he situado de su lado. Por ello he sido marginado y sospechoso. El hecho mismo de haber elegido un pseudónimo femenino ha sido una pequeña revolución y no sólo en mi país, sino en todo el mundo árabe. Tomé el nombre de mi esposa y su segundo apellido, por cierto ella me acompaña en todas mis giras. ¿Se imagina? ¿En el mundo musulmán un hombre que se hace pasar por mujer públicamente? ¿Y más aún un militar?

En Argelia, si usted trata a un hombre de mujer, éste puede matarlo. Yo quería sacudir algunos clichés y obligar a un cambio de mentalidad. Para mí esto es un combate. Soy en la actualidad una personalidad literaria e intelectual reconocida y el escritor árabe más leído del mundo, lo que me otorga el privilegio y el orgullo de continuar firmando mis libros bajo el nombre de Yasmina Khadra. ¿Por qué elegí un pseudónimo? Pues porque a inicios de los años noventa estaba en plena lucha contra el integrismo, seguro de que allí dejaba mis huesos ya que estaba en primera líneas en esa guerra. Quería dejar un testimonio de lo que vivía sin que me expulsaran del ejército, pero sobre todo quería rendir homenaje a la mujer que siempre me ha acompañado (señala la foto de su esposa, Yasmina) y a la mujer argelina en general que veía luchar día a día, en el terreno, no en nombre de la feminidad sino en el de Argelia.

L.B.: Tras haber descrito la situación argelina, pasa a otro registro cuando aborda, en la Trilogía, otras realidades orientales. Las golondrinas de Kabul se desarrolla en Afganistán, El Atentado muestra el universo contradictorio que viven los árabes de Israel y Las sirenas de Bagdad contempla la guerra de Irak. ¿Cómo se decidió a describir realidades que no son las suyas?

Y.K.: Pasé por Afganistán y lo que vi me hizo pensar en lo que podría haber ocurrido en Argelia si el FIS hubiera ganado las elecciones. Pero al escribir Las golondrinas de Kabul deseaba tocar un tema filosófico y el hecho de haber o no vivido en Afganistán no habría cambiado gran cosa. Conozco el problema. Sé lo que son los talibanes, porque también los tenemos en Argelia. De hecho, esos que luchaban en mi país venían de Peshawar y combatían precisamente en la región que yo tenía a mi mando, en el oeste argelino. En cuanto al paisaje descrito, a las ruinas miserables que son hoy las ciudades afganas, me basta ir al sur de mi país para encontrar lo mismo. Quería describir las mentalidades, esa dictadura basada en la nada, en la despersonalización de la gente, en el ejercicio de la violencia y la represión en nombre de supuestas leyes divinas incuestionables.

Quería denunciar esa deriva. En la siguiente novela de la Trilogía, El Atentado hablo de Israel y se trata de una aproximación paralela. Palestina siempre ha sido importante para mí y hacía mucho que deseaba escribir sobre el tema. Pero quise hacerlo de un modo distinto: proponiendo una mirada que abordara los problemas de la construcción ciudadana de ambos pueblos. Y para encarnar el conflicto elegí como protagonistas a una pareja de árabes de Israel. Me pareció una idea original. Con Las Sirenas de Bagdad ocurrió algo distinto. Yo estuve allí en 2002. Los iraquíes querían ser los primeros en traducirme al árabe y encontré enormes semejanzas con Argelia. Lo que me proponía demostrar con la Trilogía es que los puentes que unen Oriente y Occidente siempre han existido y si no se veían era por el estrabismo de ambos lados que nos impide una mirada lúcida sobre lo que somos y lo que son los otros.

L.B.: ¿Y no cree que, en este asunto, los medios de comunicación tienen gran parte de la responsabilidad?

Y.K.: Claro, precisamente uno de mis objetivos era demostrar este desconocimiento recíproco alimentado por la desinformación mediática. Hay una maniobra perversa que consiste en inducir a la opinión pública al error, agravando así las fracturas que nos separan. Y todo esto sirve de soporte a un discurso político absolutamente deshonesto y hegemónico, responsable de buena parte de los malentendidos que imposibilitan el diálogo.

L.B.: Usted es de cultura musulmana. ¿Cuál es su concepción del Islam y de sus relaciones con la política? En la actualidad en los países musulmanes, ¿se puede pensar en una oposición eficaz que eluda el filtro religioso?

Y.K.: ¡Eso será posible cuando soñar esté al alcance de todos! Mientras pensar en una vida digna sea imposible y persistan las graves dificultades sociales, la religión seguirá siendo el sedante de los desesperados. Si alguna vez decidimos disociar lo religioso de lo político, habría que empezar por suprimir las frustraciones de los ciudadanos. Darles la libertad material y física de alcanzar sus aspiraciones para que no se construyan paraísos en el más allá. La única salida para un creyente que ha tocado fondo es aferrarse a la fe para darse una razón de seguir viviendo (o para dejar de vivir, como hacen los kamikazes y el personaje femenino de El Atentado).

L.B.: Usted es ahora director del Centro Cultural Argelino en París y sus relaciones con el gobierno de su país no siempre fueron fáciles ¿Han mejorado últimamente?

Y.K.: No, no. Yo no trabajo para el gobierno argelino. Sigo siendo un contestatario, pero soy también y sobre todo argelino. El presidente Buteflika me ha encargado una misión esencialmente cultural. Trato de aportarle a este centro mi notoriedad, mi nombre y mi credibilidad. Debo aplaudir la decisión del presidente pues le da su confianza a un escritor –que todos conocen por su virulencia y su criticismo– en una Argelia convaleciente, que trata de levantarse pero que carece aún de un apoyo sólido. Muchos responsables no han tomado conciencia todavía de sus responsabilidades y continúan privilegiando la corrupción, el nepotismo y el tráfico de influencias. Si, a mi nivel, puedo aportar algo, un poco de aire fresco, tanto mejor. Este puesto no es para mí una promoción: todo lo contrario. A estas alturas de mi vida de escritor no lo necesito.