Victorias islamistas y Occidente

Los gobiernos islamistas pueden optar por tensar las relaciones con la UE o por el pragmatismo para endulzar la desconfianza con que son percibidos.

Luis de Vega

La orilla norte del Mediterráneo mira preocupada y con desconfianza la senda emprendida por los países en los que ha florecido la conocida como Primavera Árabe. Tras los primeros titubeos al ver que se tambaleaban los líderes a los que se consideraba amigos o aliados independientemente de la dureza de su régimen, las revueltas fueron bienvenidas porque tenían como objetivo dar un golpe de timón en sistemas dictatoriales o autoritarios, que poco o nada tenían que ver con las democracias que se propugnan desde Europa. Pero con el paso de los meses, se comprueba que en algunos países, como Libia, la cicatrización de las heridas tras las cuatro décadas bajo Muamar Gadafi va a ser imposible a corto plazo, a pesar del impulso que la misión internacional supuso para cerrar tan amarga etapa de su historia.

En otros, la celebración de elecciones ha llevado al poder a formaciones denostadas en Europa, pero que durante décadas han sido los opositores mejor organizados en esos países, aunque fuera desde la clandestinidad: los islamistas. Así ha ocurrido en tres países en los que la Primavera Árabe ha tomado diferentes derroteros, pero donde los resultados electorales han sido claros al anunciar la decisión del pueblo de otorgar el poder a los conocidos como “barbudos”. Por un lado, en Túnez y Egipto, las revueltas pusieron fin a los interminables mandatos de Zine el Abidine Ben Ali y Hosni Mubarak. En ambos casos los islamistas controlan en la actualidad casi la mitad del Parlamento.

El partido Ennahda ganó en octubre los comicios tunecinos tras el regreso del exilio de su líder, Rachid Ghanuchi, pero el país cuenta con cerca de un 25% de mujeres sentadas en los escaños. Los Hermanos Musulmanes protagonizaron a principios de 2012 la crónica de una victoria anunciada en Egipto, donde la sorpresa vino de la mano de los salafistas, representados por el partido Al Nur, que quedó segundo y que entiende que los moderados se apartan de la vía del islam verdadero para mantenerse en el poder sin disgustar a Occidente. Por otro lado, está el escenario marroquí, que es diferente. Allí el rey Mohamed VI no ha estado tan contestado ni la violencia ha alcanzado el grado de Túnez y Egipto. En todo caso, nada pudo impedir que el Partido Justicia y Desarrollo (PJD), que representa el islamismo moderado que reconoce la autoridad del soberano como Comendador de los Creyentes, ganara en noviembre de 2011 por vez primera las elecciones y, además, de forma holgada con casi el doble de escaños que la segunda fuerza.

Esto llevó al soberano a aupar, también por vez primera, a un líder islamista, Abdelilá Benkirán, al puesto de primer ministro. Eso sí, el secretario general del PJD lidera el ejecutivo con la menor presencia femenina de los últimos años, lo que no deja de llamar la atención en uno de los países del mundo árabe y musulmán más abiertos a la participación de la mujer en política. De manera más o menos explícita, tanto dentro como fuera de estos países, se ha expresado el descontento por el ascenso al poder de las fuerzas islamistas, que siguen el modelo histórico de los poderosos Hermanos Musulmanes de Egipto y del cada vez más influyente Partido Justicia y Desarrollo que gobierna en Turquía.

Muchos de los jóvenes que protagonizaron las manifestaciones en el Bulevar Burguiba de Túnez o en la Plaza Tahrir de El Cairo, sienten, de alguna manera, que las urnas les han arrebatado la revolución, y que lo que se avecina no es el panorama de aperturismo y de más libertad que habían soñado. Algo similar le ocurre a parte de la juventud marroquí que protagonizó las protestas, que ha visto cómo, tras la victoria islamista, muchos de los descontentos de esta tendencia que reclamaban un país más libre y democrático y menos corrupto se quedan ahora en casa satisfechos con el liderazgo del PJD.

Efectivamente, los integrantes del movimiento islamista Justicia y Caridad, tolerado pero sin soporte legal, se desvincularon del contestatario Movimiento 20 de Febrero tras los comicios. Desde fuera, la presencia de los “barbudos” en el poder choca con el ideal de gobierno que muchos europeos se imaginaban para esos países árabes. La alargada sombra de la sharia (ley islámica) es una preocupación por el posible recorte de derechos que su implantación podría conllevar.

Recelos del Norte

Sin menoscabar el respeto a los derechos y libertades ciudadanos que todo país democrático debe exigir, habrá también que calibrar el trabajo de los nuevos gobiernos de estos tres países más allá del número de bikinis que permitan en sus playas, o de la tasa interna de consumo de alcohol, asuntos recurrentes cuando se pretende medir desde fuera el grado de progresismo de los nuevos gobernantes. Habrá que juzgarlos por su capacidad para desarrollar políticas de cooperación con sus vecinos más inmediatos, especialmente los del Mediterráneo.

Son esas sinergias que han de desarrollarse a ambas orillas del Mare Nostrum a las que se refirió el que hasta finales de 2011 ocupaba la jefatura de la Unión por el Mediterráneo (UpM), el marroquí Yusef Amrani, llamado ahora por Mohamed VI a integrar el nuevo gobierno. Pero no es fácil pasar de las palabras a los hechos con el actual soporte institucional, heredado del Proceso de Barcelona y representado por la UpM y Bernardino León como enviado de la Unión Europea (UE) para la orilla sur del Mediterráneo. En clave interna, tampoco la Unión del Magreb Árabe (UMA) parece que vaya a despertar de repente de su letargo, a pesar de los intentos de reactivación de sus cinco socios.

La realidad es que detrás de estas siglas siguen pesando mucho los intereses particulares de cada Estado. La desconfianza que expresan en el Norte con respecto a los islamistas encuentra también su reflejo entre los ciudadanos del Sur, que con frecuencia siguen viendo en los del norte a depredadores con ínfulas colonialistas más que a vecinos. Esta será otra asignatura pendiente. Entienden, además, que tras décadas de regímenes como los de Ben Ali y Mubarak, deberían darles algo de tiempo antes de juzgar desde fuera y a bote pronto los difíciles pasos que están afrontando.

Desde la ribera norte, además de acompañarlos y aconsejarles en el proceso de cambios que viven, en un clima de crisis económica como el actual será necesario aprovechar las oportunidades que se abren en estos países, para los que el sector turístico es un pilar fundamental. Pero para que ese pilar se mantenga firme es imprescindible afianzar un clima de seguridad. En ningún caso los actuales líderes de Ennahda, los Hermanos Musulmanes o el PJD han dudado en condenar las prácticas de grupos terroristas de corte yihadista, pero las cancillerías occidentales saben que tejer unos buenos acuerdos de intercambio de información y cooperar a nivel policial y judicial en un mundo cada vez más permeable es esencial. El atentado del año pasado en una concurrida cafetería de Marraquech sirve de ejemplo para recordar que los enemigos de la estabilidad, la libertad y el progreso, siguen al acecho.

Desafíos del Sur

Será interesante comprobar a lo largo del presente año cómo gestionan las nuevas mayorías en el poder en estos tres países sus relaciones con Occidente, si optan por tensar la cuerda aferrándose a la indisoluble amalgama de religión y política que preconiza el islam o por el pragmatismo para endulzar la desconfianza con que a menudo son percibidos. La incógnita es mayor en el caso de Túnez y Egipto, donde los nuevos líderes y las nuevas instituciones siguen acomodándose a la actual coyuntura. En Túnez lleva las riendas el presidente Moncef Marzuki, un izquierdista antiguo opositor al régimen de Ben Ali regresado del exilio y cuyo partido quedó segundo en las elecciones tras Ennahda.

En Egipto, donde podría llegarse a un acuerdo presidencial similar al tunecino, la situación interna dependerá mucho de las decisiones que tome la cúpula militar, representante todavía del extinto régimen, y de las presiones que ejerzan los salafistas. En Marruecos el hecho de que el titular del gobierno y muchos de sus ministros sean del PJD no impedirá que Mohamed VI y sus hombres de confianza sigan marcando las pautas de la política a seguir, como así ha sido a lo largo de su reinado sin importar el color del ejecutivo de turno. Las manifestaciones en Marruecos, nunca tan numerosas como en otros países, tienen un claro matiz diferenciador de las organizadas por los tunecinos y los egipcios. Si bien los jóvenes –y algunos no tan jóvenes– que desde el 20 de febrero de 2011 salen a la calle en el reino alauí, reclaman democracia, libertad y dignidad, en ningún caso su objetivo ha sido derribar los muros de palacio y acabar con la institución monárquica.

Lo que sí exigen los opositores en Marruecos es poner coto a la tradicional forma de gobernar del soberano, rodeado de una camarilla tachada con frecuencia de acaparadora que cuida del propio monarca y de sí misma. Es el conocido como Majzen. En ese entorno palaciego, en el que los cambios democráticos son más de palabra que de hechos, se gestó la nueva Constitución, elaborada a la sombra de las protestas en Marruecos y de las revueltas en otros países árabes. El texto fue aprobado de manera abrumadora en un referéndum celebrado el 1 de julio y, al menos sobre el papel, otorga ciertas competencias al ejecutivo y al Parlamento, abre nuevas referencias a los derechos humanos y desacraliza la figura del rey. Parte del sector opositor de la población se queja de la escasa capacidad de crítica de los vecinos europeos con Marruecos.

No entienden que la reforma constitucional, que consideran un rápido arreglo de fachada que sigue dejando todo el poder en manos del Monarca, haya sido recibida con tantos aplausos. Y no entienden que los gobiernos de París o Madrid no eleven el nivel de exigencia y defiendan un reino alauí en el que la separación de los poderes siga siendo una utopía. Claro que detrás de los apoyos a las reformas emprendidas por Mohamed VI se halla el miedo a perder un aliado en una región donde las relaciones bilaterales no son fáciles y donde, esto no hay que olvidarlo, muchas empresas europeas encuentran acomodo en tiempos de crisis. Además, una revolución violenta en Rabat, digamos a la manera libia, sería considerada un peligro a las puertas de Europa, especialmente de España. Conscientes de que bombardear directamente, como hicieron tunecinos o egipcios, la línea de flotación del régimen no iba a ser fácil, los integrantes del Movimiento 20 de Febrero decidieron desde el principio ser pragmáticos.

Había que llamar la atención de Mohamed VI sin que este se viera amenazado, darle un toque de atención sin conducir al país a un escenario de violencia como estaba ocurriendo en otros países de la región. Por eso aunaron fuerzas, lo que muchos consideraban que era agua y aceite. En el Movimiento 20-F había integrantes del principal grupo islamista, Justicia y Caridad; pequeños partidos de izquierda sin poder de decisión en el Parlamento y universitarios a menudo de corte laico y casi siempre desvinculados de las fuerzas políticas tradicionales, tan de capa caída en un sistema de partidos que nadie, aparentemente, es capaz de dotar de sentido crítico y personalidad propia.

Con poco más de dos meses de protestas en las calles por parte del 20-F, un atentado terrorista sesgó de cuajo la vida de 17 personas, casi todas extranjeras, en un café del que probablemente es el lugar más visitado del país, la plaza Yemaa El Fna de Marraquech. La capital turística se frotaba en esos momentos las manos como posible destino elegido por potenciales turistas europeos a los que la crisis impide ir a lugares más alejados. Al mismo tiempo, miraba de reojo la posible absorción de viajeros que desistieran de Túnez o Egipto como opción vacacional. La teoría de la conspiración navegó pronto entre los mentideros orales y cibernéticos, apoyada, en el supuesto deseo de los halcones del reino de no hacer concesiones a los que propugnaban con sus manifestaciones una autoridad menos laxa.

La realidad es que el bombazo fue tan brutal que la mayoría entendió que el origen no podía ser otro que el de una de las frecuentes células terroristas que empuñan el manual del yihad para hacer frente a un Estado al que consideran impío por sus lazos con Occidente y sus costumbres. Ha llegado, pues, el momento de que Europa demuestre a países como Túnez, Egipto y Marruecos qué espera realmente de ellos. En este sentido, será necesario mirarles a la cara, tratar de recuperar su confianza y corregir errores del pasado, sobre todo aquellos matrimonios de conveniencia con regímenes que el pueblo no deseaba y que, en parte, se mantenían en pie gracias a las alianzas internacionales. Solo así, con verdadera ayuda y cooperación, la senda democrática emprendida por algunos Estados de la orilla sur del Mediterráneo será menos larga, empinada y pedregosa.