Líbano, la primavera que no llega

El año 2011 ha demostrado la incapacidad del país para articular un movimiento social transversal, que aglutine un descontento pluriconfesional.

Juan Ruiz

Si en algún punto de la geografía mundial el año 2011 realizó méritos suficientes para incorporarse de pleno derecho a anales y libros de historia, ese –la mayoría convendrá– corresponde al mundo árabe. El balance, no en vano, dista mucho de ser parco. Sus 12 meses condujeron al derrumbamiento de cuatro líderes históricos, figuras ya mimetizadas con el paisaje geoestratégico que acumulaban en total más de un siglo de perpetuación despótica en el poder. 365 días que inflamaron toda una serie de movimientos populares de protesta que ya pocos esperaban; oleadas de descontento civil que se llevaron por delante regímenes, otras que temporalmente resultaron aplastadas y otras que todavía negocian su fortuna.

Un año que desde Túnez a Bahréin, de Siria a Egipto, de Libia a Yemen ha sabido a sangre y cantos de libertad, a balas, a dolor, a esperanza. Ese mismo 2011, no obstante, pululó a través de los calendarios de la República Libanesa con exquisita discreción. Digno sucesor de los apacibles 2009 y 2010, precariamente mecido por el equilibrio institucional fraguado en los Acuerdos de Doha de 2008, sus titulares más notorios volvieron a gravitar en torno a los bizantinos leitmotiv más apreciados por la clase política nacional. Sus encuentros y desencuentros, sus infinitas concertaciones para componer un gobierno, sus exaltaciones retóricas sobre la integridad territorial, el arsenal de Hezbolá, el tribunal internacional sobre el asesinato de Rafik Hariri…

Un bagaje, en definitiva, previsible y prosaico para un año caracterizado por el desgarro, la sorpresa y los vientos de cambio. Habría que evitar, en cualquier caso, refugiarse en la manida carta de la excepción libanesa, comodín desgastado al que se recurre con complacencia cuando urge aportar un elemento explicativo. Líbano, es cierto, salió indemne de 2011 sin ni siquiera haber conocido movimientos de reforma institucional similares a los emprendidos en Marruecos o Jordania. Pero esa inmovilidad también impregnó el año de la mayor parte de sociedades del Golfo o de Argelia. Sociedades todas ellas de coordenadas particulares y trayectorias distintas, cierto, aunque no necesariamente más específicas que las que caracterizaban el Egipto de Hosni Mubarak o el Yemen reunificado.

En otras palabras, si Líbano presenta una idiosincrasia social e institucional extremadamente particular en el panorama árabe, ello no constituye en sí mismo un argumento para disociarlo del movimiento de 2011. Líbano es diferente, no hay duda, lo cual no implica que muchos de los males denunciados por los movimientos reivindicativos de la llamada Primavera árabe no hagan mella aquí en proporciones similares a los de los Estados de su entorno. No son ejemplos los que han de faltar. La presidencia es un buen punto de partida. Comparada con las cúpulas estatales de un mundo árabe donde abundan las repúblicas familiares y las monarquías tribales, la jefatura de Estado libanesa se asigna por elección de los diputados y por un mandato en principio no renovable de cinco años.

Ahora bien, no cualquiera puede optar a tan distinguida posición: como tantas otras funciones, lleva una impronta confesional. El presidente de la República, como el comandante general del Ejército o el gobernador del Banco Central, debe pertenecer a la comunidad maronita, de la misma forma que el primer ministro ha de ser suní y el presidente del Parlamento, chií. Líbano, olvidábamos reiterarlo, traduce la pluralidad religiosa de sus cuatro millones de habitantes en 18 comunidades confesionales legalmente reconocidas, con competencias plenas en derecho personal y a través de las cuales se decanta la participación política del ciudadano. Las elecciones parlamentarias constituyen el mejor paradigma.

Sí, es cierto, Líbano organiza convocatorias electorales de forma periódica desde 1943. Sí, es verdad, se echa en falta aquí una formación única que aglutine a la mayor parte de candidatos elegidos, un partido gubernamental cuyas mayorías ronden el 90% de los votos. Es más, la historia electoral libanesa arroja un puñado de ejemplos de personalidades que de forma más o menos inesperada pierden su escaño, como ocurrió con el expresidente Amin Gemayel en 2007. Totalmente cierto. Ahora bien, concluir que Líbano posee elecciones representativas y transparentes resulta cuanto menos aventurado. Lo es en primer lugar porque subliman la lógica confesional del Estado consociativo, con lo que cada uno de los 128 escaños posee una coloración comunitaria previamente asignada en virtud a una necesaria armonía de 64 diputados cristianos y otros tanto musulmanes.

Así, los electores de una circunscripción determinada deben cumplimentar una papeleta formada por un puzle confesional determinado. Los de Trípoli, por ejemplo, eligen a cinco suníes, un grecortodoxo, un maronita y un alauí mientras que los de Zahle proveen un plantel compuesto por un armenio ortodoxo, dos grecocatólicos, un chií, un armenio católico, un suní y un maronita. Ahora bien, una arquitectura institucional de semejante barroquismo no conduce a la creación de partidos de vocación estatal o regional que agrupen a candidatos de diferentes confesiones, sino más bien a la formación de alianzas de distintas fuerzas comunitarias, cada una de las cuales obtiene así su cuota de poder.

Un sistema, en definitiva, que si bien garantiza por necesidad la representación de la diversidad y la protección de las identidades minoritarias, ha funcionado históricamente como catálogo excepcional de las formas más diversas de clientelismo y caciquismo. Así, el confesionalismo político ha proporcionado las condiciones para el desarrollo, eclosión y fosilización de un determinado número de formaciones que se atribuyen la representación de una comunidad y que antes, durante y después de la guerra civil han marcado el compás del debate público libanés. De esta forma, el aparato jurídico que impone al individuo el paso por un tribunal religioso para dirimir cuestiones de matrimonio o herencia encuentra eco en un modelo de participación política mediatizado por la pertenencia a una comunidad de creyentes determinada, por nominal que esta sea.

Un sistema, pues, que empapa las percepciones de sí mismo y de alteridad de buena parte de la población y que ha mostrado una excepcional habilidad para sembrar cizaña y emponzoñar la vida política, al reducir el devenir nacional a un continuo diálogo de comunidades que ensayan coreografías estratégicas sobre el mismo escenario de siempre. Un sistema, en definitiva, que ha conseguido al mismo tiempo ser sinónimo de inmovilismo e inestabilidad. Por todo ello, resultaba lógico que la ola de revoluciones a través de la región encontrara eco en Líbano en la protesta contra el confesionalismo.

El principal grupo ad hoc de la red social Facebook retomaba el eslogan coreado en las manifestaciones de los meses anteriores –“El pueblo quiere la caída del régimen”– para añadir la especificación “confesionalista” al final. El sistema por representación comunitaria, se señalaba, era responsable de las desigualdades que sufría el país, la falta de justicia social, la corrupción generalizada y la inmunidad de los principales responsables, en buena parte los mismos que devastaron el país entre 1975 y 1990 como líderes milicianos. Se añadía a ello toda una serie de causas tradicionales del movimiento laico libanés: aprobación del matrimonio civil, transmisión de la nacionalidad a través de la mujer, una ley de estatuto personal regida por tribunales del Estado…

A partir de esta transposición, se generalizaron los emblemas comparando el caso libanés con el tunecino o el egipcio para señalar que en Líbano no había un dictador, sino una docena –en referencia a los líderes comunitarios– o incluso 128, para referirse a los diputados. Ahora bien, tradicionalmente la movilización contra el confesionalismo cuenta con una base social bastante estrecha, alimentada sobre todo por los ajados restos de la izquierda local y por retazos de la diáspora libanesa, regresados a la patria con un buen bagaje de aculturación internacional.

De esta manera, las convocatorias realizadas a lo largo de la primavera de 2011 para tumbar el régimen libanés, difícilmente congregaron a varias decenas de miles de personas. No en vano, la percepción general del confesionalismo entre la población oscila entre su condición de herramienta básica para defender las particularidades comunitarias de la supuesta amenaza de una identidad opuesta o como mal menor, cuya erradicación resultaría en última instancia deseable, pero no inmediatamente posible ni tampoco particularmente urgente.

Las revueltas en Siria, eje de perpetuación para el juego político libanés

Dicho esto, el tímido surgimiento de este movimiento contestatario había de verse afectado directamente según avanzaba 2011 por el úni – co elemento del año de las revoluciones que verdaderamente marcó Líbano, a saber, la escalada de violencia que fue apoderándose de la vecina Siria. Si la profunda interconexión que el devenir político y socioeconómico de ambos países ha conocido antes, durante y después del capítulo de la presencia militar siria (1976-2005) resulta de todos conocida, lo verdaderamente llamativo es la forma en que el levantamiento sirio, lejos de alimentar las aspiraciones de un movimiento análogo, vino a transformarse en nuevo eje de perpetuación para el juego político libanés, esto es, no en vector de cambio, sino en nuevo catalizador de todas las inercias e idiosincrasias locales, sobre todo en dos sentidos.

Primero, en cómo el posicionamiento de fuerzas y partidos con respecto al movimiento contra Bashar al Assad vino a replicar las líneas de oposición principales que estructuran la política libanesa desde el asesinato de Rafik Hariri en 2005: por un lado, un bloque soberanista que dio entonces el tono en las manifestaciones a favor de la retirada del ejército vecino y, por otro, una coalición de fuerzas encabezadas por Hezbolá, que hacían propia la alianza con el régimen baasista en defensa de la resistencia frente a Israel. Dos grupos políticos, por si era menester apuntarlo, idénticamente compuestos por la yuxtaposición de partidos confesionales y trufados de personalidades de clan y pasado miliciano.

Así las cosas, el primero de ambos –el del 14 de marzo– utilizaría tras su salida de gobierno a principios de año los casos de secuestros de activistas sirios en tierras libanesas como arma arrojadiza contra un gobierno al que acusaría de agente de Assad. Por su parte, el mismo Hassan Nasralá que en marzo había saludado enfáticamente las revueltas árabes como “verdaderas revoluciones populares”, pasó a denunciar el complot extranjero contra Siria y a amenazar con inflamar toda la región si venía a precisarse una hipotética intervención occidental. El fuego cruzado formulado desde entonces se ha basado en la recíproca exhibición de planteamientos contradictorios.

Qué poca credibilidad la vuestra, dicen unos, al criticar los crímenes contra la Humanidad en Siria si bebéis de la mano de una monarquía como la saudí, que en materia de derechos humanos resulta paradigma de lo que no hay que hacer. Cuán hipócritas resultáis, responden los otros, al conmoveros por la suerte de los ciudadanos bahreiníes pisoteados en Manama y despreciar a las decenas de manifestantes caídos en Homs o Deraa. Lo que conduce al segundo eco suscitado por la revuelta siria, a saber, en vez del cuestionamiento, la sublimación de la lógica confesional como único patrón de descodificación política. Así las cosas, el general Aun –el mismo al que las fuerzas sirias aplastaron el 13 de octubre de 1990 y que pasó 15 años en el exilio– manifestó su confianza en las reformas anunciadas por el régimen baazista, presentado como la mejor garantía para los cristianos sirios frente a las amenazas islamistas, planteamiento similar al formulado por el patriarca maronita.

Por otro lado, en junio, una manifestación de apoyo a la revolución siria lanzada en Trípoli tras el rezo del viernes degeneró en enfrentamientos armados entre el barrio suní de Bab al Tebane y el alauí de Yabal Mohsen, pequeña réplica confesional de la lucha contra Bashar el Assad del otro lado de la frontera, que se cobró seis vidas. Lote suficiente de sangre y de amargos recuerdos como para que evitar todo desliz hacia las armas se impusiera como recomendación prioritaria de la clase política. Y a medida que el teatrillo local de analistas avispados se llenaba de cábalas agoreras sobre las consecuencias de los acontecimientos sirios en Líbano, una convicción parecía abrirse camino: la de aferrarse a la estabilidad. ¿En un entorno de cambio y movimiento, Líbano iría pues a contracorriente?

La profunda incapacidad para articular un movimiento social transversal, que aglutine un descontento pluriconfesional contra el creciente coste de la vida, el paro juvenil o la atrofia del suministro eléctrico, así parece demostrarlo. Cabe pues concluir recordando uno de los tradicionales adagios que nostálgicos y chovinistas gustan de entonar, aquel que habla de Líbano como lugar donde se reproducen de forma armoniosa las cuatro estaciones del año. Cierto es, Líbano disfruta de una agradable primavera y un verano donde los sofocos de la región pueden compensarse desde las alturas de la montaña o la amplitud de la costa. Frente a un entorno árabe a menudo asfixiante, con un sol plomizo que todo aplasta,

Beirut siempre ha resultado un verdadero respiradero, un brote de aire fresco en el que no todo está tan prohibido, en el que no todo resulta tan imposible. Ahora bien, el otoño libanés viene cargado de lluvia y el invierno –oscuro, frío– tiende a helar los huesos con su morosa humedad, llenando las paredes de siniestras manchas de moho. No en vano, la sociedad libanesa sigue rodando sobre toda una capa de mugre y óxido, un cúmulo de tuberías defectuosas que a muchos niveles resultan análogas a las de los Estados vecinos. En cualquier caso, parece probable que 2012 devuelva a Líbano sus correspondientes tres meses de gozosa primavera, ni uno más. A la otra, a la de verdad, habrá que seguir esperándola.