Versiones de una controversia

El debate sobre la integración de los musulmanes en Europa se centra en componentes simbólicos y se desarrolla en torno a unos valores europeos considerados inalterables.

Jordi Moreras

En 997, el andalusí Hayib Al Mansur habiendo saqueado Santiago de Compostela, suprimió las campanas de la catedral de la ciudad, y las trajo, sobre las espaldas de los cautivos cristianos, a su capital, Córdoba. Había eliminado los badajos de las campanas, éstas fueron transformadas en lámparas de la gran mezquita de Córdoba. De este modo, silenció las campanas de los infieles, que a partir de ahora servirían para iluminar a la verdadera religión. En 1236, el rey castellano Fernando III capturó Córdoba y puso su insignia real en el minarete, en el lugar (según el cronista Rodrigo Jiménez de Rada), ‘donde una vez el nombre de ese pérfido hombre [Muhammad] fue invocado’.

El rey silenció el almuédano y envió las campanas de vuelta a Compostela”. Valga este ejemplo narrado por el historiador norteamericano John V. Tolan, en su libro Sons of Ishmael. Muslims through European eyes in the Middle Ages (2008), para recordar el continuo y mutuo reemplazo simbólico entre musulmanes y cristianos en la Península Ibérica, durante los siglos VIII y XV. Enmudecer campanas y almuédanos representaba el resultado final de una conquista y su simbolismo para vencedores y vencidos representaba la negación por la fuerza de cualquier atisbo de tolerancia. A pesar de los esfuerzos reinterpretativos de algunos autores que no dudan en establecer paralelismos históricos con este periodo, difícilmente los diferentes conflictos relacionados con la presencia del islam en Europa occidental pueden ser comprendidos desde la misma lógica.

Ya no se trata de conflictos de dominio territorial, sino de consecuencias de un encaje no siempre armónico en el espacio público europeo. A partir de la sucesión cronológica de estos conflictos, con frecuencia se reconstruye la historia de esta presencia. Así, aún se recuerda que a finales de los años ochenta, las polémicas por la publicación de la obra Los versículos satánicos de Salman Rushdie (1988) y por el uso del hiyab por parte de las alumnas del liceo de Creil en Francia (1989), sacudieron las conciencias colectivas europeas. Ambas controversias representaron la superación de una situación de invisibilidad social y de neutralidad política de unos colectivos, como los trabajadores magrebíes en Francia, magistralmente descritos en las obras de Abdelmalek Sayad.

El intento por interpretar, contextual y comparativamente, todas estas controversias enunciadas en sí como “conflictivas”, supone superar un doble prejuicio social: por un lado, la expresión de un sentimiento colectivo de amenaza factual y concreta, ratificada tras el impacto del 11 de septiembre de 2001 y sus ondas expansivas en Madrid o Londres, que genera las condiciones para el desarrollo de “pánicos morales” o “ansiedades sociales” en el seno de las sociedades europeas. Por otro, la afirmación incuestionable de la contradicción del islam con los valores europeos, que pone en duda la lealtad de los musulmanes en relación con los principios democráticos.

Las opiniones públicas europeas, en virtud de ambas afirmaciones, reclaman de sus responsables políticos, las medidas adecuadas para intervenir ante lo que se considera un “problema público” que es necesario gestionar. Protegerse del riesgo y preservar los valores autóctonos son dos de los principios sobre los que pivota la acción política de los Estados europeos en relación con sus comunidades musulmanas nacionales. La sucesión de conflictos que son relacionados con el islam como doctrina o con los musulmanes como colectivo, representa la confirmación de una sospecha, la prueba sobre la cual recaen los temores de las sociedades europeas. Velos, imames y mezquitas vienen a representar episodios comunes de estas controversias en el conjunto de Europa.

Tras haber desarrollado una atención preferente en relación con estos temas en los últimos años, es posible determinar una serie de características que, independientemente de la especificidad de cada caso, muestran una regularidad estructural sorprendente: en primer lugar, se trata de controversias que tienen una primera dimensión local-nacional, pero con una notable tendencia a extenderse a otros países, de forma reduplicadora, especialmente si los debates surgen de países con una larga presencia musulmana Francia, Bélgica, Alemania, Reino Unido o Países Bajos).

Las sociedades europeas con una presencia mucho más reciente (España, Italia, Portugal) reciben una mayor influencia, en cuanto que tales controversias les interrogan al respecto de una realidad que probablemente aún no se ha reproducido en su territorio. El caso del velo integral, iniciado en Países Bajos, y debatido públicamente en la actualidad en Francia, es paradigmático de esta influencia: en España, cuando ni siquiera es posible determinar la existencia de un mínimo debate sobre el uso del hiyab en determinados espacios públicos, ya se habla en términos políticos de la necesidad de prohibir el uso del burka (cuando en definitiva, se refiere al niqab; la confusión terminológica también contiene una dimensión que no es banal, dado el lugar simbólico que ocupa este hábito vestimentario afgano en nuestro subconsciente colectivo).

En segundo lugar, se observa la centralidad de los componentes simbólicos que se cruzan en estas controversias, tanto en un sentido como en otro. Estos conflictos están cargados de significados, de ahí la dimensión emotiva expresada en ocasiones por las personas implicadas. Ante tal acumulación semántica (que abre la posibilidad de incluir diferentes claves interpretativas, que hacen aún más compleja su comprensión), las respuestas de tipo “técnico” o “procedimental” no consiguen superar de manera satisfactoria tales controversias.

Por ejemplo, ante la negativa de parte de un vecindario a que se construya una mezquita en su barrio, la aplicación de un criterio legal y de planificación urbanística por parte de los responsables municipales no es suficiente para vencer esta resistencia. Por último, en los debates en torno a estas controversias, se apela continuamente a los valores y principios europeos que se considera son alterados por la dimensión factual del conflicto. En este sentido, uno de los temas recurrentes suele ser la cuestión de los usos vestimentarios femeninos y, de manera más general, el papel de la mujer en el islam. A la inflación semántica de estos conflictos, se le une la esencialización de la oposición de unas prácticas sobre unos valores que se piensan inalterados e inalterables.

Excepcionalismo e incompatibilidad

En el cómputo global de estas controversias, se tiende a interpretarlas como evidencias de los problemas de acomodación de unos colectivos que todavía son pensados basándose en su pasado reciente migratorio. Unas voces argumentan que tales problemas podrán ser superados mediante una combinación de tiempo e intervenciones políticas específicas, respecto a una realidad caracterizada por su excepcionalidad. Otras, en cambio, consideran que estos problemas son la prueba de la incompatibilidad manifiesta del islam como marco de referencia en el conjunto de las sociedades europeas, al fundamentarse éstas sobre valores integralmente opuestos.

Aquí, poco se puede hacer, si no es para actuar de manera preventiva. Excepcionalismo e incompatibilidad son los ejes fundamentales de interpretaciones que, por encima de todo, creen que todas estas controversias se definen por su carácter exógeno: no son problemas europeos, son problemas importados desde fuera de Europa por poblaciones que, esencialmente, siguen siendo consideradas no europeas. Esta generalizada tendencia a desplazar las causas de estas controversias a situaciones ajenas, se encuentra en la base del principio de evitación del conflicto, algo tan propio de las diferentes culturas políticas europeas.

Nuestras sociedades contemporáneas encaran el problema con el imperativo de su resolución. La idea de que el conflicto viene a alterar un supuesto orden social existente, genera esta necesidad de erradicar lo que se considera una disfunción del sistema social. De hecho, el conflicto pone a todas las sociedades en relación con su propia heterogeneidad, su propia alteridad. Su extinción comporta también la negación de una parte de ella. No obstante, sin el conflicto, este supuesto orden social perdería una excelente oportunidad para reafirmarse nuevamente. Al considerar buena parte de estas controversias como algo ajeno y trasplantado, se obvia la dimensión de la cultura política y su respuesta en relación con unas realidades que le interpelan directamente.

Los tránsitos migratorios abocan a la sociedad nuevas formas de interacción, nuevos patrones normativos, valores y principios, que contrastan con los instituidos por una cultura política dada. El contraste entre lo establecido y estas nuevas aportaciones, muestra el carácter contingente de una cultura política que ha sido resultado de disputas y negociaciones entre diferentes grupos sociales, unos dominantes que deseaban mantener su estatus, y otros dominados que reclaman la igualdad de oportunidades para todos. Las nuevas presencias y las nuevas situaciones interrogan los límites de la efectividad y funcionalidad de una cultura política dada.

Así, se explica cómo determinadas controversias relacionadas con la presencia musulmana en Europa tienen diferentes lecturas e interpretaciones de su grado de “problematicidad” en unos y otros países. Entiendo, junto con otros autores, como Felice Dassetto o Stefano Allievi, que buena parte de estos conflictos no pueden considerarse controversias que oponen a los musulmanes con la sociedad europea, sino que deben interpretarse en relación a la propia sociedad europea. Las aceleradas transformaciones de nuestras sociedades tienen mucho que ver con la reproducción de estas controversias. Más allá de situaciones concretas que plantean serias contradicciones con los procedimientos que regulan la convivencia en una sociedad democrática, deberían preocuparnos las cada vez más frecuentes resistencias de las sociedades europeas en relación con la presencia musulmana. Ello está obligando a reinterpretar estos conflictos, pero también las dimensiones del espacio público europeo y las condiciones de acceso al mismo.

Daniel Innerarity se refiere al espacio público, como “aquella esfera de deliberación, en donde se articula aquello que es común y en donde se tramitan las diferencias”. En un momento en que el espacio público adquiere una dimensión cada vez más teatral, en que es más importante estar que ser, y en el que los diferentes actores pugnan por mostrar su singularidad, la elegante sugerencia de Innerarity para superar lo que nos separa desde lo compartido, se ve doblemente amenazada ante la subversión del ejercicio de un principio de libertad sin responsabilidad cívica alguna, o por la beligerante resistencia que se opone a la visibilidad social que plantean unos colectivos a través de sus demandas.

Resiliencia colectiva versus sociabilidades reactivas

Se dice que, en tiempos de crisis, la resiliencia es aquella predisposición psicológica que nos impulsa a superar nuestras dificultades. Nuestra capacidad de aguante ante las adversidades puede servir para salir finalmente airosos de las penalidades sufridas. ¿Son los musulmanes en Europa un ejemplo de resiliencia colectiva? Es evidente que la sensación (real o figurada) de hostilidad y animadversión cotidiana que experimentan los ciudadanos musulmanes en Europa (tal como muestran diferentes encuestas europeas), puede estar pasando factura sobre el desarrollo de identidades reactivas en el seno de estas comunidades. Éste es uno de los vértices que favorece el desarrollo de procesos de radicalización.

Al mismo tiempo, y también coincidiendo con periodos de crisis económica, en el interior de la sociedad europea se generan procesos que podríamos denominar con la expresión de una “sociabilidad reactiva”. Es decir, el desarrollo de una identidad de queja y reacción, expresada como de forma compartida por un significativo número de personas, capaces de movilizarse de forma inmediata ante lo que consideran una amenaza para su bienestar personal y material. Un ejemplo paradigmático de esta reactividad son las acciones en contra de la construcción de una mezquita en un contexto urbano concreto. El particularismo militante (en palabras del geógrafo David Harvey) manifestado por estas movilizaciones, genera una polarización marcada que altera los contextos sociales.

Esta reactividad abona el desarrollo de otra dimensión de radicalidad, expresada a través de una xenofobia desbocada. Todas estas controversias (desde los hiyabs adolescentes, a los minaretes amenazantes, pasando por la ridiculización de la referencia profética), junto con la latente expansión de un sentimiento cada vez más abiertamente islamófobo, producen un choque entre sensibilidades, susceptibilidades y argumentaciones maniqueas. Caminamos a pasos agigantados hacia la deriva que transforma el conflicto en un enfrentamiento que, según Miguel Benasayag y Angélique del Rey, supone la disolución de la complejidad que hay en todo conflicto, que es reemplazado por la banalidad de un enfrentamiento simple y básico.

Según estos autores, el enfrentamiento “encierra un mecanismo saturado de oposición en espejo. En el enfrentamiento, nada sucede. Todo permanece al contrario exactamente idéntico a sí mismo”. Ante la idea de enfrentarnos a nuestras propias contradicciones como sociedad, decidimos exortizar nuestros propios males apelando a una oposición esencialmente construida, respecto a ese Otro amenazante. Gracias al recurso a la simbología, especialmente cuando ésta se identifica con nuestra historia: algo debería de preocuparnos, el hecho de que en un reciente conflicto relacionado con la apertura de una mezquita en Cataluña, una de las pancartas rogaba “¡Que vuelvan los Reyes Católicos!”.