¡Un fantasma recorre el mundo: el fundamentalismo!

Frente al choque de civilizaciones, las religiones no pueden recluirse en su propio mundo. Deben activar sus mejores tradiciones y fomentar el diálogo interreligioso.

Juan José Tamayo

La tolerancia, el diálogo y la no-violencia no han sido precisamente virtudes que hayan caracterizado a las religiones, o al menos a sus dirigentes, ni en el comportamiento con sus fieles ni en su actitud ante la sociedad. La mayoría de las religiones han impuesto un pensamiento único y han perseguido, castigado y expulsado de su seno a los creyentes considerados disidentes y heterodoxos. En su relación con la sociedad han invadido espacios civiles que no eran de su competencia y han impuesto sus creencias, muchas veces por la fuerza.

Por eso, el diálogo interreligioso ha brillado por su ausencia. Se ha impuesto, más bien, el anatema. Lo mismo cabe decir de la no-violencia, presente en los discursos programáticos de la mayoría de las religiones y con frecuencia ausente en sus prácticas, a menudo violentas. Una de sus prácticas más extendidas ha sido la intolerancia, que hoy adopta la forma extrema de fundamentalismo, muy presente sobre todo en las religiones monoteístas. Hoy podríamos decir del fundamentalismo lo que Marx y Engels afirmaran del comunismo en El manifiesto comunista hace algo más de siglo y medio: un nuevo fantasma o, mejor, una nueva realidad recorre el mundo, y no solo Europa: el fundamentalismo.

Y lo hace de manera galopante y sin freno. Es como un huracán que destruye lo más sagrado de las religiones y constituye una amenaza para la convivencia entre los seres humanos, sobre todo cuando desemboca en terrorismo. “Fundamentalismo” es una palabra erudita del mundo de las religiones, que define un fenómeno religioso muy concreto, el del pentecostalismo norteamericano de principios del siglo XX, muy vivo hoy. La palabra ha pasado a otros ámbitos, como sucede con la “globalización”, que en origen pertenece al ámbito económico y que hoy se emplea en otros contextos. El término “fundamentalista” se aplica a personas creyentes de distintas religiones, sobre todo a judíos ultra ortodoxos, a musulmanes integristas y a cristianos tradicionalistas.

El fenómeno fundamentalista suele darse –aunque no exclusivamente– en sistemas rígidos de creencias religiosas que se sustentan, a su vez, en textos revelados, definiciones dogmáticas y magisterios infalibles. Y muy especialmente en las tres religiones monoteístas, que se caracterizan por la creencia en un solo y único Dios, considerado universal. Con todo no puede decirse que sea consustancial a ellas. Constituye, más bien, una de sus más graves patologías, después veremos. Tendencias fundamentalistas se dan también en el hinduismo, el sijismo y el budismo. De ello tenemos varias manifestaciones en las últimas décadas. Hindúes radicales saquearon en 1992 la mezquita Babri de Ayodhya, construida en 1528 con fondos del emperador mongol Babar.

El sijismo demostró su carácter fundamentalista violento con el asesinato de la primera ministra Indira Gandhi, en 1984 llevado a cabo por un seguidor de esa religión para vengarse del ataque de las tropas gubernamentales al Templo Dorado de Amritsar. El budismo, filosofía que se caracteriza por el pacifismo y la tolerancia, no está exento de caer en prácticas fundamentalistas, como demuestra la violencia empleada por monjes buddhistas en Sri Lanka, país de mayoría buddhista cingalesa, contra la minoría tamil hindú, que reclama la independencia de la zona tamil nororiental. Tras la independencia de Sri Lanka (antiguo Ceilán) a finales de los años cuarenta, los monjes influyeron para que los primeros gobiernos de la Sri Lanka independiente negaran el ejercicio de ciertos derechos de ciudadanía a la minoría tamil. Igualmente sucede en el movimiento tamil, hindú, que cuenta con una organización violenta.

Actualmente el uso del término “fundamentalismo” se ha generalizado más allá del campo religioso y posee una presencia omnímoda. Así se habla del fundamentalismo político, que es la religión monoteísta del Imperio: éste se convierte en Absoluto y George W. Bush en el Deus Imperator, al que se le someten las naciones de la tierra y le rinden culto. Joseph E. Stiglitz habla de “fundamentalismo neoliberal”, refiriéndose al Fondo Monetario Internacional, cuya pretensión es presentarse como la interpretación autorizada y única del fenómeno de la globalización basándose en unos presupuestos puramente “ideológicos” presentados bajo la cobertura de “científicos”. Hay también un fundamentalismo de género: es la religión del patriarcado, que establece como canon de lo humano los atributos y valores varoniles y recurre a la violencia contra las mujeres, los niños y las niñas como grupos humanos más vulnerables.

El patriarcado responde a la revolución incruenta feminista con la violencia de género. Existe igualmente el fundamentalismo cultural, que califica arbitrariamente la cultura occidental como superior y considera que a ella deben someterse y adaptarse las demás culturas, subdesarrolladas mientras no lleguen a los niveles de “progreso” de la que detenta la hegemonía. El ejemplo extremo más humillante de comportamiento cultural fundamentalista es el adoptado por la cultura occidental hacia las culturas indígenas, a quienes puede aplicarse lo que Eduardo Galeano dice de los “Nadies”: no hablan idiomas, sino dialectos; no profesan religiones, sino supersticiones; no hacen arte, sino artesanía; no practican cultura, sino folclore. Y añado yo: no creen en Dios, sino en ídolos; no practican ritos, sino cultos idolátricos.

Juan Luis Cebrián habla incluso de “fundamentalismo democrático”, que consiste en la absolutización e imposición, incluso violenta, de un determinado modelo de democracia, “que se aparta con peligrosa insistencia de los senderos de la duda para revestirse de certezas cada vez más resonantes: mercado, globalización, competencia”. Los diferentes fundamentalismos tienen en común una serie de elementos que enseguida los hacen reconocibles: absolutización de lo relativo, que desemboca en idolatría; universalización de lo local, que desemboca en imperialismo; generalización de lo particular, que desemboca en pseudo-ciencia; elevación de lo que es opinable a la categoría de dogma, que desemboca en dogmatismo; simplificación de lo complejo, a través del género literario del catecismo de preguntas y respuestas elementales; eternización de lo temporal, que desemboca en teología perenne; reducción de lo múltiple y plural a uno y uniforme, que desemboca en verdad única.

Lo más preocupante del fenómeno fundamentalista no es que esté localizado en grupos extremistas más o menos reconocidos o reconocibles, sino que se encuentra instalado en la cúpula de las distintas instituciones, y muy especialmente de las religiosas.

Dialéctica de las religiones

El fundamentalismo no está vinculado ni directa ni necesariamente a las religiones. Más bien todo lo contrario. La experiencia religiosa auténtica, profunda, radical, está tan alejada del fundamentalismo como de la idolatría. Idólatras y fundamentalistas son dos de los peores enemigos de la religión, de todas las religiones. La experiencia religiosa se caracteriza por la relación gratuita con lo divino, la experiencia del encuentro con la trascendencia en la historia, el respeto al otro y el reconocimiento de su dignidad. Las características del fundamentalismo están en las antípodas de la experiencia religiosa.

La experiencia que mejor y más auténticamente refleja la vivencia religiosa es la mística, valorada por creyentes y no creyentes. Para Henri Bergson es la esencia de la religión; para William James, la raíz y el centro de la religión; para Albert Einstein, la más bella emoción del ser humano y la fuerza de la ciencia y del arte. Es, a su vez, el mejor antídoto contra el fundamentalismo. No conozco ninguna guerra de religión, ninguna manifestación excluyente, ninguna actitud condenatoria para con sus hermanos que tenga su origen en la mística. Todo lo contrario, la mística constituye uno de los lugares privilegiados de la experiencia religiosa, el lugar de encuentro de las religiones y la alternativa al fundamentalismo.

Sin embargo, y contradictoriamente, ha sido en el interior de las religiones donde se han fomentado las manifestaciones fundamentalistas más radicales, los dogmatismos más irracionales, los integrismos más beligerantes, las posiciones más intransigentes y los más ciegos fanatismos, que han desembocado con frecuencia en choque entre culturas y guerras de religiones. Hoy se habla, creo que de manera impropia, de choque de civilizaciones (Samuel Huntington, Bernard Lewis). Históricamente puede hablarse de choque de fundamentalismos religiosos, que con frecuencia han desembocado en atroces conflictos bélicos por mor de las creencias y de la ocupación de espacios de influencia para la expansión e imposición de la propia religión. Esto se ha dado en todas las religiones, pero de manera especial entre las monoteístas, y de éstas con las otras religiones. Hoy el término fundamentalismo se asocia miméticamente y casi de manera instintiva al Islam. Decir Islam remite directamente a fundamentalismo y, viceversa, hablar de fundamentalismo lleva a la gente a pensar en el Islam.

Esa asociación está muy presente en el imaginario social y religioso. De ella se hace eco el propio Diccionario de la Real Academia Española, en su 22ª edición, que define el fundamentalismo, en su primera acepción, como “movimiento religioso y político de masas que pretende restaurar la pureza islámica mediante la aplicación estricta de la ley coránica a la vida social”. Solo en su segunda acepción lo vincula con EE UU al definirlo como “creencia religiosa basada en una interpretación literal de la Biblia surgida en Norteamérica en coincidencia con la Primera Guerra mundial”. La tercera acepción es “exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina o práctica establecida”. Aquí el orden de factores sí altera el producto. Y, además, ¡ironías de la lengua!, puede fomentar la islamofobia.

El diálogo de religiones como alternativa

El choque de civilizaciones y la guerra de religiones no pueden convertirse en leyes de la historia. El choque de civilizaciones es, más bien, una construcción ideológica del Imperio para mantener el poder sobre la humanidad y, si nos descuidamos, sobre las conciencias de todos los ciudadanos. Huntington pretende convertir las civilizaciones y las religiones en entidades cerradas y aisladas, cuando, como afirma Edward Saïd en su emblemática obra Orientalismo, la historia nos habla de cruces, intercambios y aspectos comunes entre las culturas. En su construcción ideológica el Imperio considera al Dios judeo- cristiano como aliado suyo y al cristianismo como su religión oficial, mientras que califica al Islam como la menos tolerante de las religiones monoteístas. La alternativa no puede ser otra que el diálogo entre religiones.

Y ello por varias razones. La primera procede de la historia de las religiones, que muestra la pluralidad de manifestaciones de lo sagrado, de lo divino, del misterio en la historia humana, de mensajes y de mensajeros no siempre coincidentes y a veces enfrentados. Quizás el frecuente recurso al anatema de los creyentes de unas religiones contra los de otras se deba a la ausencia de la asignatura de historia de las religiones en los curricula escolares y a la presentación de cada religión como único camino de salvación con exclusión de las demás. La segunda razón emana de la filosofía, que muestra el carácter dialógico del conocimiento y de la razón: ésta es comunicativa, no autista; es intersubjetiva, no meramente subjetiva. Nadie puede afirmar que posee la verdad en exclusiva y en su totalidad, menos aún decir, remedando al Rey Sol: “La razón soy”. Todo lo contrario. Es mejor seguir la consigna de Antonio Machado cuando decía: “¿Tu verdad? No guárdatela. La verdad. Y vamos a buscarla juntos”.

La tercera tiene su base en el enfoque intercultural: ninguna cultura ni religión pueden decirse en posesión única de la verdad como si se tratara de una propiedad privada recibida en herencia o a través de una operación mercantil. Como tampoco tienen la respuesta única a los problemas de la humanidad o la fuerza liberadora exclusiva para luchar contra las opresiones; la verdad, la respuesta a los problemas humanos y la liberación están presentes en todas las religiones y culturas. ¡Y hay que buscarlas constantemente!

El diálogo interreligioso, en cuarto lugar, constituye un imperativo ético para la supervivencia de la humanidad, la paz en el mundo y la lucha contra la pobreza. En torno a 5.000 millones de seres humanos están vinculados a alguna tradición religiosa y espiritual. Y si se ponen en pie de guerra, el mundo se convertiría en un coloso en llamas con una capacidad destructiva total. Primero, se unirían todos los creyentes para luchar contra los no creyentes hasta su eliminación. Después, se enfrentarían los creyentes de las distintas religiones entre sí hasta su destrucción reeditando las viejas guerras religiosas. Muy distinto sería el escenario si las religiones dialogaran y se comprometieran, entre sí y junto con los no creyentes, en el trabajo por la paz, la lucha por la justicia, la defensa de la naturaleza como hogar, el logro de la igualdad y del reconocimiento de la diversidad.

Coincido a este respecto con Raimon Panikkar en que “sin diálogo el ser humano se asfixia y las religiones se anquilosan”. Idea inseparable de la diversidad, como afirma el filósofo iraní Ramin Jahanbegloo en su espléndida obra Elogio de la diversidad (Arcadia, Barcelona, 2007): “Sin diálogo, la diversidad es inalcanzable; y, sin respeto por la diversidad, el diálogo es inútil”. La interdependencia de los seres humanos, la diversidad cultural, la pluralidad de cosmovisiones, e incluso los conflictos de intereses demandan una cultura del diálogo, como reconocía el Dalai Lama en el discurso pronunciado ahora hace 10 años (septiembre de 1997) en el Foro 2000 en Praga: “Siempre habrá en las sociedades humanas diferencias de opiniones y de intereses, pero la realidad hoy es que todos somos interdependientes y tenemos que coexistir en este pequeño planeta.

Por lo tanto, la única forma sensata e inteligente de resolver las diferencias y los choques de intereses, ya sea entre individuos o entre países, es mediante el diálogo. La promoción de una cultura del diálogo y de la no violencia para el futuro de la humanidad es una importante tarea de la comunidad internacional”. Las religiones no pueden recluirse en su propio mundo, en la esfera de la privacidad y del culto, como si los problemas de la humanidad no fueran con ellas. Todo lo contrario, han de activar sus mejores tradiciones para contribuir a la construcción de una sociedad intercultural, interreligiosa, interétnica, justa, fraterna y sororal.

Creo, finalmente, que iniciativas tan loables y necesarias como la Alianza de Civilizaciones debe incorporar el diálogo entre las religiones como una de las prioridades a tener en cuenta. Un diálogo que vienen practicando los Parlamentos de las Religiones del Mundo y numerosas plataformas regionales y locales en todo el planeta.