Un antiguo régimen bajo una nueva coalición
En el futuro Egipto, el ejército desempeñará un rol político decisivo, mientras el islamismo seguirá en la oposición, ya sea en las instituciones o en la clandestinidad.
Ricard González
Más allá del debate semántico sobre si el pasado 3 de julio hubo un golpe de Estado o una nueva ola revolucionaria en Egipto, los hechos acaecidos este verano en la nación árabe son conocidos por todos. El primer presidente electo, el islamista Mohamed Morsi, fue depuesto gracias a la intervención del ejército, apoyado en las calles por una multitud. El movimiento político de Morsi, los Hermanos Musulmanes, lanzó movilizaciones callejeras con el propósito de restituirle en el poder. Las nuevas autoridades actuaron de forma muy contundente para poner fin a las protestas y el país se adentró en un periodo de gran polarización y violencia callejera.
Lo que no está nada claro es hacia dónde se dirige Egipto. El país está siendo administrado por un gobierno civil interino, presidido por Adly Mansur, presidente del Tribunal Constitucional. Sin embargo, el verdadero hombre fuerte del nuevo régimen es el ministro de Defensa y comandante en jefe de las Fuerzas Armadas, Abdel Fatah al Sisi. Suyas eran las fotografías que levantaron los manifestantes el 3 de julio. La polarización del tiempo político actual ha impuesto un pensamiento de tipo binario, desplazando a terceras opciones: se debe escoger entre el ejército y los Hermanos Musulmanes. Así pues, al menos a corto plazo, el futuro de Egipto dependerá de las interacciones de estos dos actores, los más poderosos del panorama político egipcio desde hace décadas.
La agenda de Al Sisi
El general Al Sisi cuenta con un amplio margen de maniobra gracias a su elevada popularidad en la calle egipcia, al culto a su personalidad que le dispensan los medios de comunicación, y a la cohesión que han mostrado las Fuerzas Armadas en estos últimos y complicados meses. Sus limitadas declaraciones públicas no permiten descifrar cuál es su agenda política para el futuro del país. Lo único que resulta evidente es que Al Sisi no rechaza el protagonismo adquirido. Fue el propio general, y no el presidente Mansur, quien el 24 de julio se dirigió a las masas para pedirles su “autorización” para combatir el terrorismo.
Así las cosas, Al Sisi tiene varias opciones ante sí. La primera pasa por instalar una dictadura militar bajo la justificación de la necesidad de contar con un régimen fuerte para luchar contra la amenaza terrorista. Esta es la apuesta de Robert Springborg, un investigador especializado en el ejército egipcio, que augura un sistema parecido al implantado por el general Zia ul Haq en Pakistán, a saber, un híbrido de militarismo y religiosidad. No obstante, no parece el escenario más probable. El ejército conserva aún en la retina la erosión que sufrió durante los 18 meses de transición pilotados por la Junta, por lo que no asumirá la responsabilidad única en la gestión del país en un periodo tan tumultuoso. De todas formas, eso no significa que las Fuerzas Armadas renuncien a desempeñar un papel central en la política del país, como lo han hecho desde la Revolución de 1952.
De hecho, desde el 3 de julio, se puede apreciar la reconstitución del antiguo régimen de Hosni Mubarak, pero bajo unas nuevas bases. Por mucho que las actuales autoridades apelen a la Revolución de 2011 como referente, al menos algunos de sus movimientos destilan un aire de contrarrevolución. El más evidente es la lucha sin cuartel contra los Hermanos Musulmanes, convertidos de nuevo en el enemigo público número uno. Pero no es el único. Hay otros ejemplos: el retorno del Estado de emergencia, el nombramiento de gobernadores con un perfil militar, la propuesta de recuperación del sistema electoral que beneficiaba al disuelto Partido Nacional democrático (PND) de Mubarak, o de la autorización para arrestar a estudiantes en los campus universitarios.
Ahora bien, el diseño del nuevo régimen apunta algunas diferencias importantes respecto al anterior. Para empezar, existe el compromiso firme de celebrar elecciones limpias y competitivas, uno de los elementos centrales de la hoja de ruta decretada por el presidente Mansur en consenso con el ejército. La otra novedad es la aprobación de una Constitución a partir de un proceso que incluya a representantes de los diversos estamentos de la sociedad egipcia, con la notable excepción de la Hermandad. La nueva Asamblea Constituyente inició sus labores el 8 de septiembre, y está previsto que presente un texto definitivo en un plazo de dos meses. Posteriormente, se celebrará un referéndum y, en caso de ser ratificada, se iniciará el ciclo electoral con comicios parlamentarios y presidenciales.
El hecho de que en el gobierno participen miembros de partidos opositores al régimen de Mubarak y que algunas organizaciones juveniles como Tamarrud desempeñen un papel relevante en la Asamblea Constituyente pone de manifiesto una ampliación de la coalición sobre la que se sustenta el régimen. Durante los últimos años de la era Mubarak, una reducida élite formada por hombres de negocios del entorno de Gamal Mubarak gobernaba Egipto. Fue contra esta situación que miles de jóvenes de clase media se rebelaron el 25 de enero de 2011, consiguiendo arrastrar a millones de personas en todo el país. Y son precisamente esos actores que lideraron la revuelta a los que quieren cooptar las Fuerzas Armadas. Un caso paradigmático es el de Kamal Abu Eita, actual ministro de Trabajo. Abu Eita es un histórico líder del movimiento sindical y presidente de la Federación Egipcia de Sindicatos Independientes (FESI).
Esta organización luchó durante años contra el monopolio del sindicato oficialista, controlado estrechamente por el régimen de Mubarak. La FESI desempeñó un rol importante en la miriada de huelgas que paralizaron Egipto durante la revolución de 2011. Con el nombramiento de Abu Eita, el ejército pretende cooperar –o quizás domesticar– con un movimiento obrero que Mubarak reprimió. Un asunto todavía por dilucidar es qué actitud adoptarán las nuevas autoridades con aquellos activistas liberales y revolucionarios que se oponen al gobierno. Es decir, hasta dónde se situarán las líneas rojas en los ámbitos de la libertad de expresión y asociación. Los procesos judiciales contra Haizam Mohamadein, líder de los Socialistas Revolucionarios, y Ahmed Abu Draa, un periodista crítico establecido en el Sinaí, ponen en tela de juicio las promesas de libertad y democracia hechas por los líderes del ejército.
Otra de las preguntas clave de este nuevo tiempo político es qué papel se reserva Al Sisi para sí mismo. Pocos días después del golpe de Estado, ya se empezó a rumorear que podría convertirse en el próximo presidente de Egipto. En una entrevista reciente con The Washington Post, el general desmintió tener ambiciones políticas, pero no lo hizo categóricamente. La mayoría de analistas coincide en que si Al Sisi se retira de las Fuerzas Armadas y concurre en las elecciones presidenciales, será el gran favorito. No obstante, podría preferir mantenerse en su cargo actual, y ejercer su enorme influencia tras las bambalinas.
El dilema de los Hermanos Musulmanes
Sin duda, la otra gran pregunta sobre el futuro de Egipto es qué lugar ocuparán los Hermanos Musulmanes, el movimiento político más poderoso del país, y cuyos líderes pasaron en cuestión de horas del palacio presidencial a la cárcel. Tras el golpe, su posición ha sido tan clara como inquebrantable: rechazo absoluto de la nueva legalidad “golpista”, apelación a la solidaridad de la comunidad internacional y lanzamiento de movilizaciones callejeras con la esperanza de forzar al ejército a restituir al expresidente Morsi. Dos meses después, la estrategia no parece haber funcionado.
La práctica totalidad de la cúpula de la Hermandad se encuentra entre rejas, su proceso de toma de decisiones sufre un cortocircuito, y sus manifestaciones son cada vez más exiguas, acosadas por la violencia y los límites que impone un estricto toque de queda. Además, a pesar de la insistencia de sus portavoces en la apuesta por vías pacíficas de protesta, buena parte de la población le atribuye la responsabilidad de los atentados contra miembros de las fuerzas de seguridad, la mayoría de ellos en la efervescente península del Sinaí. Así las cosas, los Hermanos Musulmanes se encuentran en una difícil tesitura.
Con su popularidad en horas muy bajas, y sin apenas medios de comunicación para difundir su narrativa de los hechos, su exigencia del retorno de Morsi se antoja imposible. Retractarse y reconocer como legítimo al nuevo gobierno y su hoja de ruta sería un mal trago, pero persistir en las protestas promete solo un mayor debilitamiento del grupo. La prensa egipcia se ha hecho eco de varias iniciativas de mediación entre el ejército y los Hermanos Musulmanes. Todas ellas se basan en un mismo principio: abandono de las movilizaciones a cambio de poder participar como actor político legal en el nuevo orden. Algunas añaden también la liberación de los miembros de la organización encarcelados, una opción cada vez más improbable a medida que se van acumulando cargos y procesos judiciales contra los líderes del grupo. En todo caso, los portavoces de la Hermandad niegan haber recibido tales ofertas, e insisten en que el retorno a la legalidad previa al 3 de julio es una condición innegociable.
El único atisbo de flexibilidad en su postura pasa por aceptar que, una vez restituido Morsi y lanzado un diálogo entre todas las fuerzas políticas para resolver la crisis, se puedan convocar elecciones presidenciales anticipadas. Mientras se suceden los presuntos intentos de mediación, el gobierno discute la posible ilegalización de los Hermanos Musulmanes. Según los medios locales, el ejecutivo está dividido al respecto. Los “halcones”, con el ministro de Solidaridad Social, Ahmed al Borai, al frente, apuestan por disolver una organización que califican de terrorista. En cambio, las “palomas”, lideradas por el viceprimer ministro, Bahai al Din, consideran que no se conseguirá la ansiada estabilidad excluyendo a la principal fuerza política del país, o aun menos, a todas las corrientes islamistas. Y es que no solo está amenazada la posición de los Hermanos Musulmanes, sino todo el conglomerado de partidos islamistas. Varios de ellos, aliados del gobierno Morsi, han visto cómo sus líderes eran también arrestados.
El único partido islamista que apoyó el golpe fueron los salafistas de Al Nur, una rama ultraconservadora del islam. El partido tiene un representante en la Asamblea Constituyente, pero su futura participación en la vida política se podría ver también amenazada si la Carta Magna incluye un artículo que prohíbe la formación de partidos de base religiosa, tal como ha propuesto una comisión de expertos juristas. La exigencia de una estricta separación entre religión y política va contra el ADN del islamismo, y su aplicación podría servir para unir a todas las corrientes de este movimiento ideológico, y dar un renovado vigor a sus movilizaciones.
Quizás ésta es la última esperanza de la Hermandad para hacer descarrilar la consolidación de la nueva realidad institucional. Ahora bien, las autoridades son conscientes de ello y, probablemente, harán una excepción con el partido Al Nur, que aspira a sustituir a los Hermanos Musulmanes como gran referente político del islamismo en Egipto. Con una Constitución aprobada y el islamismo dividido, a la Hermandad no le quedará más remedio que acabar pactando con el ejército bajo sus términos. Si una virtud ha caracterizado a los Hermanos Musulmanes en sus más de 80 años de historia es su naturaleza camaleónica, que les ha permitido superar todo tipo de vicisitudes. De ahí que sea demasiado pronto para escribir su obituario, por muy tocado que esté el movimiento. La Hermandad sobrevivirá a la represión actual, la peor en varias décadas. Y probablemente lo hará emergiendo bajo una nueva forma.
Algunos analistas sostienen que podría abandonar su deseo de participar en la vida política del país para concentrarse solo en la prédica del islam y en la realización de acciones caritativas. De ser así, representaría un viraje de 180 grados respecto a esta última etapa, caracterizada por priorizar la actividad política por encima de otras labores sociales. En conclusión, el futuro de Egipto parece más incierto que nunca. No obstante, es posible distinguir en el horizonte algunas de sus características. Se está reasentando el viejo régimen de Mubarak, pero bajo unas nuevas bases y una nueva coalición. En el Egipto posrevolucionario habrá menos cambios de lo que se intuía la eufórica noche del 11 de febrero de 2011. Como en las últimas seis décadas, el ejército desempeñará un rol decisivo en el panorama político, mientras al islamismo le seguirá correspondiendo un rol de oposición, ya sea en las instituciones o la clandestinidad.