Turquía, 2008: la ‘otra’ evaluación de Bruselas

Ante los ataques al partido en el poder, el AKP, la Unión Europea ha dejado claro que apoya la candidatura turca y a quien la impulsa desde el ejecutivo.

Francisco Veiga

Alo largo de 2007, Turquía vivió momentos dramáticos. La presión en la calle de los sectores socio- políticos autodefinidos como laicos, atizados y respaldados por determinados partidos de la oposición, y el esfuerzo del poder judicial para vetar la candidatura de Abdulá Gül a la presidencia, fueron todo una ofensiva en fuerza dirigida contra el islamista Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), en el gobierno. La escalada alcanzó un momento especialmente delicado el 27 de abril, cuando la página web del Estado Mayor turco publicó una dura advertencia contra los presuntos intentos de subvertir las bases últimas del Estado, lo cual era en realidad una amenaza de intervención contra el gobierno islamista moderado.

Dos días más tarde, una gran manifestación –la segunda de esas características en 15 días– respaldó lo que parecía ir mucho más allá de una crisis de gobierno o incluso meramente política. Se temía un golpe de Estado, o incluso una rebelión. Ante esta situación, la respuesta de la Unión Europea (UE) fue tibia; para algunos observadores, incluso era parcialmente culpable de lo sucedido, dado que las vacilaciones de Bruselas sobre la candidatura turca habían desanimado los entusiasmos europeístas de los turcos, lo cual todavía disminuyó el alcance de la suave reprimenda enviada al ejército turco por el comisario para la Ampliación, Olli Rhen.

Parecía evidente que Bruselas había sido cogida por sorpresa ante la virulencia de los sucesos en Turquía. Al final la convocatoria anticipada de elecciones y la renovada y amplia victoria del AKP dejaron claro que la supuesta fractura social entre laicos e islamistas no era tan extensa ni tan profunda. De hecho, a pesar la oposición de las fuerzas armadas, el Tribunal Constitucional y el postkemalista Partido Popular Republicano (CHP), Gül fue investido presidente de la República en agosto de 2007, siendo el primer islamista moderado en alcanzar la cúpula del Estado desde la instauración de la República de Turquía.

La tormenta política y social que atravesó el régimen turco a lo largo de 2007 y las dificultades que encaró para su supervivencia no fueron óbice para que el informe de la Comisión de noviembre de ese año referido a los logros y desafíos del candidato turco, adoptara el habitual tono distante en los documentos de ese estilo generados por las instituciones de gobierno de la UE. En efecto, obviaba las excepcionales circunstancias vividas y no valoraba la estabilidad democrática demostrada tanto por la sociedad turca como por sus instituciones políticas y de gobierno. Sin embargo, esa actitud cambió de forma apreciable en abril de 2008. El 31 de marzo el Tribunal Constitucional de Turquía admitió a trámite la denuncia presentada por el fiscal general del Estado contra el AKP, inaugurando en el país anatolio una nueva crisis política de confusos perfiles.

La acusación achacaba al AKP ser un “núcleo de actividades antilaicas”, en cansina repetición de la ya vieja cantinela sobre la supuesta “agenda oculta” del partido en el poder. El ataque, que pretendía devenir en golpe de Estado jurídico, era en realidad un anacronismo, aunque había sido habitual en la Turquía republicana desde la misma instauración del régimen por Mustafá Kemal en los años veinte. Pero esta vez, Bruselas reaccionó con prontitud. El presidente de la Comisión Europea, José Durão Barroso, viajó a Ankara el 10 de abril, dejando muy claro en su discurso que Bruselas seguía apoyando la candidatura turca y a quien la impulsaba desde el gobierno. Pero sobre todo, que el ejecutivo debía seguir adelante con las reformas estipuladas en el acervo, acelerándolas en la medida de lo posible, sin entretenerse en las viejas disputas políticas.

El cambio de actitud se debía a varias razones. En primer lugar, la constatación de que la denuncia del Tribunal Constitucional buscaba la desestabilización del régimen turco sin ofrecer un proyecto político alternativo que mejorara el proceso de aplicación de reformas estipulado y puesto en marcha por el gobierno de Recep Tayyip Erdogan. Por otra parte, el ataque jurídico del Tribunal Constitucional se basaba en indicios poco consistentes, que en realidad eran, ante todo, la manifestación de viejos mecanismos corporativos de acoso y derribo contra partidos y movimientos de oposición. Por tanto, en Bruselas quedó claro que a esas alturas, la autodenominada “oposición laica” al gobierno turco (en realidad, oposición de derecha y extrema nacionalista) estaba terminando con sus recursos políticos y legales. Por tanto, el único interlocutor político solvente con la UE seguía siendo el gobierno del AKP. Pero los factores de política internacional también desempeñaban un importante papel.

El presidente francés, Nicolas Sarkozy, había hecho de la oposición a la candidatura turca, bandera central de su programa en política exterior. Como tal, era el estadista comunitario que se había mostrado más frontalmente hostil a esa posibilidad. Pero en la primavera de 2008 ya había quedado claro que había agotado su capital político como presidente de la República francesa.

Por tanto, el rápido desmoronamiento de su imagen y la de su programa político global, en tan sólo un año tras su victoria electoral, contribuyó a restar credibilidad al frente anti-turco en el seno de la UE. Asimismo, los delicados retos que afrontó la UE en esos meses, que iban desde las incertidumbres en torno al Tratado de Lisboa, al impacto internacional de la denominada “crisis de las hipotecas subprime” a partir de la segunda mitad de ese mismo año, pasando por los problemas de adaptación de los nuevos socios comunitarios, Rumania y Bulgaria, aconsejaban no alimentar polémicas sobre el futuro del proceso de ampliación o el papel que desempeñarían en ellas las nuevas economías y formas de hacer política, como era el caso del candidato turco. Sin embargo, también han tenido protagonismo otras consideraciones, relacionadas con la política exterior turca. Han dado señales de remitir dos problemas persistentes, de gran impacto emocional en Occidente.

El primero, la cuestión chipriota, que dio un vuelco significativo con la victoria de Dimitris Christofias en las presidenciales de febrero de 2008. Dado que uno de sus objetivos era la reanudación de las negociaciones para la reunificación de la isla, el vuelco político en el Chipre griego contribuía a desbloquear la adopción de posturas más flexibles por parte de Ankara desactivando un obstáculo importante contra la integración de Turquía. Con relación a Armenia, el gobierno turco, a través de su ministro de Asuntos Exteriores, Ali Babacan, ofreció el 21 de abril una nueva era de diálogo tendente a normalizar las relaciones bilaterales.

De esa manera, podrían reabrirse las fronteras entre ambos países, cerradas por Ankara a raíz de la guerra de Nagorno-Karabaj, en diciembre de 1991. La regularización de las relaciones con un país vecino en condiciones políticas normales es uno de los requisitos planteados por el acervo comunitario. Pero si éstas mejoran, es muy posible que se pueda ver el establecimiento de relaciones incluso amistosas entre ambos vecinos, aunque estén ligadas preferentemente al tendido de oleogasoductos, vías de comunicación y cooperación económica y estratégica relacionada con los yacimientos del Caspio.

De paso, todo ello contribuiría a estabilizar el Cáucaso meridional, algo en lo cual la UE está claramente interesada. En un tercer nivel, Ankara ha estado desarrollando una actividad diplomática y geoestratégica en Oriente Próximo y Asia Central, que encaja con las líneas de acción que busca aplicar Bruselas en la zona. Las iniciativas de intermediación turca entre Siria e Israel, como antes lo fueron entre este país y Pakistán –que concluyeron con el insólito reconocimiento diplomático y acercamiento entre los dos países– e incluso las intervenciones militares en la frontera norte de Irak –no condenadas por la UE– parecen sintonizar con una de las ofertas que realmente ya está sirviendo el candidato turco: seguridad, know how diplomático y político en toda la zona y servicios de brokerage en relación con el mundo musulmán.

Detrás de todo ello subyace la idea central de que Turquía es hoy en día el experimento central en el proceso de obtención de un Islam político armonizado con la tradición política liberal occidental, pero sin ser una mera copia de éste, y por ello capaz de evolucionar por medios propios. De esa forma se evitaría el tipo de quiebras que sufrieron los regímenes laicos árabes en los años sesenta y setenta, inspirados a su vez en el modelo kemalista turco, pero también en los regímenes socialistas de la época. La nueva política exterior turca que ha inaugurado el gobierno de Erdogan engrana bien esa intención con la evolución positiva y moderna de un prototípico régimen islamista moderado y los beneficios que puede obtener la UE de ese nuevo estilo que aporta Turquía. En definitiva: todo ello explica la actitud de Bruselas frente al conflicto desencadenado por la fiscalía del Tribunal Constitucional turco en la primavera de 2008 y también su preocupación, dado que en sí mismo es el resto de una praxis política propia de otras épocas; esto es: carece de futuro.