Siria, prisionera y carcelera de Líbano

Acusado de provocar el caos en la región, Damasco tiene ahora oportunidades, y riesgos, de mejorar su imagen si logra el apoyo de Francia.

Rime Allaf

Desde hace años, ya no hay medio de comunicación ni político que no describa a Siria más que por sus malas relaciones con el resto del mundo; se habla de degradación (cuando se trata de la mayoría de los países europeos) o de cuasiruptura (si es Estados Unidos). Llueven las acusaciones sobre la supuesta manía siria de meterse donde no la llaman, y de sembrar el caos y el desorden en Oriente Próximo, particularmente en Irak y en Líbano. En efecto, los dirigentes sirios son a menudo culpables de entrometerse en los asuntos de los demás, y las propias acciones y declaraciones del régimen lo convierten en responsable en gran medida de su aislamiento diplomático.

Sin embargo, este último considera que la geografía y los acontecimientos lo obligan a preocuparse por lo que sucede en su zona, sin hacer nada por ocultar su necesidad estratégica de mantener una influencia en los países fronterizos, algo que muchos poderes se pelean por conseguir, atropellados, sin justificación geográfica alguna. El papel corruptor atribuido a Siria con respecto a la violencia en Irak, según la descripción extremadamente simplista americana, fue la razón principal del deterioro de las relaciones entre Washington y Damasco.

Sin embargo, aparte de los aliados más cercanos del presidente George W. Bush que participaron en la invasión de Irak, la mayoría de países europeos no consideraron que la postura siria fuera especialmente condenable. Además, como el peso político de Europa no desempeña el papel determinante en las relaciones con los países árabes, con los que el vínculo es de carácter más económico (a pesar de que el Proceso de Barcelona, por citar un ejemplo de cooperación euromediterránea, tenga fines sociopolíticos), solo la Europa de Tony Blair, de Silvio Berlusconi o de José María Aznar se subió al carro americano, mientras que a la Europa de Jacques Chirac y sus allegados (como la Alemania de Gerhard Schröder) no le parecía que aún Siria estuviera del todo equivocada, por lo menos con respecto a Irak.

Al dejar Berlusconi y Aznar sus respectivos puestos, cediendo el paso a gobiernos de izquierdas (Romano Prodi en Italia y José Luis Rodríguez Zapatero en España), y llegar Angela Merkel al poder en Alemania –lo que acarreó, en cambio, un gobierno más bien conservador–, se invirtió la posición de esos países, sobre todo en lo referente a Irak. En todos esos casos, no había duda de que las alianzas personales y la política interna habían primado sobre los intereses nacionales, con un comportamiento más digno de dictaduras orientales que de democracias occidentales. Siendo la mayoría de gobiernos de izquierda, más dispuestos al diálogo que a la imposición, volvía a ser posible un intercambio de ideas y de posturas.

El régimen sirio todavía no había conocido el apogeo de sus problemas con Irak, puesto que será Francia quien acelere el proceso de aislamiento de ese país considerado hasta entonces un potencial aliado. Después de que el Reino Unido de Tony Blair encabezara el combate mediático y político sobre Irak, fue la Francia de Jacques Chirac la que decidió ponerse al frente de una flamante política antisiria, concentrándose en Líbano. Unos años después de declarar, en Beirut, que la presencia siria era necesaria en Líbano (en referencia al ejército sirio) y tras haber sido el único jefe de Estado occidental en asistir a los funerales del presidente Hafez el Assad para recalcar su apoyo al sucesor, Chirac da un giro (a su política), denunciando esa presencia mediante una resolución de la ONU copatrocinada con EE UU (lo que insinúa un visible acercamiento entre ambas potencias), destinada a forzar a Siria a abandonar Líbano.

Este cambio no se produjo de un día para otro. Hay varios elementos que contribuyeron al deterioro de las relaciones entre París y Damasco. Uno de los rumores más persistentes habla de un turbio asunto relacionado con una concesión petrolera, supuestamente prometida a una gran compañía francesa, pero concedida en el último momento a un competidor canadiense. Los franceses se habrían sorprendido del importe de la “comisión” que un afecto al régimen sirio consideraba merecida. Dicen que este incidente habría provocado la cólera del presidente Chirac, que ya daba muestras de impaciencia frente a la lentitud de las reformas (bajo supervisión francesa) que le prometía el nuevo régimen de Damasco.

Sin embargo, fue en el otro antiguo protectorado francés, en Líbano, donde las relaciones entre Francia y Siria cayeron más en picado. Desde la muerte de Hafez el Assad y el nombramiento de un nuevo procónsul sirio totalmente falto de sutileza diplomática y juicio político con respecto al frágil consenso que constituye el sistema libanés, las distintas facciones de Líbano empezaron a mover ficha. En vez de tranquilizarlas, Damasco no hizo sino empeorar la situación con sus imposiciones, perdiendo así la lealtad de varios de sus aliados, empezando por el llamado Señor Líbano, Rafik Hariri.

Al primer ministro libanés (en varias legislaturas), un viejo amigo del presidente Chirac, le frustraba la insistencia siria por imponer ilegalmente una prórroga de tres años al mandato del presidente Emile Lahud. Obligado a aprobarla, en septiembre de 2004, Hariri dimitió de inmediato, pasando a ocuparse de los detalles de la gran ruptura, una ruptura cuyo primer acto acababa de transcurrir, con la adopción de la Resolución 1559 del Consejo de Seguridad, que establecía (entre otros) la retirada de todas las tropas extranjeras de Líbano. Con el caso Lahud, Siria acababa de facilitar, a su costa, la reconciliación franco-americana, y de perder de pronto el apoyo de Arabia Saudí (así como el de Egipto), donde Hariri era uno de los ciudadanos más conocidos.

El espectacular asesinato de Hariri en febrero de 2005, atribuido (sin pruebas) al régimen sirio por numerosos partidos, tuvo unas graves repercusiones, que condujeron a un aislamiento diplomático del régimen sin precedentes, y a una retirada humillante de los soldados sirios al cabo de dos meses, entre los abucheos de miles de manifestantes libaneses que por fin se creían libres del asfixiante dominio sirio. Sin embargo, se equivocaban: con o sin ejército, Siria seguía ejerciendo una influencia considerable en Líbano, hasta el punto de que el Tribunal Internacional (único en su género, creado por una resolución del Consejo de Seguridad para juzgar a los acusados del crimen) aún no ha empezado su tarea.

Tres años después del asesinato de Hariri, y tras una docena de atentados igualmente mortales perpetrados contra personalidades libanesas (nuevamente atribuidos, sin pruebas, al régimen sirio) y una violenta agresión israelí en 2006, Líbano sigue encontrándose en un callejón sin salida, acorralado entre las distintas potencias regionales y mundiales que tratan de imponer sus influencias, y paralizado económica y políticamente por la intransigencia de las facciones libanesas instaladas en posturas opuestas y visiones contradictorias. Por un lado, apoyado por los países occidentales y Arabia Saudí, se encuentra el Movimiento del 14 de marzo, liderado por Saad Hariri, hijo del fallecido primer ministro; por el otro, con el sostén de Siria e Irán, está la coalición entre Hezbolá y sus aliados cristianos, de los cuales el más destacado es el ex general Michel Aoun.

Al contar las facciones con un apoyo más o menos igual, con Líbano partido en dos, parece improbable una solución que satisfaga a todos. Es más, si la elección –hasta ahora bloqueada– de un presidente de la República no se produce por consenso, la imposición del partido más fuerte no será más que una solución temporal y potencialmente explosiva. Mientras Líbano se ahoga, los partidarios de las facciones se acusan mutuamente del statu quo, sin proponer ninguna alternativa viable, ni plantearse las posibles iniciativas. Tras sufrir en sus carnes la proximidad personal con Líbano, Damasco esperaba con calma la marcha de Chirac (una sencilla táctica de perseverancia que parece poner en práctica con todos sus detractores), sin duda a la espera de aprovechar la oportunidad para reconciliarse con Francia y entablar, desde el principio, relaciones con el nuevo presidente. Sin embargo, increíblemente, Damasco no pensaba ni tan siquiera enviar nuevo embajador a París para amansar a sus nuevos interlocutores franceses (el puesto sigue vacante tras la marcha del embajador Siba Nasser).

En vez de dar el primer paso, el régimen sirio parecía esperar a que el presidente Nicolas Sarkozy actuase. Éste último, fiel a lo que se espera de él, puso en marcha una diplomacia relámpago y más bien light en Líbano, enviando unas veces al ministro de Asuntos Exteriores, Bernard Kouchner, y otras a su consejero, Claude Guéant, a la vez que multiplicó los trámites con Damasco para obtener concesiones sirias, por las que está dispuesto a ofrecer un acercamiento y una eventual visita del presidente francés, así como un eventual alivio de la presión del Tribunal Internacional. Llegado el caso, Sarkozy insinúa que estaría dispuesto a desbloquear los fondos necesarios para establecer dicho Tribunal.

No obstante, mientras el régimen sirio seguía empecinado en sus malos hábitos, políticamente ineficaces y estratégicamente miopes, el gobierno francés adoptará los suyos propios, adentrándose en la peligrosa senda de los asuntos levantinos, sin conocer los parámetros que los caracterizan. En efecto, aunque su estilo y su forma sean bien distintos de los de su predecesor, el presidente Sarkozy no tenía ninguna intención de volver a ceder la palabra al Quai d’Orsay, a pesar de (o tal vez precisamente por) su elección, sin duda inusual, de ministro de Asuntos Exteriores. Al igual que Chirac, por lo menos en lo referente a Siria, el jefe de Estado francés también se había erigido en jefe de la diplomacia francesa. Por desgracia, ni Sarkozy ni su ministro cuentan con la dilatada experiencia diplomática de sus antecesores, ni de su conocimiento de la región, y la iniciativa gala, pues, estaba condenada al fracaso, si no tenía el apoyo profesional del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Así que, en lugar de mejorar, las relaciones entre Francia y Siria siguen deteriorándose, sobre todo bajo la influencia libanesa. Cuanta más presión ejercen Francia (y Arabia Saudí) en Damasco, más la toman los dirigentes sirios con sus oponentes libaneses, y viceversa, sin ninguna vía de escape de este círculo vicioso. El problema no se reduce a las relaciones de Siria con sus colegas árabes, ni siquiera con Francia. Este último país accederá a la presidencia de la Unión Europea en julio de 2008, y todo parece indicar que Sarkozy quiere una presidencia activa y emprendedora, confiado en poner en marcha su proyecto de “Club Med” (una Unión Mediterránea que cree una comunidad económica y también se ocupe de la seguridad y la inmigración).

De momento, Siria es el único país implicado que no ha firmado el Acuerdo de Asociación con la UE, y Sarkozy puede, por lo tanto, desempeñar un papel importante en este entramado, sobre todo si tenemos en cuenta su apoyo entusiasta declarado por el Estado de Israel. A través de Sarkozy, Siria tiene ante sí tantas oportunidades como riesgos, y Damasco debería devolver a los asuntos de Estado la atención que merecen, ocupándose menos de detalles puramente ceremoniosos como la Cumbre Árabe. Por ahora, la comunicación entre Damasco y París parece seguir obstaculizada, pero es muy posible que a través de Líbano el mensaje acabe por llegar.