afkar/ideas
Co-edition with Estudios de Política Exterior
¿Necesita la Unión Europea una ‘política chií’?
Cuestiones energéticas, la posibilidad de unas mejores relaciones con EE UU y de que se convierta en vecino, obligan a la UE a tender la mano a Irán.
Javier Martín
En 1979, la revolución islámica capitalizada por el inquietante ayatolá Rujolá Jomeini no sólo trocó la historia de la milenaria Persia, sino que supuso un vaivén para el devenir del Islam, convulsionó Oriente Próximo y arrojó nuevas fichas en el tablero político internacional. El triunfo del alzamiento de la oposición laica y religiosa contra la tiranía del último rey de Irán, Mohamed Reza Pahlevi, espantó enseguida a los países vecinos, árabes y musulmanes, y sorprendió a Occidente, que tardó en reaccionar. Pero una vez que la algarada cuajó y llegaron noticias de la cruel represión instigada por los clérigos, el pavor ensombreció también el Despacho Oval, que decidió sellar las fronteras y aislar la nueva amenaza.
El entonces presidente de Estados Unidos, Jimmy Carter, rompió relaciones diplomáticas con la neonata República Islámica, le impuso sanciones económicas e inició una era de tensión y beligerancia mutua que tres décadas después aún condiciona el gran juego mundial, aunque comienza a ofrecer signos de agotamiento. Carter, y en especial su sucesor, Ronald Reagan, iniciaron así lo que algunos expertos han denominado “la era de la política suní”. Arabia Saudí y Egipto, países con regímenes dictatoriales y oposiciones igualmente islamizadas, desplazaron al Irán monárquico y chií como principal aliado de EE UU en la zona, y abogaron por la política de confinamiento de los ayatolá.
En septiembre de 1980, Washington y las capitales árabes-musulmanas suníes tendieron la mano –y extendieron cheques– al después vilipendiado presidente iraquí, Sadam Husein, quien invadió el sur de Irán y provocó una larga guerra de desgaste mutuo que se prolongó ocho años. La estrategia norteamericana fue secundada por la mayoría de los países europeos. Cuando años más tarde la Unión Europea se hizo realidad, asumió una táctica similar. En 1998, avanzado su segundo mandato, el entonces presidente, Bill Clinton, decidió tender la mano a Teherán y explorar las posibilidades de redefinir la relación con un país enemigo, pero que sin embargo goza de una enorme importancia estratégica, geográfica, política y económica. Irán no sólo es el segundo proveedor en volumen de crudo de la Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP), sino que bajo su subsuelo y lecho marino subyacen las mayores reservas probadas del mundo de energías fósiles.
Además, disfruta de una posición geográfica envidiable, a caballo entre Asia, Oriente Próximo y Europa, que le convierte en pieza clave para el tránsito de petróleo y otras mercaderías en la región. Por tierra, tiene salida a Turquía y podría competir con Rusia en el abastecimiento de crudo y gas a Europa del Este. Es socio fundamental para la explotación de las riquezas energéticas de repúblicas ex soviéticas en el entorno del mar Caspio, sin canales autónomos para exportar su petróleo. Y es capaz de proveer, por tierra y mar a economías emergentes como China o India. Políticamente, sus brazos se extienden hacia el vecino Irak, donde tiene aliados –y también enemigos– entre las comunidades chiíes, mayoritarias en el país.
También tiene relativa influencia en Pakistán, donde vive una de las mayores comunidades chiíes fuera de territorio persa, y podría ser elemento estabilizador en las montaraces provincias tribales del oeste de Afganistán y Pakistán, donde en la actualidad se imbrican señores de la droga y grupos extremistas de ideología fundamentalista islámica suní, asociados al universo de la red terrorista internacional Al Qaeda. Además, cuenta con un entramado interno que le convierte en uno de los países políticamente más estables de Oriente Próximo y Asia Central. El acercamiento americano no cuajó, pese a que la administración Clinton llegó a admitir, como deseaban los iraníes, el error de su país al planear y ejecutar el golpe de Estado que en 1953 derrocó el gobierno del entonces primer ministro Mohamed Mossadegh, quien se atrevió a nacionalizar la industria del petróleo, en manos de Reino Unido. Aunque se levantó el embargo a algunos productos iraníes –las alfombras o los pistachos– e Irán colaboró en la lucha contra el terrorismo tras el 11 de septiembre de 2001, las disidencias en el seno del propio régimen iraní, primero entre conservadores y reformistas, y después entre conservadores y ultraconservadores, anegaron los esfuerzos.
Las esperanzas se difuminaron definitivamente en septiembre de 2002, fecha en la que la oposición iraní en el exilio hizo público un informe en el que dudaba de los objetivos del programa nuclear de Irán y acusaba al opaco régimen de los ayatolá de ocultar un proyecto paralelo para la adquisición de un arsenal de armas atómicas. Tanto EE UU como la Unión Europea (UE) –en especial Reino Unido, Francia y Alemania– hicieron suyo el informe e incrementaron la presión sobre el régimen de Teherán.
El giro apuntilló los esfuerzos reformistas y permitió el ascenso de los conservadores en Irán. Nada más ser elegido en 2005, el nuevo presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad, decidió retomar el programa nuclear, lo que incrementó las sanciones y espoleó los rumores de conflicto armado. La UE, con su alto representante de política exterior a la cabeza, Javier Solana, se implicó en las negociaciones, hasta la fecha fallidas. Países como Alemania y Francia se mostraron muy beligerantes, aunque no dejaron de hacer negocios “legales” con el sancionado régimen de los ayatolás.
Razones para un acercamiento
Extinguida la funesta era George W. Bush, su sucesor, Barack Obama, parece dispuesto a retomar el órdago fallido de Clinton y, rodeado de algunos de los que fueron entonces sus asesores, ha tendido la mano a cambio de que Irán abra el puño. Sin abandonar a sus aliados suníes en la zona –de los que algunos sectores en Washington comienzan a desconfiar– ha planteado retomar la relación de amistad que el único Estado chií de la historia y EE UU mantuvieron durante la mayor parte del siglo XX. ¿Debe dar entonces Europa un paso similar?
La coyuntura internacional apunta a que sí, y con presteza. Primero, porque existe la sensación en Irán –y también entre amplios sectores de la comunidad internacional– de que en esta ocasión convergen los factores necesarios para que la fisura entre EE UU y la República Islámica comience a suturar. “Hace 10 años, en la época de Clinton, existía una agria disputa en el seno de Irán que socavó las posibilidades. Conservadores y reformistas se disputaban el honor de conducir los cambios. Ahora son los conservadores los que dominan el país. Hay disensiones entre los más tradicionalistas y los más flexibles, pero el cambio sólo pueden provocarlo quienes controlan el engranaje del régimen”, explica una fuente diplomática europea destacada en Teherán, que prefiere mantener el anonimato. El giro sería, además, bienvenido en el país y gozaría de un entusiasta apoyo popular. Más del 50% de la población iraní tiene menos de 35 años.
Acuciada por el paro y las escasas expectativas de vida, la revolución no es para la mayoría de ellos más que el relato nostálgico de sus padres y abuelos, y el Sha un personaje de leyenda que poco incide en sus vidas. Ansían los vientos de fingida libertad que existían en aquellos años, pero no porque admiren esa distante época, sino porque desean disfrutar de los mismos derechos y placeres que los jóvenes que viven allende de sus fronteras. La revolución cibernética, emprendida en los años de presidencia del moderado Mohamed Jatamí, es ahora el motor de cambio. En 1994, tres años antes de que Jatamí asumiera el poder, había en el país unos 300.000 internautas. Tres lustros después, son más de 21,5 millones los usuarios iraníes de Internet, el 75% de ellos jóvenes de ambos sexos entre 21 y 35 años. Con el mundo abierto a través de la pantalla del ordenador, el discurso oficial que durante 30 años ha sostenido la revolución ha perdido impacto.
“El régimen es consciente de que debe cambiar para sobrevivir. Su único empeño es poder controlar la perestroika iraní, que se entiende como inevitable”, analiza uno de los blogger más conocidos del país. La segunda razón apunta a cuestiones energéticas. Aunque el devenir del desarrollo mundial induce a pensar que la importancia del petróleo cederá en los próximos años en favor de energías alternativas, el gas y el crudo seguirán siendo el motor de progreso de numerosos países. China, India y Rusia son conscientes de ello, y ya han extendido sin rubor alguno de sus tentáculos hacia la cornucopia energética persa. Las compañías nacionales de Pekín y Nueva Delhi se han convertido en socias principales en la explotación de los yacimientos más ricos del país. Gazprom, la gigante rusa, participa en la extracción del gas acumulado bajo las aguas del Golfo Pérsico, que esconden una de las mayores reservas gasísticas del mundo.
Además, Irán es socio inevitable en la explotación de los recursos acumulados bajo las repúblicas ex soviéticas del mar Caspio. En especial, en lo que se refiere a Turkmenistán, país privado de salidas independientes para la exportación de sus riquezas energéticas. El gobierno de Ashjabad ansía sumarse al proyecto europeo Nabucco: un faraónico gasoducto diseñado para surtir a Europa del Este a través de Turquía. Pero la geografía, junto a las ambiciones de Rusia e Irán –dominadores del grupo de países vecinos del Caspio– juegan en su contra. Turkmenistán ha presentado un proyecto para construir una tubería submarina que salve la tara geográfica que representa el mar interior y le permita conectarse con Nabucco a través de Azerbaiyán y Armenia. Al proyecto se opone –por “razones ecológicas”– Irán. Teherán propone que el gas turcomano salga a través de la gran tubería que planea construir de Norte a Sur y llegue a Europa a través de un ramal que conecta Irán con Turquía.
La opción permitiría reducir, en parte, la dependencia de Europa del Este del gas ruso, y en un futuro, sumar el gas iraní al proyecto Nabucco. La última razón hace referencia a una cuestión que en ocasiones se tiende a olvidar. Si se cumplen las expectativas, y en siete años, Turquía se integra en la UE, Irán, con sus cerca de 80 millones de habitantes, se convertirá en uno de los países vecinos de la UE. Un inmenso mercado que, pese a su vocación pro americana y al ímpetu chino, quedará abierto a las empresas europeas, con las ventajas que ofrece la política de vecindad. Además, no resultará atractivo tener un enemigo a la puerta de nuestra casa.