Líbano, relegado por las potencias occidentales a su condición de Estado colchón

El país está abocado a los crueles juegos de la geopolítica internacional y regional.

Georges Corm

La entidad política libanesa vio la luz en el orden internacional a mediados del siglo XIX. Este nacimiento tuvo lugar gracias a la rivalidad franco-inglesa por controlar la Ruta de las Indias, rivalidad que se concretará en la expedición de Napoleón Bonaparte a Egipto en 1798 y que no desaparecerá hasta el fin de la Segunda Guerra mundial. Claro que desde finales del siglo XVIII los emires de Líbano, aprovechando el ascenso de Europa, habían hecho gala de veleidades de emancipación de la tutela otomana.

Si el emir Fajreddine (1572-1635) fracasó en su tentativa y acabó decapitado en Estambul, el emir Bachir II Chehab (1789-1841), tras seguir sus pasos, concluyó su reinado en el exilio, mientras franceses e ingleses se dedicaban a dividir la montaña libanesa en una prefectura maronita y una prefectura drusa (1840-1860), bajo sus respectivas influencias. Esta división del país verá su fin en 1861, a raíz de nuevos enfrentamientos comunitarios entre maronitas y drusos, alimentados por las peleas de las potencias europeas entre ellas y contra el Imperio Otomano. Es entonces cuando el país se reunifica, pero esta vez bajo el doble condominio de las potencias europeas (Francia, Austria, Prusia, Rusia, Inglaterra) y del sultán otomano.

Un consejo constituido por los cónsules de las potencias se reúne con el gobernador de Líbano, que debe ser designado por el sultán entre sus súbditos cristianos (pero no libaneses) del Imperio. Como puede apreciarse, el nacimiento de Líbano moderno estuvo marcado por dos hechos. Por un lado, la rivalidad existente entre las potencias, pero también la que enfrentaba al Imperio Otomano a esas mismas potencias; por el otro, la institucionalización del comunitarismo político, que permite que se reproduzcan los juegos de las potencias y se autoperpetúen en suelo libanés. En virtud de esta institucionalización, en ese país el poder local se reparte según el peso demográfico de las comunidades.

Los representados en el Parlamento no son ciudadanos libres de toda sumisión, sino comunidades religiosas, que encomiendan su representación a ciudadanos pertenecientes a esas comunidades, con las que las potencias europeas y regionales han tendido numerosos puentes culturales, económicos y políticos. Líbano es, pues, un Estado colchón por dos razones: desde su nacimiento, ha sido escogido como espacio simbólico de la influencia respectiva de las grandes potencias europeas, pero también como espacio de conflicto –unas veces amortiguado, otras abierto y violento– entre un Imperio Otomano en decadencia y unas potencias europeas en plena expansión. Esta vocación de Estado colchón nunca abandonará al Líbano, reforzada por la perpetuación del sistema comunitario, e incluso volviéndose más sólida con el tiempo.

Y representa el principal canal de influencia de las potencias en los asuntos del país. Por eso, desaparecido el Imperio Otomano y transcurrido el periodo de control directo de Líbano por parte de Francia (1919-1943), el país, independiente desde 1943, volverá a ejercer de doble espacio de confrontación. Para empezar, el de la rivalidad entre la URSS y Estados Unidos por el control de Oriente Próximo, pero también entre las potencias occidentales, lideradas por EE UU, y los gobiernos árabes, que tratan de hacer frente a esta dominación norteamericana (en particular, el Egipto de Nasser, Siria e Irak, por no hablar de las iniciativas panárabes y palestinas anti-imperialistas).

Cuando los movimientos palestinos de resistencia se refugian en Líbano tras ser expulsados de Jordania en 1969, el territorio libanés se convierte, además, en un espacio de confrontación entre el ejército israelí y esos movimientos (1975-1982), pero también en un espacio de confrontación entre algunos regímenes árabes que tienen políticas opuestas con respecto a la naturaleza de las relaciones a mantener hacia Occidente, Israel y la URSS (1982-1990).

A partir de la revolución iraní de 1979, la ideología del imán Jomeini penetra en Líbano, lo que agrava la complejidad de la escena libanesa. Cansadas del embrollo libanés, que se vuelve imposible de abordar a partir de 1982, fecha de la segunda invasión israelí, las potencias occidentales, con EE UU a la cabeza, deciden, en 1990, encomendar la gestión de Líbano a Siria, recién incorporada a la coalición contra Irak, que invade Kuwait en agosto de ese mismo año. Dichas potencias ya habían intentado, aprovechando la invasión de 1982, imponer a Líbano un gobierno proisraelí, dispuesto a hacer las paces con el Estado de Israel.

El fracaso de esta experiencia y los ocho años caóticos que sucedieron les empujaron finalmente a desinteresarse de la suerte que corriera el país. Así es cómo, por unos años, Líbano deja de desempeñar el papel de Estado colchón, al estar bajo tutela siria. Una tutela que, sin embargo, solo es parcial, ya que Damasco debe compartirla con Arabia Saudí, donde Rafik Hariri, que accede al cargo de primer ministro en 1992, es el hombre de influencia, ahora ineludible. La propia Siria está, desde principios de los años ochenta, estrechamente vinculada a Irán, con el que forma un eje en la región. No obstante, en el umbral de los años noventa, el territorio parece encaminarse por fin hacia la paz. En 1991 arranca en Madrid un proceso de solemnes negociaciones entre Israel, la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) y los países árabes.

Dicho proceso desemboca en los Acuerdos de Oslo entre la OLP e Israel en 1993. Asimismo. En 1995 nace el Proceso de Barcelona, con el objeto de crear una zona de librecambio euromediterránea, que debe reunir a los países árabes e Israel. Por último, a principios de los años 2000, Siria inicia una tímida apertura económica, tras la muerte del viejo dictador, Hafez el Assad. Las potencias occidentales confían en que su hijo, Bachar, pueda desvincularse de su alianza con Irán y abandonar el viejo sistema político baazista que cimienta el régimen sirio desde hace más de 30 años.

Sin embargo, esas evoluciones positivas no tardarán en verse eclipsadas por una sucesión de acontecimientos dramáticos: la segunda Intifada palestina, que estalla a finales del año 2000, como consecuencia de la parálisis del proceso de paz israelo-palestino y la continua extensión de los asentamientos israelíes, los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EE UU y la invasión de Afganistán, seguida de la de Irak en 2002-2003, más las continuas amenazas contra el régimen sirio en boca de la administración americana, que decide quitarle a Siria de la gestión de Líbano.

La Resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU, en septiembre de 2004, con el beneplácito conjunto de EE UU y Francia, pretende separar a Líbano de Siria y desarmar los campos palestinos de Líbano, así como la facción libanesa Hezbolá, dotada de gran prestigio como artífice de la retirada, sin contrapartida, del ejército israelí del sur del Líbano, tras 22 años de ocupación (1978-2000). En la retórica americana de lucha contra el terrorismo, Hezbolá en Líbano, como Hamás en Palestina, se confunden con el terrorismo de los grupos partidarios de Bin Laden, de inspiración wahabí, y esas dos organizaciones político-militares se consideran meros instrumentos a merced del eje sirio-iraní.

A raíz de todo ello, la escena libanesa estará, en lo sucesivo, otra vez quebrada por las potencias occidentales como espacio de enfrentamiento entre un eje árabe llamado de la “moderación” (Egipto, Arabia Saudí y Jordania), con el apoyo de EE UU, por un lado, y un eje sirio-iraní, considerado por las potencias occidentales responsable del terrorismo y de las formas violentas de resistencia al Estado de Israel o a EE UU, por el otro. A raíz del atentado de naturaleza terrorista dirigido contra Rafik Hariri, en febrero de 2005, las tropas sirias abandonan Líbano, pero el país conoce una serie de nuevos asesinatos políticos cuya responsabilidad las potencias occidentales atribuyen a Siria.

Los medios de comunicación crean una división artificial de la población libanesa, entre los “proamericanos” y los “prosirios”: a partir de ahora, todo análisis emitido por los responsables políticos o la prensa occidentales calificará de prosirio a cualquier partido o comentario de cualquier observador libanés sin afiliación política que se oponga a esta política norteamericana. Incluso el general Michel Aun, líder de la Corriente Patriótica Libre y héroe, si es que lo fue, de la lucha contra la ocupación siria, se considera, en lo sucesivo, prosirio, mientras que los antiguos pilares de la dominación siria de Líbano (sobre todo el partido del “Futuro” de Hariri o el partido denominado “socialista” de Yumblatt) son calificados desde el primer momento de “liberadores” del país del yugo sirio y de “resistentes” entre los países occidentales.

Al haber tomado distancia con respecto a los antiguos prosirios y firmado en febrero de 2000 un documento denominado “de alianza nacional” con Hezbolá, el general Aun, de vuelta a Líbano en 2005, recibe el apelativo de prosirio. El documento aborda todas las grandes cuestiones que agitan al país: la necesidad de mantener una democracia consensuada, de definir una política de defensa coherente, lo que abre la vía a una integración del brazo armado de Hezbolá en el ejército oficial, a la instauración de relaciones diplomáticas y la delimitación de las fronteras con Siria. El documento sirve como argumento propagandístico para incluir al general en el bando de los prosirios, solo por haberlo firmado con Hezbolá, formación considerada poco más que un instrumento del eje sirio-iraní.

En el terreno, la alianza existente entre estos dos grandes partidos impide que se instale la temible división cristiano-musulmana, responsable del estallido del país entre 1975 y 1990. En esta coyuntura, puede explicarse la lógica bélica que lleva Israel en Líbano durante el verano de 2006, como represalia por el secuestro por Hezbolá de dos de sus soldados en la zona fronteriza entre los dos países. El gobierno israelí, que goza del apoyo manifiesto y entusiasta de EE UU, no oculta que se dispone a aplicar por la fuerza la Resolución 1559 del Consejo de Seguridad, desarmando a Hezbolá, algo que el gobierno libanés no ha sido capaz.

Sin embargo, éste no resiste los efectos de esta guerra, ni la insistencia americana y francesa por instituir un tribunal internacional dotado de competencias exorbitantes para juzgar a los asesinos de Rafik Hariri, que dos años y medio después del crimen, no ha sido identificados claramente, a pesar de las denuncias reiteradas contra el gobierno sirio y cuatro antiguos militares libaneses, responsables de los organismos de seguridad, que siguen pudriéndose en la cárcel, sin que la justicia libanesa haya formulado ninguna acusación formal. En este punto, conviene recordar la existencia, desde 2005, de una Comisión de Investigación Internacional, creada y gestionada por Naciones Unidas, que cuenta con un personal de al menos 200 personas, entre expertos y empleados. Su primer responsable, el juez alemán Detlev Mehlis, había sembrado dudas sobre la imparcialidad de la Comisión; su sucesor, el juez belga Serge Brammertz, aun habiendo restablecido su credibilidad, no parece estar logrando resultados concluyentes.

Además, los ministros representantes de la comunidad chií dimiten en diciembre de 2006, lo que, en condiciones normales, debería haber conllevado la dimisión del gobierno en pleno. No obstante, el primer ministro, presionado por Occidente, se niega a dimitir. Se acentúa la división entre los libaneses, ahora reducidos por la prensa internacional a identificaciones simplistas. Todo aquel libanés que no apruebe la política occidental en la región se considera automáticamente un mero satélite del eje sirio- iraní.

A pesar de las advertencias, procedentes de varias fuentes serias, sobre la multiplicación de la presencia de grupos yihadistas en Líbano, en medio de la indiferencia, cuando no de la complicidad tácita o activa del primer ministro libanés y sus aliados “pro-occidentales”, nada se hace por detenerlos. Y así, en mayo de 2007, estalla la batalla del campo de refugiados de Nahr el Bared, en el norte del país, dominado por uno de esos grupos (Fatah Al Islam). Éste la emprende contra el ejército libanés, que se adentra en una larguísima contienda, por la que se paga un alto precio en vidas humanas. Evidentemente, este conflicto pone sobre el tapete la cuestión de los campos palestinos de Líbano, otro motivo de preocupación presente en la Resolución 1559, que, en definitiva, habrá contribuido a desestabilizar gravemente Líbano, tras haberlo desembarazado de la tutela siria, donde lo había sumido la propia política americana 15 años atrás.

Dudas sobre el futuro

Líbano está sumido, más que nunca, en su calidad de Estado colchón. ¿Resistirá a la desintegración que lo acecha a raíz de las manipulaciones de que es víctima? Sin duda, eso dependerá de varios factores, uno de los más destacados el peso de la intervención occidental en los asuntos internos del país que, desde el periodo 1840-1860, nunca había sido tan intensa, en toda la historia contemporánea de Líbano. Otro factor a tener en cuenta será la preservación de la línea de paz civil interna que ha adoptado Hezbolá, consagrada mediante el documento “de alianza nacional” firmado con el Movimiento del general Aun.

Por último, un tercer elemento será la evolución de la política americano-israelí en la zona. La política de fuerza y ocupación de territorios que practican ambos países, la negativa a conceder a los palestinos los derechos legítimos a la dignidad humana, la demonización de Irán y Siria, y también la de Hezbolá y Hamás en Palestina, constituyen factores que no hay que perder de vista. Abocado desde 2003 a los crueles tejemanejes de la geopolítica internacional y regional, ¿podrá Líbano, relegado a su condición primera de Estado colchón, liberarse de dicha condición, sin volver a caer bajo el yugo de su vecino sirio ni permanecer en la órbita de las potencias occidentales y de los países árabes aliados, con Arabia Saudí a la cabeza? Solo el tiempo lo dirá.

El hecho de que la sociedad civil libanesa se haya resistido hasta ahora a enrolarse en acciones violentas, a diferencia de 1975, es una señal positiva. No obstante, frente a una crisis constitucional que empeora día a día, así como la proximidad de las elecciones presidenciales y el riesgo de que los parlamentarios no logren ponerse de acuerdo sobre el nuevo jefe de Estado, ¿podrá el país plantar cara a una desintegración? Son muchos los interrogantes, a merced de una futura distensión regional, que depende de la política hegemónica que practican EE UU y su aliado israelí.