Lento y complicado proceso de institucionalización en Irak

Dada la extrema fragilidad del país, aprobar una Constitución con la que todos los iraquíes se identifiquen no será fácil.

Domingo del Pino, periodista, consejero editorial de AFKAR/IDEAS

En el tercer aniversario de la guerra de Irak, la constitución de su Asamblea Nacional, la primera en la historia de esa nación que surge de unas elecciones aceptablemente limpias, constituye el primer indicio de normalidad en un país donde prácticamente nada es normal. Lo controvertido de los resultados de las elecciones legislativas del 15 de diciembre de 2005 no le quita valor a ese ejercicio democrático. Como síntoma de que algo puede estar cambiando en Irak, la afluencia masiva a las urnas de los iraquíes –el 70%, casi 11 millones de electores– representó por sí sola una formidable desautorización del insólito intento de cinco grupos islamistas radicales de intervenir en el proceso electoral declarando “ilícita” y “contraria a la sharia” la asistencia a las urnas.

Entre esos grupos se encontraba el del jordano Abu Musab Al-Zarqawi que proclamó la determinación de los cinco de continuar la yihad hasta el establecimiento de un Estado islámico en Irak. La nueva Asamblea Nacional de 275 miembros está dominada por los 128 diputados chiíes de la Alianza Unida Iraquí a la que le bastaría el apoyo de los 53 diputados del bloque kurdo para tener la mayoría absoluta de 137 diputados necesaria para formar gobierno. La idea, no obstante, es la de un gobierno de unidad nacional que incluye sobre todo una representación en el gobierno del Bloque Arabe Suní. Al fin y al cabo los suníes, que habían boicoteado las primeras elecciones para una cámara provisional de enero de 2005, obtuvieron 44 escaños.

Sin los suníes cualquier intento de gobierno resultaría problemático. Sobre todo en esta etapa en que una de las principales tareas que tiene por delante el legislativo elegido es elaborar la Constitución definitiva del país. El rechazo moral y de principio a la intervención militar, sea cuál sea el país en que se produzca, no debe impedir reconocer que puede que la política americana en la región esté cosechando en Irak sus primeros éxitos, precarios, desde 2003. Más allá de esas consideraciones éticas, la invasión ya no tiene remedio y Oriente Próximo parece encaminarse de forma acelerada hacia una situación de incertidumbre generalizada, así es que si la aventura de Irak comienza a solucionarse, hay que saludarlo y apoyarlo.

Aún así, queda por demostrar en la práctica qué significa gobernar en Irak, con un ejército extranjero de más de 100.000 hombres en su suelo al que la mayoría del país le pide que se vaya, con un terrorismo que no concede tregua, una guerra de guerrilla que se extiende por todo el territorio, y con un Parlamento democrático pero que reproduce la división confesional y étnica del país y tiende a facilitar la creación de tres regiones que aspiran a funcionar con una autonomía relativamente grande.

El ejemplo de Líbano

Gestionar la diversidad confesional, étnica y cultural en regiones donde la fidelidad del voto es históricamente para la etnia, el grupo o la familia, es una experiencia nueva que tendrá que hacer el gobierno iraquí y sus ciudadanos. La experiencia de Líbano, igualmente atomizado cultural, étnica y confesionalmente, puede resultar atractiva a los nuevos gobernantes iraquíes si las dificultades futuras les abruman demasiado.

Con mayor motivo si se tiene en cuenta que chiíes y kurdos son mayoritarios en dos regiones donde el petróleo es más abundante que el agua. El pacto nacional libanés de 1943, firmado entre todas las confesiones libanesas tras la independencia de Francia, más allá de la democracia y de los procesos electorales, estableció un sistema de reparto auténticamente confesional del poder. Aquel sistema funcionó mientras que el censo de población sobre el que se basó la distribución de los puestos en el aparato del Estado, desde las más altas magistraturas a los cargos intermedios, no fue puesto en tela de juicio por ninguna de las partes.

Pero la historia reciente de Líbano recuerda también que los pactos de ese tipo no son más que un statu quo permanentemente cuestionado. Los llamados Acuerdos de Taif (firmados en esa ciudad saudí en noviembre de 1989), introdujeron un nuevo acomodo en el reparto del poder una vez más al margen de los procesos electorales y de la democracia. No obstante, uno de sus siete puntos disponía, como precaución necesaria, que más allá del carácter confesional del país, el Estado libanés es unitario, lo que implica que no puede transformarse en una federación de comunidades confesionales.

Ésta es quizá una cláusula que los iraquíes deberán introducir en algún momento en sus acuerdos, si es que esa unidad del Estado, que es también exigencia de los países árabes, coincide con la visión de futuro de la administración americana para Oriente Próximo. ¿Bastan unas elecciones legislativas, un Parlamento, y un gobierno para proclamar que ése es el fin de la historia –de Irak– en el sentido que lo entendía Francis Fukuyama? A los hechos habrá que remitirse, pero la guerra de Irak y el terrorismo han contribuido a convertir los actuales conflictos potenciales de Oriente Próximo –Irán, Siria, y Líbano–, en interdependientes. El más interdependiente de todos ellos es el palestino-israelí que, desde principios del siglo XX ha determinado el curso de los acontecimientos en esa región. Todos los países que se opusieron o se negaron a reconocer el derecho a la existencia del Estado de Israel o siguen poniendo condiciones para hacerlo, por un motivo u otro –Irak, Irán, Siria y los chiíes palestinos– están en el punto de mira de los planes americanos de democratización “asistida” de Oriente Próximo.

La democracia, no cabe duda, es la gran asignatura pendiente de la mayoría de los países árabes, pero por sí sola no cambiará la percepción generalizada de los árabes y de los musulmanes del mundo de que son objeto de una injusticia histórica. Profetizar el pasado o especular con condicionales retrospectivos es un ejercicio inútil y una pérdida de tiempo, pero son tantas las ocasiones perdidas de establecer la paz –no la paz angelical y seráfica que no existe, sino la paz de los compromisos, de los arreglos–, que en el presente solo destacan la visión terrorista y suicida de un lado, y del otro la aparente decisión de imponer por la fuerza los Estados de Derecho pero regir no ya el empleo de la fuerza sino de la presión política cuando se trata de imponer las leyes a los países amigos.

Aunque la situación en otros frentes, como el de Irak y Siria, tiene en la actualidad una cierta especificidad no necesaria o exclusivamente ligada al conflicto palestinoisraelí, la mayoría de los analistas árabes coincide en señalar que no habrá avances duraderos en los otros frentes –Irak, Irán, Siria, Líbano– si no se pone en marcha el proceso de paz palestino-israelí y se aplica la Hoja de Ruta del Cuarteto (Estados Unidos, Europa, ONU y Rusia). En este sentido, la desaparición de la vida política activa del primer ministro israeli, Ariel Sharón, y el formidable e inesperado triunfo electoral de la organización Hamás, que EE UU e Israel han catalogado como terrorista, más las carencias, véase corrupción, de la Autoridad Nacional Palestina, han abierto una nueva etapa de incertidumbre para Israel y para Oriente Próximo.

Los palestinos afirman que le es indiferente quien gobierne en Israel, el Likud, los Laboristas, o la nueva formación creada por Sharón, Kadima (Adelante en hebreo), pero el triunfo electoral de Hamás no deja a nadie indiferente. Entienden que fueron los laboristas israelíes los que comenzaron la estrategia de colonización de los territorios ocupados y quienes más colonias han construido en sus periodos de gobierno y que, a fin de cuentas, todos los gobiernos israelíes tienen la misma actitud hacia los palestinos.

Los diferentes conflictos de Oriente Próximo con Occidente se plantearon en el pasado y lo están en el presente de una forma tan antinómica que impidieron que los suníes pudieran explorar por sí mismos, en la segunda mitad del siglo XIX, hasta dónde podían llegar con las reformas que intentaban imponer en el mundo islámico. A fin de cuentas, el reformismo, desde los mutazilitas de los primeros tiempos del islam en el siglo IX, o en las últimas décadas del Imperio otomano, ha formado siempre parte de unas elites arabe-musulmanas que intentan encontrar sus propias vías hacia la modernidad.

Nuestros Estados y gobiernos como tales ni siquiera se dieron por enterados de que también entre los chiíes ha existido un movimiento reformista muy importante, probablemente de mayor alcance que el reformismo suní y que tal vez hubiera permitido una convergencia de valores espirituales, morales y, en definitiva, democráticos y de sistemas jurídicos con Occidente, desde la diferencia. Poco importó a las potencias coloniales el movimiento de reformas que los chiíes del Yebel Amal de Líbano emprendieron desde finales del siglo XIX que, a diferencia del reformismo suní que preconizaba el retorno a los orígenes, a los salaf, a los antepasados, privilegiaban el iytihad o la interpretación que numerosos Estados árabes con menos fuerza moral, intentan imponer hoy como paliativo frente al rigor integrista y extremista.

A diferencia de los suníes, los chiíes distaban mucho de considerar el periodo de la aparición del islam como la “edad de oro” en que lo convierten los suníes, o a los “compañeros” del profeta Mahoma como los antepasados a glorificar. Los chiíes del Yebel Amal fueron pioneros de la reflexión reformista de mayor envergadura en el entorno del chiísmo de su época. La ignorancia o el menosprecio occidental por esos reformismos y la falta de aliento o desconsideración con que los trataron los gobiernos occidentales, preocupados primero por la colonización, luego por el control de los Estados independientes y hoy por la seguridad, energética y de todo tipo, equivaldría en una situación histórica invertida a que el islam, eventualmente colonizador, hubiese ignorado por completo la importancia de la reforma luterana y se hubiese quedado con la imagen del cristianismo de las cruzadas.

Europa ha perdido la oportunidad de ser más sutil y más comprensiva, más democrática en definitiva, y EE UU, a pesar de los medios de análisis y de reflexión de que dispone, de un alto nivel universalmente reconocido, ni siquiera parece darse cuenta de que ninguna victoria militar es eterna y que las guerras solo producen afanes de revancha. Ahora solo queda esperar que la aventura de Irak salga bien o no del todo mal, y que no sea necesario ir a nuevas aventuras en Irán y Siria. La declaración del presidente francés, Jacques Chirac, en enero de 2006, en plena crisis occidental con Irán, de que Francia no excluye una respuesta nuclear contra Estados terroristas, viene a recordar que los neoconservadores norteamericanos no tienen el privilegio ni la exclusiva de esas maneras extremas que con frecuencia asustan y permiten interrogarse sobre qué tipo de mundo queremos construir o destruir.

Los chiíes, que ya disponen de un Estado propio en Irán, que han triunfado en las elecciones legislativas palestinas de enero, que triunfarán en las libanesas cuando tengan lugar, que controlan el gobierno de Irak y una de las regiones del país más sensibles para la seguridad de Occidente, vuelven a estar en primera línea de la actualidad en Oriente Próximo. Los reformismos han quedado olvidados tanto entre chiíes como entre suníes, y mientras los moderados de una y otra rama del islam permanecen en hibernación, se ha producido una evolución de los radicalismos extremos de ambas confesiones hacia el terrorismo.

Aprobar una Constitución con la que todos los iraquíes se identifiquen no será fácil pero, a este respecto, la situación de Irak es hoy mejor que la de 2002. Ya no queda formalmente nada de la gran estructura de control de la sociedad, del poder y de los aparatos de seguridad del Estado que había montado el partido Baas iraquí. Tampoco queda nada del poder personal de la familia de los takriti aunque los abogados de Sadam Hussein intenten convertir el proceso contra él por crímenes contra la humanidad en una denuncia de quienes le juzgan. Irak tiene ahora una Asamblea Nacional legítimamente elegida, un jefe de Estado, vicepresidente, primer ministro y gobierno de coalición que representa a todos los grupos y sensibilidades del país con arraigo social. Todas las condiciones que el país necesita para dar un gran salto político hacia delante en la próxima década están reunidas.

Pero también existe una fragilidad extraordinaria en todo lo logrado. La ocupación americana no solo es un problema como tal, sino que dejó en la calle a una buena parte de los cuadros del Baas que a su vez estaban en la administración iraquí. Sobre todo dislocó y licenció a un número considerable de oficiales y militares y de fuerzas de seguridad que probablemente debió conservar. La frecuencia y el ritmo de los atentados terroristas y la transformación de Irak en vasto campo de experiencia y entrenamiento para el terrorismo debería permitir de una vez por todas reflexionar y sobre todo actuar contra una “logística” del terrorismo que por su envergadura escapa a las posibilidades de los grupos extremistas, por muy poderosos que sean.

El sistema constitucional y gubernamental que se ha puesto en marcha en Irak puede, en determinadas circunstancias, sucumbir a la tendencia natural de los chiíes iraquíes a aliarse con sus correligionarios de Irán, y de los kurdos a independizarse de unos poderes que siempre les oprimieron y con los que no tienen afinidades básicas que justifiquen el reconocimiento mutuo en un Estado único.

EE UU y eventualmente Europa también pueden tener la tentación de importar a Irak fórmulas de organización confesional del Estado como la libanesa, anticuada y anacrónica, pero que tendría la ventaja de dispersar en varias entidades autónomas la fuerza de un país de un gran potencial económico, militar y humano como es Irak. En este país, como en el resto de Oriente Próximo, la acción política debería ser la que proporcione a los filósofos elementos para deducir si vamos hacia un choque de civilizaciones o hacia el fin de la historia, y no al revés.