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Co-edition with Estudios de Política Exterior
Estados Unidos en Oriente Próximo
El petróleo, la campaña de ‘democratización’, la guerra contra el terrorismo y el ‘lobby’ judío, factores que marcan la política exterior americana en la región.
Norman BIrnbaum, catedrático emérito del Centro de Derecho de la Universidad de Georgetown y asesor del Comité Progresista del Congreso
Un análisis sobre la presencia americana en Oriente Próximo requiere un repaso a la manera de elaborar la política exterior de Estados Unidos en la región. También exige ser conscientes de que el futuro, incluso el inmediato, puede ser distinto del pasado. Mientras escribo estas líneas, EE UU lidia con las consecuencias de la victoria electoral de Hamás en Palestina. La secretaria de Estado, Condoleezza Rice, en un sorprendente momento de honestidad para alguien tan evidentemente cómodo con la manipulación de la opinión pública, ha reconocido que el gobierno de EE UU quedó sorprendido por el resultado.
EE UU también está intentando convencer al resto del mundo de que el programa nuclear de Irán supone una gran amenaza para la estabilidad regional y, desde luego, para la mundial. El objetivo de la campaña no es, como veremos, unificar al mundo en torno al liderazgo de EE UU, sino neutralizar y reducir a la oposición en caso de que, como es perfectamente posible, EE UU utilizara la fuerza militar además de operaciones encubiertas contra Irán. Por último, está el estallido de protestas por la publicación en un periódico danés xenófobo de una tira cómica que todo el mundo musulmán ha considerado ofensiva. El gobierno de EE UU se ha apresurado a criticar la publicación, pero la política americana en Oriente Próximo comparte algunos de los aspectos de una cruzada contra el islam. Por tanto, hay muchos cambios en marcha.
Los ideológos de la política exterior
Cómo se elabora la política exterior de EE UU en la región? El presidente y su personal de la Casa Blanca fijan en apariencia los objetivos y toman las decisiones importantes, pero la ejecución queda en manos de los departamentos de Estado y de Defensa, de la Agencia Central de Inteligencia y de las ramas económicas del gobierno. El consenso respecto a las prioridades entre estos organismos es la excepción más que la norma. Las fuerzas armadas mantienen sus propios contactos con homólogos de otros países, al igual que los departamentos especializados en operaciones encubiertas.
El Congreso debe aprobar la financiación para la política exterior, pero también se encuentra dividido entre la mayoría y la oposición (ahora los demócratas) y sometido a las presiones de grupos externos integrados por patrocinadores a gran escala o grupos capaces de influir en bloques cruciales del electorado. En lo que respecta a la política exterior, las universidades americanas son un tanto independientes de las presiones políticas inmediatas, pero muchos de los catedráticos que trabajan en asuntos internacionales tienen ambiciones de entrar o influir en el gobierno y están completamente domesticados.
Quienes informan desde el extranjero u observan en Washington la política exterior en los medios de comunicación no suelen destacar por su conocimiento de la historia (ni siquiera la historia americana) o de la regiones desde las que informan. Nuestros medios, ostensiblemente libres, con frecuencia constituyen un organismo de propaganda no oficial para la hegemonía global de EE UU, una condición que en ocasiones se ha visto salpicada por la publicación de hechos que los políticos preferirían ver suprimidos. El limitado interés de los medios por sacar los colores al gobierno no debe confundirse con la crítica sistemática.
Por último, ¿qué hay de la ciudadanía? Al fin y al cabo, somos una democracia y las cuestiones sobre política exterior se someten a votación. La pega es que la opinión pública solo está comprometida parcialmente: en las recientes elecciones presidenciales, el índice de participación rondó el 50%. A la mayoría de los ciudadanos les preocupa la lucha por la existencia en su vida diaria, que ya es bastante difícil de por sí en una sociedad de mercado sin los amplios servicios públicos y las instituciones estatales de bienestar de Europa occidental. Además, la mayoría carece de los conocimientos y la capacidad crítica para realizar un escrutinio de lo que ven en televisión o de lo que los presidentes, generales y políticos les dicen. Solo un reducido número de americanos tiene lazos con Oriente Próximo, a través de la familia, el servicio militar o los estudios, en contraste con grupos mucho más numerosos con vínculos con Asia, África, Europa o Latinoamérica (los arabo-americanos, en su mayoría cristianos, no suponen más de un 1% de la población). Por tanto, la ciudadanía es más pasiva que activa.
¿Cuáles son los elementos de la política de EE UU hacia Oriente Próximo?
Sin duda, garantizar un suministro fiable de petróleo es primordial. EE UU, que representa un 5% de la población mundial, consume un 25% del petróleo del mundo. Oriente Próximo, que produce un 30% del petróleo del planeta, es, en ese sentido, indispensable para EE UU. Las empresas petrolíferas americanas son omnipresentes en Oriente Próximo. Otros segmentos del capital de EE UU (construcción, finanzas, seguros, servicios profesionales y técnicos) han colonizado economías enteras.
A pesar de sus grandes acumulaciones de capital, las economías de Oriente Próximo no son ni mucho menos independientes y están integradas en el capitalismo global –que a su vez sigue dominado por EE UU– en formas que las convierten en parte del imperio americano. Cada uno a su manera, Mohamed Mosadegh, y más tarde los líderes de la República Islámica de Irán, Sadam Hussein en Irak y Muammar el Gaddafi en Libia, al aspirar a la autonomía se granjearon la enemistad de EE UU. Por el contrario, la casa real de Arabia Saudí, los territorios del Golfo dominados por los jeques y Kuwait han aceptado –aunque con algunas reservas– una relación con EE UU que no es de asociación, sino de dependencia militar y política.
Sin petróleo, con el naserismo convertido en un recuerdo que se desvanece y con otras fuerzas reprimidas, Egipto, debido a su población y ubicación, se ha visto obligado a la misma dependencia. Jordania es un Estado cliente, Líbano un problema y Siria resulta irritante. Sin embargo, la situación es mucho más compleja que la necesidad de dominar la región con el objetivo de obtener petróleo. Los aliados europeos de EE UU, y sus grandes aliados del Pacífico, Japón y Corea del Sur, también dependen del petróleo de Oriente Próximo. La reivindicación americana de una hegemonía global se basa en su capacidad militar para proteger a quienes siguen su órbita política.
Ello da a EE UU un incentivo geopolítico para dominar la región que tiene que ver con el petróleo, pero que es relativamente autónomo del mismo. La caída de la Unión Soviética brindó a EE UU una oportunidad –mucho antes del conflicto en Afganistán con Al Qaeda y los talibanes– para establecer bases en varias de las ex repúblicas soviéticas. Las fuerzas del ejército y la influencia política de EE UU han penetrado en toda la región que se extiende entre China y Rusia. Turquía, antaño un miembro valioso de la OTAN como un baluarte contra la antigua Unión Soviética, ahora es mitad aliado y mitad Estado cliente. Es EE UU el que impone a la Unión Europea (UE) que admita la plena adhesión de Turquía para evitar que se convierta en un Estado islamista o que incremente la independencia que ha demostrado al negarse a colaborar en el ataque contra Irak o a permitir que se utilizara su territorio para invadir el norte de este país.
El cálculo a largo plazo de los planificadores americanos es que una Turquía integrada en Europa sería un baluarte contra el islamismo. Llegamos a los componentes ideológicos del papel americano en Oriente Próximo. El primero es evidente: la población de EE UU es cristiana aproximadamente en un 96%. Ello trae consigo una profunda ambivalencia hacia el islam. Los apologistas e ideólogos de la “guerra americana contra el terrorismo” –muchos de ellos charlatanes y otros ambiciosos oportunistas– no se cansan de describir como real una ofensiva para reinstaurar un califato, desde Marruecos hasta Indonesia. Ésa es la versión americana de una reconquista islámica, todavía más aterradora en vista de la ignorancia de EE UU sobre el islam, su historia, sus divisiones internas y su variedad cultural.
Un porcentaje significativo de los cristianos americanos, puede que hasta una tercera parte, suscriben un literalismo bíblico e interpretan la historia desde el punto de vista de la llegada del Apocalipsis, la batalla final contra el mal. El propio presidente, George W. Bush, podría encontrarse entre ellos. La idea de EE UU no solo como una nación cristiana, sino como un “país redentor” con una misión divina especial, es una fuente importante de la creencia de numerosos americanos –a menudo no mancillada por comparaciones reales con otras sociedades– de que la suya es la “mejor nación sobre la Tierra”.
De forma implícita, la idea de una misión especial otorga a EE UU poder para, si no puede convertir del todo al resto del mundo a los valores americanos, liderar a las partes menos favorecidas de la humanidad, menos favorecidas porque no son americanas. Los fundamentalistas protestantes, a los que se unen los católicos tradicionalistas, suponen gran parte del electorado republicano. Otro aspecto no menos grotesco de la situación es que los republicanos imperialistas de una especie más sofisticada desean liberar a los países islámicos de su esclavitud de las creencias, mientras que sus aliados fundamentalistas pretenden restringir la enseñanza de la evolución en los colegios públicos.
En el transcurso de las últimas décadas, los protestantes fundamentalistas han establecido una alianza con buena parte de los judíos americanos. Los judíos, un 2% de la población, son uno de los grupos más cultivados y prósperos, muy visibles en las artes, la cultura, la educación, las leyes, la medicina y la ciencia, las finanzas, los medios de comunicación y los nuevos sectores tecnológicos. La mayoría de los judíos americanos son descendientes de la inmigración judía de Europa del Este de finales del siglo XIX y principios del XX, y poseen recuerdos familiares de discriminación social y antisemitismo activo, ahora aplacados en gran medida o clandestinos. También conservan recuerdos de su impotencia política para ayudar a los judíos europeos durante el Holocausto, y ello se ha traducido en una fuerte identificación con Israel, precisamente por parte de quienes no tienen la menor intención de trasladarse allí. Y se da otra paradoja.
Gran parte de los judíos de EE UU son, según criterios americanos, “liberales” (en Europa serían socialdemócratas) y se inclinan instintivamente por un apoyo a los laboristas y el partido de la paz y la reconciliación en Israel. Sin embargo, los líderes de la mayoría de los judíos organizados simpatizan con el Likud y el partido Gran Israel. Los judíos constituyen un bloque importante del electorado en California y Nueva York y, en menor medida, en otras grandes zonas urbanas. Votan por los demócratas, aproximadamente en un 70%, y es un cálculo plausible que como mínimo un tercio de la financiación del Partido Demócrata procede de los judíos (aunque muchos de ellos no son seguidores del Likud).
El grupo de presión israelí de Washington es muy dado a servirse de esta situación para influir en ambos partidos. Y no es solo una cuestión de apoyo a Israel: el grupo de presión israelí secunda una política exterior imperialista de EE UU basándose en que cuanto mayor sea la intervención de EE UU en el mundo más importancia cobrará Israel como aliado. Viene bien poner esto en perspectiva. El grupo de presión de Israel ejercería una influencia mucho menor si EE UU no fuera un país en el que las versiones calvinistas del protestantismo llevan a cierto filosemitismo (los judíos son vistos como el pueblo del Antiguo Testamento). El apoyo del grupo israelí al imperio no es responsable de la ideología y la práctica de la dominación global de EE UU, pero está en consonancia con ella.
En todo caso, la ideología imperial en EE UU se vio enormemente impulsada por los atentados del 11 de septiembre de 2001, que amenazaron la idea de invulnerabilidad geopolítica de la nación. En ese marco, al grupo de presión israelí le fue posible asimilar la guerra contra el terrorismo de EE UU y la lucha israelí contra la resistencia palestina. Queda por repasar la doctrina relativamente reciente de la democratización. La secretaria de Estado Rice ha manifestado que ahora EE UU practicará la “diplomacia transformadora” dentro de las fronteras de otros Estados. El último documento de planificación del Pentágono prevé un gran aumento de las fuerzas que pueden actuar dentro de otros países, y en caso necesario, sin el permiso de éstos.
En otras palabras, la administración de Bush ha proclamado un derecho ilimitado a la intervención en cualquier lugar y en cualquier momento, que vendrá dictada por los intereses nacionales del país. Todavía está por ver qué resistencia provoca esto tanto por parte de las naciones enemigas como de las amigas: no será poca. En cuanto a la doctrina y práctica de la “democratización”, no puede decirse que los personajes destacados del aparato de política exterior de EE UU posean un conocimiento sobre la región o se hagan una idea de sus propias limitaciones. Están desencadenando acontecimientos que son manifiestamente incapaces de controlar.
Para Oriente Próximo, la doctrina acentúa las contradicciones de la política americana, que se ha basado en el doble principio de que Israel debe recibir apoyo, haga lo que haga, y de que no se permitirá que caigan gobiernos como el de Egipto, los Emiratos, Kazajstán, Kuwait y Arabia Saudí. El esfuerzo americano por movilizar a la UE, China y Rusia para que bloqueen los proyectos nucleares de Irán encierra la posibilidad de generar más caos en la región, si cabe, que la invasión y la ocupación de Irak. La ocupación no solo fracasa en Irak: en Afganistán se aprecian muy pocos progresos. Los países europeos, con grandes intereses en una región con la que mantienen lazos históricos, han intentado lo imposible con respecto a la ocupación israelí de Palestina: coordinar sus políticas con las de EE UU y hacer justicia a los palestinos. Se han mostrado extraordinariamente pasivos respecto a Israel, al no utilizar el comercio israelí con la UE como un medio de presión.
Con respecto a Irán, se han contentado con una anodina declaración sobre una zona sin energía nuclear en Oriente Próximo y no han abordado lo evidente: que el armamento nuclear de Israel es un incentivo para que Irán desarrolle el suyo. La negativa de Francia y Alemania a enviar fuerzas armadas a Irak no ha venido seguida de un esfuerzo por desarrollar una política autónoma europea en la región. Por el contrario, la actividad diplomática y la energía política se han agotado en la reconciliación con EE UU y en la renovada aceptación de sus reivindicaciones de liderazgo, especialmente por parte de la nueva canciller alemana, Angela Merkel, aunque sus socios de coalición del Partido Socialdemócrata y el ministro de Asuntos Exteriores muestren más reservas. Evidentemente, la situación en los países europeos se ve agravada por las grandes comunidades de inmigrantes musulmanes que ahora se han establecido en Europa.
Los países de la UE todavía no han utilizado estos canales de influencia en las sociedades musulmanas, una posible ventaja en comparación con EE UU. Sin duda, un intento serio por parte de la UE para llegar a una política exterior autónoma y común impondría un límite a las ambiciones de EE UU y constituiría una importante contribución al desarrollo de la paz en la región. Claro que, de momento, hay pocas señales.