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Co-edition with Estudios de Política Exterior

La Unión Mediterránea: ¿qué tipo de puente?
Es urgente adoptar medidas que beneficien a las sociedades del Sur, sobre todo en los aspectos humanos, más allá de intereses económicos y de seguridad.
Hanaa Ebeid
Desde la primera vez que se planteó durante la campaña presidencial, la propuesta de Unión Mediterránea, estrecha y personalmente relacionada con el presidente francés, Nicolas Sarkozy, ha suscitado variedad de reacciones en los países del norte de África y Oriente Próximo. Las respuestas a la iniciativa parecen estar enmarcadas dentro de las relaciones bilaterales con Francia, y la posición general que mantienen hacia los foros de cooperación con la Unión Europea (UE). Esto explica en gran medida el recibimiento tan positivo que Marruecos ha mostrado a la iniciativa frente al rechazo de Turquía, que teme que se trate de un foro sustituto para sus aspiraciones a ser miembro de la UE. En medio de estos dos polos se sitúa un abanico de respuestas más ambiguas en varios puntos de la región, probablemente porque hasta hace poco la naturaleza de la propuesta inicial estaba aun sin definir.
De todas formas, gracias a la dinámica diplomacia francesa, del escepticismo que en un comienzo despertó la iniciativa se está avanzando hacia sugerencias y reacciones más elaboradas en el Mediterráneo. El talante general entre los socios mediterráneos –sin contar a Turquía– tal y como reflejan las declaraciones oficiales, es que se van animando con la idea, incluso aquellos países que, como Egipto, tradicionalmente no comparten una relación cultural o económica especial con Francia. Otros, como Libia, van poco a poco suavizando el tono de sus críticas. Más allá de esta actitud aparentemente positiva hacia el marco de cooperación propuesto, la imagen de la Unión Mediterránea, su futura naturaleza, mecanismos y modos de actuación siguen igual de borrosos para los regímenes y para las poblaciones del Mediterráneo.
Por un lado, la Unión Mediterránea se convertiría en un paraguas que albergaría a 16 países del sur de Europa, Oriente Próximo y norte de África, lo que directamente lleva a la pregunta sobre cómo encajaría dentro de las formas de cooperación mediterránea ya existentes: veáse el Proceso de Barcelona, que con sus 12 años de vida se mantiene como el marco más amplio y estructurado para la cooperación entre las dos orillas del Mediterráneo, o la más reciente política europea de vecindad (PEV). Pero además, hay que añadir otras iniciativas subregionales, como el Diálogo 5+5, iniciado a su vez por Francia en 1990 que agrupa a Libia, Túnez, Argelia, Marruecos y Mauritania con otros cinco países europeos como la propia Francia, Italia, Malta, Portugal y España; o el acuerdo subregional de Agadir dentro del mismo Proceso de Barcelona.
En este sentido y a pesar del insistente énfasis de la Unión Mediterránea sobre que no tiene intención de entrar en conflicto con otras modalidades de cooperación mediterránea, no está claro si la pertenencia a la organización, su agenda y sus mecanismos institucionales interferirían o incluso chocarían con otros proyectos de dicha cooperación mediterránea. Por otro lado, también se especula sobre la “naturaleza” o el “carácter” de esta Unión. Por consiguiente, si la Unión Mediterránea va a actuar como puente, de acuerdo con el discurso del presidente francés, ¿qué tipo de puente es el que se está contemplando?
Aquí la respuesta es incluso más borrosa ya que existe una amplia brecha entre las descripciones de la Unión Mediterránea como puente cultural y la agenda de cooperación que se propone para conseguirlo. El discurso de Sarkozy sobre la iniciativa está cargado de referencias culturales y simbologías, imaginando constantemente a la Unión Mediterránea como un puente cultural entre Europa, Oriente Próximo y el norte de África. Un puente que ayudaría a “resolver la crisis del Islam, que se debate entre la modernidad y el fundamentalismo”, dando la vuelta a lo que se describe como una posible guerra total entre la “Europa cristiana” y el Norte y el “África musulmana” y el Sur. Como sea, la agenda de cooperación de la Unión Mediterránea marcada por la diplomacia francesa hasta la fecha se mantiene en la realpolitik, que gira alrededor del trio seguridad-energía-inmigración, con referencias al intercambio entre los conocimientos franceses sobre energía nuclear con fines pacíficos y el acceso al gas natural y otros suministros energéticos como elementos centrales.
¿Qué beneficios para los países del Sur?
A pesar de las diferentes contradicciones y de la falta de claridad, de su actual naturaleza ambigua e ilusoria, la Unión Mediterránea podría ser más beneficiosa, especialmente a corto plazo, para los países del sur del Mediterráneo y algunos de sus regímenes en el poder, que los marcos de trabajo existentes de la cooperación euromediterránea. Y ello por las siguientes razones. En primer lugar, hasta ahora la diplomacia francesa ha adoptado un acercamiento individual a la medida de los países del Sur, que permite a la Unión Mediterránea ser vista por éstos como un surtidor de sus propias prioridades.
Esto se debe sobre todo al hecho de que más allá de las extensas esquematizaciones iniciales, las visitas de Sarkozy a los países del Mediterráneo y sus negociaciones, de una en una, han tenido como resultado declaraciones muy moldeadas a las visiones, objetivos y prioridades de cada país. Este tipo de flexibilidad, posible sobre todo porque el marco de trabajo todavía está tomando forma, permite un mayor consenso. En segundo lugar, más allá de este acercamiento diplomático individual, la pertenencia y el marco de trabajo institucional de la Unión Mediterránea, tal y como se ha visualizado, presenta varios beneficios potenciales desde el punto de vista de los países del Sur. En cierto modo promete la vuelta a un planteamiento colectivo, dejado atrás por la PEV.
En este sentido, la propuesta de Sarkozy de crear un consejo con una presidencia rotatoria se sumaría a la noción de mecanismo institucional “basado en los principios de igualdad”, algo que es del agrado de varios países del sur del Mediterráneo que ya empiezan a vislumbrar una Unión donde el enfoque de su marco de trabajo entre vecinos es bilateral, y que supera la “influencia” y la “voz” que hasta ahora han mantenido en el proceso euromediterráneo. Además, trabajando al más alto nivel, en cumbres, se podría también mejorar la efectividad de la Unión Mediterránea, pues sería un nivel que nunca se concedió a otros foros mediterráneos.
Y es que el compromiso de los socios del Sur dentro del partenariado euromediterráneo se puso bruscamente en entredicho cuando la mayoría de líderes árabes y el primer ministro israelí no asistieron a la Cumbre de Barcelona que celebraba el décimo aniversario del partenariado, y solo dos de los miembros mediterráneos, Turquía y Palestina, enviaron a sus máximos responsables. Finalmente, el que la Unión Mediterránea se limite a un grupo de países europeos más activos y dedicados a la región mediterránea podría a su vez suponer un activo, especialmente para esos países del Sur que tienen fuertes lazos con sus homólogos de Europa. Tercero, el mayor énfasis por fomentar lazos económicos y las ventajas de la Unión Mediterránea, especialmente durante las visitas del presidente francés a Egipto y Marruecos, acentúa su “dividendo” económico.
De esta manera, la Unión Mediterránea, mediante una mayor inversión, contratos y vínculos económicos, tiene la capacidad de lograr no solo el apoyo de los regímenes, sino también el amparo de una parte de la clase económica en los países del Sur. Junto con la ausencia de cualquier condicionalidad política, la Unión Mediterránea podría indicar una vuelta a la realpolitik y el abandono del compromiso de los europeos hacia una reforma política. Esto podría ser especialmente conveniente para los regímenes del Sur que se encuentran bajo el ojo crítico de las instituciones de la UE para que reformen sus sistemas políticos o avancen en la situación de los derechos humanos. Al mismo tiempo, la Unión Mediterránea apenas se arriesgaría a recibir una acogida negativa por parte de la sociedad civil y de los activistas pro reformas del Mediterráneo, debido al débil respaldo a las políticas de reformas de la UE en la región.
Finalmente, la Unión Mediterránea podría beneficiarse del apoyo de Estados Unidos a un creciente rol de Francia, que trabajaría al unísono con la política americana en la región. Por tanto, el factor americano podría dar un impulso al proyecto, sobre todo en el caso de esos países del Sur que disfrutan de unos vínculos especiales con EE UU o que buscan fomentar su relación con este país. A su vez podrían mejorar las aspiraciones hacia una alianza entre EE UU y Europa para resolver el conflicto árabe-israelí, a pesar de las escasas posibilidades actuales.
Apostar por el factor humano
Sin embargo, estos aspectos “potencialmente positivos” de la Unión Mediterránea son exclusivos de algunas elites políticas y económicas en los países del sur del Mediterráneo. Por tanto, aparte de tener que superar la prueba de llevar a la práctica todas estas ideas, con todas las complejidades y contradicciones propias de un trabajo colectivo, además de un serio conflicto sin resolver en la región, la Unión Mediterránea debe superar otro examen aún más importante: estar a la altura de su “visión” inicial como puente, logrando el suficiente apoyo público más allá de su actual naturaleza elitista y elevar su agenda humana, o arriesgarse a convertirse en la práctica en un mero protocolo sobre energía y seguridad.
Para que la Unión Mediterránea se convierta en el tipo de puente que parece presentar el discurso presidencial francés, necesita llegar a la opinión pública y cautivar las mentes y corazones de los pueblos con formas más innovadoras que las que han logrado los marcos de trabajo anteriores, y que sus promesas a corto plazo. A pesar de la proximidad geográfica, de las relaciones históricas y la sólida base de credibilidad que la UE tiene en la región, así como las relaciones especiales que numerosos Estados miembros mantienen con algunos países del Sur, el “aspecto humano” es al que menos esfuerzo se le ha dedicado y menos efectividad ha tenido en la cooperación euromediterránea.
El Proceso de Barcelona, con su amplia estructura y amplios recursos, ha necesitado varios años para reconocer el peaje de su naturaleza elitista y empezar a impulsar su visión y su imagen pública en los países del Sur con actividades en el campo social y humano, especialmente en aquellas que cuentan con una importante participación de los jóvenes o tienen impacto cultural, como por ejemplo el programa Tempus, la Fundación Anna Lindh u otros programas de intercambio cultural.
Si la UM quiere aprovechar los supuestos escollos que sufre hoy la cooperación euromediterránea, necesita centrarse urgentemente en el ámbito humano y movilizar el apoyo público en los países del sur del Mediterráneo. De lo contrario, su reivindicación de ser un puente sería completamente nula.