La paradoja iraní

A pesar del descontento de la población por la mala situación económica, en Irán hay una falta casi total de protesta social colectiva.

Farhad Khosrokhavar

La situación actual en Irán está marcada por dos rasgos paradójicos: por un lado, el descontento de una parte muy importante de la población, por la inflación (en torno al 30%, casi el doble que con Mohamed Jatamí), el desempleo (las cifras no son fiables, pero probablemente esté por encima del 20%), la recesión (causada, entre otros factores, por el embargo occidental) y una política económica basada en la expansión de la masa monetaria. Todo ello en un contexto en que los ingresos petroleros deben revisarse considerablemente a la baja (de los 140 dólares en su apogeo a los 60 actuales). Por otro lado, en Irán no hay casi protesta social. La frustración no se expresa mediante manifestaciones ni proezas; se expresa, sobre todo por medio de conductas individuales de “malhumor”, mucho más abundantes que las colectivas.

Represión de los movimientos democráticos

En los años noventa, nace tímidamente en Irán cierto número de iniciativas sociales que alcanzan su momento álgido bajo la presidencia de Jatamí. Un nuevo tipo de movimiento social caracterizado por el rechazo de la violencia, el no a las utopías holísticas y la afirmación de los valores relativos a la dignidad del individuo en nombre de un Islam no teocrático. En la actualidad, Irán vive una paradoja: la modernización de la sociedad apuesta por la apertura política y cultural, pero el Estado, surgido de la Revolución, bloquea el pluralismo, en virtud de una visión teocrática del Islam. En las dos últimas décadas, el país ha sido escenario de grandes cambios. Demográficamente, ha asistido al descenso de la natalidad, al matrimonio cada vez más tardío, a una mentalización femenina de la necesidad de “administrar” el hogar, sobre todo en lo relativo al número de hijos.

Durante los dos mandatos de Jatamí, entre 1997 y 2005, la sociedad gozó de una gran apertura cultural: teatro, cine, pintura y literatura, y también en el mundo científico. Ahora bien, en la arena política, los reformistas fracasaron a la hora de introducir el pluralismo. El equipo en el poder bloquea la escena política y reprime los distintos movimientos sociales. A raíz de la incapacidad de los reformadores para defenderlo, el movimiento estudiantil se halla sumido en una crisis profunda. Los conservadores y sus milicias tuvieron vía libre para reprimir y desmantelar las organizaciones de este tipo. Una asociación estudiantil de origen islamista desempeñó un importante papel al reivindicar la democratización política: el Comité de Fomento de la Unidad (daftar tahkim vahdat), el primero en promover la democracia en vez de la lucha armada para hacer realidad las utopías comunistas o islamistas, fue víctima de una ola de represión a partir de 1999. No obstante, la universidad constituye el centro de gravedad de los movimientos en pro de la apertura futura de la sociedad civil. Tras una década de crisis a causa de la Revolución Islámica, el movimiento de las mujeres se organizó progresivamente a partir de los años noventa.

Esta nueva generación está mucho más instruida, a raíz del acceso masivo de las mujeres a la educación superior. El estatuto jurídico subalterno de la mujer revela la injusticia social de que es víctima. Hoy, las iraníes rechazan las justificaciones divinas y tratan de defender la idea según la cual la desigualdad jurídica se explica por razones y opciones de carácter político. La evolución del estatuto de la mujer en Irán está hecha de progresos y retrocesos. Las mujeres han cosechado algunas victorias puntuales: cambio de la custodia de los hijos tras el divorcio, posibilidad de contar con juezas o disponer de asesoras judiciales… Sin embargo, se trata de logros escasos. La movilización bajo el lema “la Campaña por un millón de firmas” a favor de la igualdad jurídica entre hombres y mujeres emprendida a finales de la presidencia de Jatamí fue reprimida por el poder conservador: detención de mujeres, represión violenta de las manifestaciones del Día Internacional de la Mujer, presión de las familias sobre las mujeres para que dejaran de recoger firmas en pro de la igualdad de género…

El movimiento de los periodistas fue fundamental en el Irán posrevolucionario. Sin embargo, durante las dos últimas décadas, más de un centenar de diarios, semanarios y revistas han sido censurados: varios periodistas han sido encarcelados y los hay que han pagado con la vida su adhesión al movimiento democrático. La prensa escrita constituye aún uno de los polos principales de oposición al poder autocrático. En la actualidad, una nueva generación de profesionales de la información, surgidos de la Revolución Islámica, está a la vanguardia de la lucha por la apertura democrática. Dicha generación trata de tender un puente entre los intelectuales religiosos reformadores y la sociedad, dando voz a los primeros y denunciando los abusos de poder en nombre del Islam. El movimiento intelectual por un Islam pluralista y no teocrático no sólo reúne a los laicos, también a los intelectuales religiosos y, entre éstos, a muchos clérigos.

Este movimiento ha propuesto versiones del Islam que ponen en tela de juicio la concepción autocrática de lo religioso representada por el Estado. Su influencia entre las nuevas generaciones es innegable. Sin embargo, también está en crisis, debido a la represión y la influencia política de los conservadores en los medios de comunicación. La Revolución islámica corrió paralela a la expansión de la escuela y la universidad en los lugares más recónditos y en particular en las regiones étnicas del país. El resultado fue el acceso a la modernidad de nuevas generaciones de origen kurdo, árabe, turcomano, guilak, turco azerí, que dominan tanto el código cultural persanófono como el propio. A diferencia de sus padres y abuelos, que no dominaban el persa, éstos se expresan igual de bien que los persanófonos. Al comprender la cultura dominante, son conscientes de su propia subcultura. Su vida en las metrópolis iraníes les permite descubrir los problemas de las otras minorías. Manifiestan su reivindicación “multicultural” en la lengua dominante, el persa, al tiempo que exigen que se reconozcan su cultura y su idioma, su identidad.

El movimiento étnico experimentó un tímido desarrollo con Jatamí, con el auge de las casas étnicas. Sin embargo, con la presidencia conservadora, dicho movimiento ha sido reprimido, y la voluntad de diálogo con el poder central ha abierto paso a la radicalización. Tras el fin de la era Jatamí, la regresión económica y la represión política han ido de la mano. En la etapa anterior, a raíz de la apertura cultural y social, se abrigaban esperanzas de una apertura política. El tímido impulso de las reformas se ha visto abocado al fracaso en varios puntos bajo la presidencia de Mahmud Ahmadineyad. Se ha puesto en duda la libertad relativa de las publicaciones; han prohibido periódicos reformistas como Sharq oHam Mihan; se ha sistematizado la imposición del “filtro” en Internet, volviendo inaccesibles varios sitios web del exterior, sospechosos de estar en desacuerdo con el gobierno.

Han “depurado” la universidad de gran parte de sus cabezas pensantes, muchas de ellas intelectuales reformistas que se habían atrevido a cuestionar la teocracia islámica en nombre de una visión abierta del Islam, o incluso pensadores laicos abanderados de la idea de la sociedad civil en Irán (Bahiriyeh…); varios intelectuales han sido detenidos; han jubilado a un buen número de profesores universitarios. Un clima de temor y malestar se ha adueñado de la Universidad. Las instituciones culturales sufren las consecuencias de este cierre político. El Teatro de la ciudad, centro de la cultura iraní, ha cerrado sus puertas indefinidamente. Los centros culturales han visto como mermaba su dotación económica. Otra víctima es el cine: a diferencia del resto de géneros, las películas de inspiración “religiosa” gozan de mayor presupuesto. Otras películas, aun estando parcialmente subvencionadas, se han prohibido. La sociedad iraní atraviesa un periodo crítico de su historia política y cultural.

Antes del 11 de septiembre de 2001, el Irán de Jatamí pasaba por progresista, comparado con países como el Irak de Sadam Hussein y el poder regresivo y feudal de los talibanes, a pesar de todas las dificultades con las que tropezaron los reformistas: detención de importantes actores políticos y culturales, conato de asesinato de personalidades destacadas como Saeed Hajjarian, intento de acallar las muertes en serie de los intelectuales y opositores políticos, bautizados como “asesinatos en cadena” (qatl haye zanjiré-ï) por una parte del Ministerio del Interior vinculada a los conservadores, ensañamiento del sistema judicial con los partidarios de la reforma… Tras la elección de Ahmadineyad, el Irán que figuraba como país semiabierto al diálogo con un mundo árabe temeroso de que aquél quisiese exportar la Revolución Islámica, se encuentra arrinconado en una postura defensiva: para gran parte del mundo musulmán suní, un Irán deseoso de imponer el chiísmo en un Oriente Próximo sólo parcialmente chií constituye una amenaza.

A la hora de distribuir privilegios en forma de dividendos petroleros, el gobierno se basa en la herencia revolucionaria. Esta oligarquía ejerce su control del poder a través de varios grupos: la jerarquía superior del Ejército de los Pasdarán o Guardianes de la Revolución, los miembros influyentes del zoco en el seno de un grupo informal transformado posteriormente en partido político (Mo’talefeh); el Guía de la Revolución, el ayatolá Alí Jamenei y su entorno (Haddad Adel, presidente del Parlamento con Ahmadineyad, tiene vínculos de parentesco colateral con el Guía); por último, las fundaciones revolucionarias, que manejan miles de millones de dólares sin ningún tipo de control, y las fundaciones piadosas como Astan Qods.

Esta nomenklatura que ostenta el poder en el Parlamento y la presidencia de la República excluye a reformistas y laicos. Además, la elección de Ahmadineyad fue, en parte, una reacción de la sociedad iraní ante la incapacidad de los reformistas para ocuparse del país “real”. De hecho, los conservadores no movilizan más que a un 10-15% del electorado; sin embargo, si cosecharon una victoria fácil en 2004 también fue porque el Consejo de los Guardianes excluyó del proceso electoral a la mayoría de candidatos reformistas.

Represión durante la presidencia conservadora

La situación política con Ahmadineyad se caracteriza por la radicalización de los conservadores y la voluntad de volver a una sociedad revolucionaria pura y dura, así como la represión de los movimientos sociales. En Irán se está incubando una crisis social, con la fractura cada vez mayor entre la incipiente sociedad civil y un Estado teocrático incapaz de abrirse a las aspiraciones de las nuevas generaciones. La política del presidente ha acarreado resultados muy negativos en el terreno social: una política monetaria expansionista, una redistribución de los recursos económicos en forma “de limosna” entre la clientela del poder, la bajada artificial del tipo de interés al 12% (recientemente incrementado hasta el 19%), una política internacional agresiva que ha alienado a los países vecinos y, por último, un régimen nuclear que ha provocado la oposición de los países europeos.

El encarecimiento del sector inmobiliario a raíz del descenso del tipo de interés dificulta el acceso a la vivienda de los jóvenes. Los productos de primera necesidad (verduras, carne) han sido víctimas de la espiral inflacionista. El aislamiento progresivo de Irán ha provocado la fuga de capitales. Por último, la incoherencia de la política económica ha ocasionado la degradación del nivel de vida de las clases más frágiles de la población urbana (más del 60% de la población). Durante este tiempo, el Ejército de los Pasdarán ha firmado contratos multimillonarios para la construcción de oleoductos. De esta forma el ejército no sólo tiene influencia en el sistema político, sino que se ha convertido en un actor económico central. El anémico sector privado que existía durante el mandato de Jatamí se ha reducido aún más, lo que ha desembocado en un mayor desempleo y un aumento de las importaciones.

En las dos últimas décadas, las desigualdades se han acentuado y la renta del suelo ha enriquecido a los propietarios, en detrimento de las nuevas generaciones. Un sentimiento de frustración e injusticia se ha adueñado del país. La riqueza no se adquiere por medio de la innovación individual de quien se arriesga (los magnates de la industria), sino en virtud de la posición política de la que se obtiene dinero. Decepcionados por los reformistas y tras votar en masa a Ahmadineyad, la inmensa mayoría de los “desheredados” está profundamente amargada. Sin embargo, no hay ninguna estructura política ni sindical que defienda sus intereses. Sólo algunos colectivos profesionales con tradición de lucha sindical, como los revisores de los autobuses de Teherán, los obreros de determinados sectores industriales (el textil) o los profesores de educación nacional han podido expresar su descontento mediante manifestaciones, que el poder no ha tardado en reprimir.

Varios grupos han apoyado a Ahmadineyad, pero los hay que empiezan a replantearse su alianza con el presidente. En primer lugar, una parte importante de la jerarquía superior del Ejército de los Pasdarán le apoyó por motivos económicos –ha obtenido grandes beneficios de los contratos firmados con el gobierno– y políticos –éste favoreció la toma de poder por parte del ejército en la administración superior, de puestos ministeriales y de puestos estratégicos de las fundaciones revolucionarias. Asimismo, existen razones ideológicas. El Ejército, fundado tras la Revolución Islámica para hacer frente a los partidarios del Sha, fue la punta de lanza en la guerra contra Irak (1980-88). Su ideario se basa en el martirio, la abnegación, la intransigencia religiosa y la intolerancia ante todo tipo de apertura política.

Ahmadineyad recupera esta ideología caída en desgracia durante la época de Jatamí. Por último, los Guardianes de la Revolución preconizan un cierre estricto del sistema político y el rechazo de todo pluralismo, en nombre del velayat-e faqih (gobierno de los juristas), visión teocrática según la cual el Guía de la Revolución es la cabeza pensante, y el Ejército de los Pasdarán, el brazo ejecutivo. Los radicales del clero iraní, encabezados por el ayatolá Mesbah Yazdi, constituyen otro de los apoyos del jefe de Estado. Son partidarios de una versión absolutista de la teocracia islámica y favorables al poder chií encarnado por el Guía supremo. Mesbah Yazdi, hombre de proa del extremismo religioso en Qom, lleva las riendas de una fundación que ha concentrado a miles de jóvenes, dispuestos a sacrificarse como mártires por la causa del Islam, los Istishhadiyun. Para el ayatolá, Ahmadineyad es un representante importante de la corriente radical malogrado por los reformadores. El presidente reconoce a Mesbah como su guía espiritual.

Otra institución que sigue apoyando a Ahmadineyad son las fundaciones revolucionarias. Reciben enormes ayudas gubernamentales y financian una red de varios cientos de miles de miembros. A cambio, secundan incondicionalmente el poder. Hay quien calcula que los beneficiarios de esta ayuda ascienden a seis millones, por mediación de las fundaciones revolucionarias. Otro aliado de mucho peso es el propio Guía de la Revolución, el ayatolá Jamenei, que respalda a Ahmadineyad por desconfianza hacia los reformistas y, en particular, su influyente aliado, Hachemí Rafsanyani.

El problema nuclear

En este contexto social y político se plantea, evidentemente, el tema de la energía nuclear iraní. Las clases medias, nacionalistas y aun así poco favorables al actual gobierno, consideran que Occidente deniega el acceso de un país del mundo no industrializado a la energía nuclear y pretende imponer sus dictados a un Estado que, sin embargo, pertenece a una antigua civilización. Sin duda, la opinión pública es muy consciente de que el país está rodeado de naciones nucleares: Pakistán, Israel e India. Y si Irán accede a la bomba atómica, Turquía, Arabia Saudí, Egipto y un buen número de otros países de la región también querrán tenerla.

No obstante, dado que el régimen iraní se siente amenazado por Estados Unidos, la energía atómica parece la única solución para garantizar la seguridad nacional. Al mismo tiempo, la energía nuclear se ha convertido en instrumento de propaganda en boca de los medios de comunicación. Sin embargo, los anuncios de progresos iraníes no parecen corresponderse con la realidad. El presidente se sirve de ellos para realzar su crédito ante la opinión pública, al no haber podido cumplir sus promesas electorales. Frente a la morosidad de un país con la economía estancada, se anuncian de forma grandilocuente los avances en el frente nuclear. No obstante, para gran parte de la ciudadanía, la energía nuclear no presenta un problema importante. Lo más urgente sigue siendo la inflación, el elevado índice de desempleo entre los jóvenes, la falta de inversiones, el ahogo cultural y social. En el terreno nuclear, las declaraciones del presidente contradecían las del responsable de las negociaciones, Alí Lariyani, con el objeto de neutralizar sus esfuezos ante la Unión Europea.

Lariyani, aun siendo del ala más férrea del poder, se encontró frente a un presidente intransigente. Su dimisión demuestra la falta de coherencia en el seno del equipo dirigente y la imposición del punto de vista más “duro” en el seno del Estado. Como resultado, Irán se ha visto marginado y sometido a una dependencia mayor con respecto a China o Rusia. Ahora Lariyani, como presidente del Parlamento, puede oponerse a Ahmadineyad con más eficacia que antes (fue uno de los líderes del impeachment del ministro del Interior, Alí Kordan). A corto plazo, las medidas de restricción económica adoptadas por Occidente han tenido un resultado moderado en la economía iraní, puesta a prueba sobre todo por la política económica altamente inflacionista del presidente conservador. No obstante, el embargo empieza, progresivamente, a hacerse notar de múltiples modos, además del descenso del precio del petróleo, que merma los recursos del Estado rentista.

No hay duda de que Irán es una potencia regional. Ha visto aumentado su poder, a raíz de la eliminación por parte de EE UU de dos de sus enemigos más temidos: el Irak de Sadam Hussein y el Afganistán de los talibanes. La situación crítica de los americanos en estos países es motivo de regocijo para los conservadores, que creen que, al estar metido en dos guerras, Washington no se atreverá a abrir un tercer frente. La alianza de Irán y Hezbolá en Líbano, así como sus vínculos con Hamás en Palestina, convierten a la República Islámica en sospechosa a ojos de los occidentales. En todos estos terrenos, la política mediática de Ahmadineyad complica aún más la situación y aumenta el desafecto internacional, sobre todo a raíz de su política de negación del Holocausto. La política exterior iraní aboca al resto de países de la región, temerosos de un Irán cada vez más fuerte e intransigente, a los brazos de EE UU. Genera una polarización de la mayoría de regímenes de Oriente Próximo, por miedo a un Irán nuclear que quiera garantizar su hegemonía. En el interior, el presidente nunca ha tenido tan poca popularidad.

Hay franjas radicales del poder, carentes de todo realismo político, que creen que un ataque americano sería beneficioso: movida por el nacionalismo, la población haría piña en torno al gobierno, lo que daría luz verde al poder para reprimir aún más una oposición ya debilitada. Los dirigentes conservadores no conocen en absoluto la cultura occidental. La política del presidente es bien recibida en la “calle árabe”, pero no entre sus élites políticas. Su populismo es un instrumento para destacar en las sociedades musulmanas, en perjuicio de los responsables de los países que desconfían aún más de Irán y del “eje chií”, que pretendería marginar a los suníes y fomentar un poder chií en una parte del mundo musulmán.

Un nuevo presidente, ya sea conservador o reformista, no podrá ignorar el asunto nuclear, que Ahmadineyad ha mantenido bajo llave durante tanto tiempo. Los reformistas son conscientes de la necesidad de sacar a Irán del aislamiento, pero su margen de maniobra en el ámbito nuclear es aún menor que antes, sobre todo debido a la existencia de un Parlamento de mayoría conservadora y de un Guía resuelto a plantar cara a Occidente, contando con la experiencia del último lustro, en que las amenazas occidentales no se han traducido en acciones militares.