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Co-edition with Estudios de Política Exterior

El chiísmo y el Magreb
La región es escenario de la demagogia entre el activismo wahabí, antichií y sostenido por los petrodólares, y el activismo chií, que moviliza redes culturales.
Iqbal al Gharbi
El Islam se divide en dos troncos distintos: el sunismo y el chiísmo, fragmentados a su vez en escuelas jurídicas, en el caso del sunismo, y en ramas diferentes en el del chiísmo. Las diferencias entre las dos tradiciones son mínimas. Ambas rinden culto a un mismo dios, Alá, se encomiendan a un mismo Corán y a un mismo profeta, Mahoma. Los chiíes (de cha’a, que significa “causa común”, “partido”) son los seguidores de Ali, primo hermano y yerno del profeta Mahoma, a quien consideran su único sucesor. Son “legitimistas”. No aceptan que la dirección espiritual y temporal de la comunidad de creyentes no esté en manos de un descendiente de la familia del profeta. Según ellos, Mahoma aportó al mundo una fe, una tradición (sunna), pero también una familia. Ella es quien debe reinar en el Islam. El chiísmo es fruto de una derrota fundacional.
En el año 661, Ali, cuarto y último califa bien guiado, es asesinado en Kufa. La dinastía de los omeyas de Damasco se hace con el poder y uno de los suyos, Muawiya, se proclama califa. Entonces los alidas depositan sus esperanzas en el hijo de Ali, Hassan, que sería también asesinado en 680. Y luego en Hussein, hermano de Hassan, que se enfrenta a su vez al poder en Damasco y también encuentra la muerte, el mismo año que su hermano, cerca de Kerbala, en Irak, desde entonces uno de los lugares santos del martirologio del chiísmo. Este drama marca la ruptura entre chiísmo y sunismo. A partir de ese momento, el trágico destino de los alidas se identifica con “la defensa del justo y del débil oprimido por el tirano”, según el islamólogo Paul Balta.
Para los chiíes, la derrota y muerte de los dos primeros guías vuelve a relegar a las sombras la línea “legítima” del Islam (el gobierno de sus descendentes directos) y ensalza la de la “impostura” (el modelo suní de elección por los coetáneos). Esta derrota convertirá el chiísmo, cuyo corpus teológico está elaborado en torno a conceptos de injusticia, legitimidad y martirio, en la religión de los “desposeídos” (los mustadafin) y de los inconformistas del mundo musulmán. La riqueza teológica y filosófica del chiísmo es, en consecuencia, producto de su historia torturada y compleja. La fe chií, en su conjunto, tiene como eje central la figura omnipresente del guía o maestro iniciador: el imán. Y en torno a ese eje se determinan y adquieren sentido todas las dimensiones religiosas de esta corriente: de la cosmología a la mística, de la exégesis coránica a la filosofía.
En efecto, para el chiísmo, todo gran profeta está acompañado en su misión por un imán. Según las listas más reiteradas, Set fue el imán de Adán; Sem fue el imán de Noé, Aarón o Josué el de Moisés; Simón, Pedro o el conjunto de los apóstoles los de Jesús; Ali y sus descendientes los de Mahoma. Cada uno de estos profetas debía hacer llegar a los hombres la palabra divina en forma de libro santo. Ahora bien, ese libro tiene un sentido aparente (una letra) y un sentido exotérico (un espíritu). La misión del profeta, que conoce los dos niveles de su mensaje divino, consiste en presentar la letra de la revelación a su comunidad. En cuanto al imán, debe transmitir el espíritu de la revelación, su dimensión esotérica, a una minoría de iniciados. Según esta lógica, el Corán, como todo libro santo, es una escritura codificada que debe descifrarse. Sin la enseñanza iniciática del imán, el Libro resulta ininteligible; al explicitarse, el Corán lleva a la revelación de los secretos divinos. De ahí que los chiíes denominen el Corán el guía silencioso (imam samit), al tiempo que califican al imán de “Corán hablante” (quran natiq).
Así, el chiísmo histórico se presenta como el último eslabón de una larga serie de doctrinas iniciáticas que siempre han existido en el seno de todas las religiones. El chiísmo antiguo propone su propia versión de la historia del texto coránico. Según algunos chiíes, el texto oficial del Corán, la Vulgata utmaní, por todos conocida, no es sino una versión censurada y falsificada de la verdadera revelación hecha al profeta Mahoma. No obstante, tras llegar al poder los buyidas (de 945 a 1055) en Bagdad y tomar el control del poder abasí, la tradición “teológico-jurídica racional” se impuso en el chiísmo duodecimano. La tesis de la falsificación del Corán se abandonó, con el afán de superar los puntos de divergencia, generadores de conflictos y violencia con el sunismo. En Irán, en el siglo XVIII, el dirigente chií Nadir Sah llegó al extremo de querer transformar el chiísmo en una quinta escuela legal suní, denominada Yafari madhab. Hoy, la mayoría de los chiíes lee, venera y medita el mismo Corán que el resto de musulmanes.
El chiísmo es plural
El chiísmo, una minoría “enorme”, se divide en tendencias, e incluso en sectas: además de los chiíes más numerosos (básicamente de Irak e Irán), denominados duodecimanos (es decir, que reconocen a 12 imanes), encontramos a los drusos, los ismaelíes mustalíes y nizaríes, los bektachis, los hazaras de Afganistán, los septimanos, los zaidíes de Yemen, los bektachis de Turquía, los nusairíes o los alauíes de Siria, los ahl el haq kurdos. Las diferencias entre estas comunidades no responden únicamente al número de imanes reconocido, sino también a la divergencia en cuanto a formas esotéricas. Esta pluralidad llevó a Louis Gardet a hablar de los “mundos chiíes”, para poner de relieve el carácter complejo de esta religión. Los trabajos de Louis Massignon, Henri Corbin o Christian Jambet han mostrado las muchas facetas de una religión profunda donde coexisten corrientes políticas diametralmente opuestas que van del quietismo al radicalismo, de los partidarios de una teocracia a los adeptos de la separación absoluta de religión y política.
El despertar chií
El tema es de rabiosa actualidad. Parece que estos últimos años el chiísmo sea la minoría “victoriosa” del Islam. ¿Se trata de una revancha frente a “la tiranía de la mayoría”, tras siglos de desprecio de una Umma suní en su 90%? En efecto, tras la victoria de Rujolá Jomeini, los medios de comunicación desarrollan dos temas inesperados: el de la hegemonía chií y el del “creciente (o arco) chií” que, partiendo de un núcleo iraní, extenderá su diplomacia de Afganistán a Líbano, pasando por el Magreb. En los últimos años, la nueva influencia chií es fruto de confluencias históricas, políticas y sociales favorables: la admiración que inspira Hassan Nasralá, líder de Hezbolá, en la calle árabe, y los discursos encendidos de Mahmud Ahmadineyad, su intransigencia nuclear, que lo hace aparecer como el único presidente que restaura la dignidad a las masas árabes y musulmanas, reparando así sus “heridas narcisistas”.
Frente a este fenómeno, a todas las capitales árabes les inquieta el ascenso espectacular del Irán chií, su consolidación gracias a la llegada al poder de los chiíes iraquíes en Bagdad, sus ambiciones nucleares, la influencia adquirida por sus aliados chiíes de Hezbolá en Líbano y el apoyo que Teherán brinda a los islamistas palestinos, suníes pero hoy políticamente próximos al radicalismo iraní. Si durante mucho tiempo, con el gobierno del Sha, los chiíes estaban considerados los mejores aliados de EE UU e Israel, ahora se les ve como la punta de lanza de la lucha antiimperialista. En política internacional, la estrategia iraní consiste en fusionar dos lógicas: la del frente del rechazo, junto a Siria, que se opone a Israel, EE UU y, en un plano más general, a Occidente; y la del eje chií, que consiste, allí donde sea viable, en favorecer las reivindicaciones igualitarias de las minorías chiíes pobres y oprimidas de los países musulmanes.
Gracias a esta estrategia, hoy el chiísmo seduce a las masas exaltadas y la conversión al chiísmo político se traduce, en ocasiones, en una conversión al chiísmo teológico. Como resultado, aunque todavía se trate de un fenómeno marginal, asistimos a un movimiento inédito en el mundo musulmán: el del tashayyu, la conversión al chiísmo de algunos suníes, seducidos por la llegada al poder y el “coraje político” de esos líderes chiíes. Estas conversiones se observan sobre todo en Siria, Jordania, Egipto y el Magreb.
Reintroducción del chiísmo en el Magreb
El chiísmo, por definición contestatario, llegó al Magreb por primera vez con Idris I. Se trataba de un árabe puro huido de Irak, donde se había sublevado contra el califa Harun al Rachid, que lo mandaría asesinar en 792. Idris I coronó su integración al contraer matrimonio con una bereber. Este gesto simbólico se convertirá posteriormente en tradición entre los monarcas del reino. Fundador de Fez y de la primera gran dinastía marroquí, la de los idrisíes (789-974), hará ondear –al igual que sus sucesores, los fatimíes–, la bandera negra del chiísmo en el Magreb. Los chiíes magrebíes eran partidarios del califato de los Ahlu al Bayt, pero no rechazaban a los cuatro califas bien guiados. Tampoco se afiliaban a la secta de los rafidas, los opositores contestatarios y heterodoxos. Los fatimíes (909-1171) se enfrentaron a los ulemas suníes de Kairuán, a rebeldes jariyíes, pero acabaron extendiendo su dominación prácticamente por todo el Magreb.
Aprovechando una crisis económica, el ejército del cuarto califa fatimí Al Muizz, bajo las órdenes del general en jefe Jawhar, se apodera de Egipto en 969. Entonces Al Muizz deja la administración de Ifriqiya (Túnez y provincias colindantes) a sus vasallos, los ziríes bereberes, y funda su nueva capital, El Cairo. El califato egipcio de los fatimíes se caracterizó por una gran riqueza artística y cultural, de la que dan fe la edificación en El Cairo de la mezquita, de la universidad de Al Azhar y la “Casa del Saber”, antes de que el ilustre Saladino la derribara en 1171. Le corresponderá a Yussef ben Tachfin, jefe de la tribu bereber de los sanhaya, implantada en Adrar, al norte de la actual Mauritania, restaurar en el Magreb, tras una peregrinación a La Meca, la ortodoxia suní de rito malekí. Fundador de la dinastía de los almorávides, en árabe Al Murabitun (1050-1147), intenta erradicar la corriente chií.
A pesar del dominio del sunismo en el Magreb, la memoria colectiva popular, fragmentaria pero aún viva, exalta el episodio chií y refleja una adhesión inconsciente a esa corriente. En efecto, hay usos y rituales que recuerdan la influencia del chiísmo en la región. El día de la Achura, las familias magrebíes hacen un sacrificio, consistente en degollar un ave de corral, los niños encienden un fuego para conmemorar la masacre de Kerbala y las mujeres, jóvenes y mayores, se pintan los ojos de negro en señal de luto. Algunos bereberes no trabajan ese día, considerado maldito, no comen carne de conejo, prohibida por el chiísmo, ni llaman jamás a sus hijos Aicha ni Abu Bakr. Actualmente asistimos a una reintroducción del chiísmo en el Magreb. Argelia, Marruecos, Túnez, Libia y Mauritania son los objetivos de este ascenso de la corriente chií. Este impulso llega, por un lado, de la mano de antiguos estudiantes magrebíes que han frecuentado las universidades de Damasco, Bagdad o Qom y, por otro, de antiguos profesores cooperantes originarios de Siria, Líbano e Irak. El régimen de los mulás, a través de los centros culturales iraníes, muy activo en la región, pone a disposición de estos estudiantes e investigadores becas de estudios, formación islámica en predicación y cursos de lengua persa.
Tras la última guerra de Líbano empezaron a proliferar los sitios web argelinos, como algeriashia.com, que difunden la literatura chií. Luchan por una mejor visibilidad de los chiíes argelinos. Para hacer frente a esta chiización, en diciembre de 2008 Argelia trasladó a 11 profesores convertidos al chiísmo para que desempeñaran tareas administrativas. De este modo, se evitaba todo contacto con los alumnos y se impedía cualquier forma de proselitismo. ¿A qué se debe esta repentina atracción ejercida por el chiísmo en una zona tradicionalmente suní? La situación regional está marcada por el debilitamiento de la credibilidad y la degradación de la imagen y el discurso religioso oficial, así como por el desafecto de las opiniones con respecto a Occidente, debido a una política considerada de doble rasero y complacencia frente a Israel. Todo ello lleva a los jóvenes musulmanes a buscar nuevas referencias ideológicas.
Para muchos jóvenes musulmanes magrebíes, exasperados por el inmovilismo de los dirigentes árabes y por el letargo de los dignatarios religiosos tradicionales, no se trata de un problema de religión, sino de ética de gobierno: la diferencia entre las dos referencias suní y chií no es una cuestión de integrismo religioso, sino de integridad política. En Marruecos, en los últimos años han nacido tres asociaciones culturales chiíes, “Al Ghadir”, “El Basair” y “El Tawasal”. El primer periódico chií marroquí, Rua Muassira, editado desde abril de 2008, ya tiene una tirada de 7.000 ejemplares. Driss Hani, dirigente espiritual de los chiíes marroquíes –según el Departamento de Estado americano, más de 3.000– quiere romper con los años de silencio y labrarse una existencia oficial en la esfera religiosa y política del país. Túnez, que rompió sus relaciones diplomáticas con Teherán entre 1987 y 1990, autorizó en 2006 una asociación cultural chií, “Ahl el beyt”, que agrupa a los chiíes tunecinos y habla en su nombre.
En la actualidad, los medios de comunicación modernos, las televisiones por satélite Al Manar y Al Alem, muy apreciadas en los hogares magrebíes y, sobre todo, Internet, contribuyen a intensificar la propaganda y los contactos en el seno de las redes chiíes. Cuesta conocer la magnitud de las conversiones. Es un asunto muy delicado, y son muchos los “convertidos” que guardan el secreto autorizado por el chiísmo y calificado de taqiya (ocultación táctica). Tal vez el movimiento sea aún marginal, difícil de cuantificar en cualquier caso, pero la polémica que genera es real. En octubre de 2006, una de las grandes figuras del establishment wahabí, el jeque Salman Bin Fahd Al Awdah, no dudó en acusar a los “misioneros” chiíes de jugar con fuego y ser una amenaza para el Islam. En este contexto debe interpretarse la campaña contra las conversiones intraislámicas que en 2006 se puso en marcha en el reino saudí, con el objetivo declarado de obstaculizar este activismo “misionario” considerado amenazante.
En septiembre de 2008, el jeque Al Qaradawi, actualmente la autoridad religiosa más popular en el conjunto del mundo suní, emprendió un ataque en toda regla contra los chiíes, a los que acusa de hacer proselitismo en el Magreb. Además, afirmó que Argelia estaba amenazada por la infiltración del chiísmo en su territorio. Una agencia de prensa iraní no tardó en publicar un artículo con el objeto de deslegitimar las declaraciones del sabio musulmán suní. Los medios de comunicación tomaron de inmediato el relevo en este intercambio, excesivo en el contenido y desmesurado en la forma. Los círculos políticos, con intenciones más o menos claras, se lo apropiaron en un abrir y cerrar de ojos, y se desencadenó una espiral polémica en la prensa musulmana. Esta polémica puso de relieve el ahorcamiento expeditivo del dictador baazista Sadam Husein el 30 de diciembre de 2006, así como las provocaciones de sus guardias chiíes, que indignaron a la calle árabe y casi pasaron por declaración de guerra dirigida al conjunto del mundo suní.
Hoy el Magreb es escenario de la demagogia entre dos corrientes islamistas: el activismo wahabí, muy antichií, que considera herética esta esfera del Islam, y el activismo chií. El fundamentalismo suní encarnado por el wahabismo saudí cuenta con el sostén de los petrodólares. El primer relevo de la acción saudí en el exterior es la Liga Mundial Islámica, fundada en 1962, que preconiza “un Islam puro no mancillado por las innovaciones” y que abarque los movimientos basados en la fe y las universidades religiosas. De este modo, el poder saudí intenta contrarrestar todos los modelos de organización religiosos, políticos y sociales basados en principios que podrían conducir a abrir el debate sobre su propia legitimidad. El activismo chií moviliza redes culturales y acentúa su influencia en los círculos ciudadanos e instruidos.
Estas dos corrientes no son ni indiferenciadas ni gratuitamente prosélitas. Tienen en común la condena a Occidente y la islamización de las sociedades. Su objetivo es político: ¿quién tendrá la vocación de guiar a los creyentes? Lo que no puede negarse es que está surgiendo un nuevo perfil del Islam magrebí, que siembra desorden en la identidad religiosa de esas sociedades. Asimismo, la emergencia de nuevas corrientes islámicas puede acabar siendo útil para suscitar un debate sobre los problemas contemporáneos del Islam. La discusión sobre puntos de vista distintos y el fomento del debate abierto, “público”, siempre han permitido suplir determinadas carencias de las sociedades humanas, a condición de que se produzca una ampliación concreta de la esfera pública.