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Co-edition with Estudios de Política Exterior
Islam y modernidad en el proyecto nacional turco
La mayoría de islamistas turcos no cree que la participación en la carrera al gobierno conduzca al debilitamiento de los principios inscritos en la naturaleza de la utopía religiosa.
Semih Vaner
Hay una opinión muy extendida entre la ciudadanía y los medios de comunicación occidentales, según la cual las sociedades musulmanas serían incapaces de incorporarse a la modernidad y, principalmente, de acoger en su seno la secularidad y la democracia, dos de sus características principales. No cabe duda de que esas sociedades son de las que muestran más dificultades en ese aspecto. Prueba de ello son la perpetuación de regímenes autoritarios en la práctica totalidad de los países musulmanes, la represión sistemática del pensamiento crítico y de la oposición política, así como el fracaso de las iniciativas de desarrollo socio-económico en la mayoría de esos países, todo ello acompañado del auge de los movimientos islamistas radicales, en el ámbito nacional y transnacional, si bien cuesta determinar las relaciones de causalidad.
No obstante, hay excepciones, como Turquía, Malaisia, Líbano (a pesar de los dramas que padece), Senegal y, en cierta medida, Marruecos, donde se observan, según el caso, resultados nada desdeñables en materia de democratización, secularización o desarrollo económico. Tomemos los casos de Marruecos y, sobre todo, de Turquía. El 27 de septiembre de 2002, los marroquíes fueron a las urnas, prácticamente al mismo tiempo que los turcos, para escoger a sus representantes en la Cámara de Diputados. Al parecer, el escrutinio se llevó a cabo sin tropiezos y, aunque haya rumores de negociaciones post-electorales para modificar los resultados, hay que destacar que la gran mayoría de la clase política se abstuvo de provocaciones (Malika Zeghal, “Appropiations étatiques et dérégulations de l’Islam. Autoritarismes, ouvertures politiques et religion en Tunisie et au Maroc”, en S. Vaner (dir.), Sécularisation et démocratisation dans le monde musulman, publicación prevista en 2007).
A fin de cuentas, ese consenso es tan importante como la democratización relativa en Marruecos. Demuestra que las elites políticas marroquíes están listas para aceptar determinados compromisos políticos con vistas a una progresiva democratización que les permitirá competir para gobernar. Esas negociaciones oficiosas han tratado sobre el número de escaños del Partido de la Justicia y del Desarrollo, el Hizb al-Adala wa al-Tanmiya (hay que señalar que el nombre del partido es el mismo que el que accedió al poder en Turquía, en noviembre de 2002), un partido musulmán reformista, legalizado en 1996 por Hassán II, que a partir de principios de los años noventa había decidido inaugurar el juego de la democracia parcial. En el seno de los países del Magreb, la situación marroquí es única, tanto si se la compara con el caso argelino como con el tunecino.
En Marruecos, el auge del islamismo legalista y su incorporación a la escena política legal van de la mano de un proceso de apertura política. Así, el Islam ha dejado de pertenecer únicamente a la esfera de la contestación al poder, para incorporarse también a la participación política partidista. Un poco como en Turquía, pues la liberalización política conduce a la integración política del Islam. Bajo el reinado de Mohamed V y, más tarde de Hassán II, el dominio de la política por parte de la monarquía se ha concebido simultáneamente con un control firme de la religión. Las prácticas y discursos religiosos se han utilizado con creces para legitimar el poder, sobre todo bajo el reinado de Hassan II, que en 1962 se convirtió en Comendador de los Creyentes.
El mecanismo de legitimación religiosa de la monarquía no lo impuso directamente el rey, sino que lo construyeron los actores nacionalistas, erigiendo ellos mismos al monarca en actor representante de la nación, interpretada como “comunidad musulmana”. A efectos prácticos, no es que el rey de Marruecos se convirtiera en monarca por derecho divino, sino en el protector del Islam que, en virtud de su genealogía profética, se presentaba como detentor legítimo de dicha función. Además, la propia monarquía se afana por controlar la esfera religiosa, pero, al utilizar el Islam para construir la legitimidad de su poder, administró la religión negándose siempre a disminuir su alcance o hacerla desaparecer en determinados ámbitos. Como señala Malika Zeghal, en Marruecos el islamismo no ha tendido tanto a la “confrontación” como en Túnez.
Lo que explica también en parte cómo el régimen monárquico ha logrado montar una “oposición” islamista que sigue siendo legalista, si no legitimista, y que haya podido surgir cierto pluralismo a partir de mediados de los años noventa. Mientras en Túnez la vía autoritarista secularizó a la sociedad partiendo de un modo autoritario desde los años cincuenta, en Marruecos la apertura política ha ido de la mano de una integración de los islamistas en el juego político y el posible desarrollo de un fundamentalismo de Estado.
Secularización y democratización
Las difíciles relaciones de las sociedades musulmanas con la secularidad y la democracia no son de naturaleza esencialista. Deben plantearse caso a caso según trayectorias históricas y variables de dinamismos de carácter interno y externo. Para analizar esta problemática, debería recurrirse a enfoques propios de las ciencias políticas, la sociología histórica y la antropología política. Puede que la noción de secularidad y los procesos de secularización cuenten con ventaja frente al concepto de laicismo, profundamente marcado por el modelo francés. En efecto, esos vocablos, asociados a los países reformados del norte de Europa, encajan más con las características de las sociedades musulmanas.
La secularidad, un concepto más amplio, delimita ámbitos que van más allá de las relaciones de lo religioso y lo político, afectando también la cuestión del pluralismo social y su legitimación, sin tratarse solo de religiones, sino también de ideologías y etnicidades. La secularización se refiere a los procesos mediante los cuales la sociedad abandona lo religioso, para reemplazarlo por lo político, según la terminología de Marcel Gauchet. No obstante, podemos volver sobre los conceptos de laicismo y laicización, distinguiéndolos de secularización, en particular en los casos influidos por la experiencia francesa (Turquía, Túnez). La secularización se asocia mucho más con la democratización: sin secularización, no hay democracia, y el régimen político de una sociedad secularizada es, casi con certeza, democrático; en cambio, ciertas formas de laicismo pueden servir como fundamento de un régimen autoritario; es el caso del laicismo en Turquía, durante la República kemalista, en el periodo 1925-1945, y, en menor medida, el de los regímenes baasistas en Siria e Irak en los años sesenta y setenta.
Se trata de ampliar el ámbito de análisis, en lo concerniente a la puesta en relación entre secularización y democracia, lo que pocas veces se intenta (a diferencia del binomio democracia-laicismo, desde una perspectiva sobre todo institucional). Aunque sin excluirlas, no se trata tanto de debatir las formas en que los actores políticos y estatales –partidos, gobiernos, aparatos del Estado– funcionan en esos países, sino de identificar, en el ámbito público y el privado, y en el plano individual y colectivo, los discursos, ideas y conductas que puedan interpretarse como signos, indicadores de procesos de secularización y democratización, y su impacto en las instituciones políticas y estatales: según los casos, puede tratarse de evoluciones que tienen que ver con las relaciones de género; el lugar de la mujer en el espacio público y en la política; el cuestionamiento de la familia patriarcal; las prácticas individualistas; la emergencia pública de un pensamiento crítico del Estado y la sociedad; una competencia, en la esfera pública, entre las concepciones religiosas y étnicas frente a las políticas y contractuales de la ciudadanía; el auge o no de las asociaciones voluntarias, anunciando una estructuración de la sociedad civil; las relaciones con el Estado y la política de esa sociedad civil; la comunidad musulmana y la comunidad política; los discursos de los dignatarios e intelectuales islamistas en el sentido de una legitimación de la secularización y la pluralidad (la aceptación de la igualdad jurídica del otro, de los que no pertenecen a la comunidad de fieles); los lugares respectivos del Islam oficial (el legalista y dogmático de los Hadices) y sufí (el espiritualista de las cofradías y las prácticas populares –VolkIslam–, muchos de ellos portadores de valores humanistas); el Islam como factor de movilización nacionalista; la cuestión de la vía de acceso musulmana a la modernidad política.
El movimiento de occidentalización y la imposición del kemalismo
En Turquía, los movimientos de secularización, laicismo y democratización van por delante del resto del mundo musulmán. Durante el Imperio Otomano, y sobre todo en el periodo de decadencia, Occidente fue, a ojos de las elites dirigentes, un modelo a seguir. La modernización, planteada casi siempre en términos de occidentalización mimética, se dirigió autoritariamente, desde arriba, en particular a partir del Tanzimat (reformas promulgadas por el Imperio Otomano), en el siglo XIX. El Imperio vivió un momento crucial cuando el concepto de nación llegó con fuerza y se encontró enfrentado a las ideas del otomanismo y el panislamismo. La llegada al trono de Abdulhamid II, en 1876, aceleró el proceso. Se trataba de afianzar la fidelidad de los musulmanes a la persona del sultán, de combatir las manifestaciones nacionalistas. Su panislamismo se asentaba como una especie de reacción al pangermanismo y al paneslavismo.
El concepto de otomanismo surgió como tabla de salvación, encontrando su expresión en el espíritu unificador de la Constitución de 1908 del Comité Unión y Progreso (CUP). La búsqueda utópica de la integridad territorial del Imperio y la llamada a una ciudadanía otomana no encuentran respuesta favorable entre las diversas nacionalidades, y el CUP adopta una actitud chovinista para contrarrestar la política de “balcanización” deseada y puesta en marcha por los europeos. Un Estado-nación turco, territorialmente definido, se construirá sobre los vestigios imperiales, replegado en la etnia fundadora del Imperio y en Anatolia, reserva inagotable de campesinos-soldados. Mustafá Kemal, que, por razones estratégicas, busca y encuentra apoyo entre los religiosos para dirigir la guerra de liberación contra la ocupación extranjera –por parte de franceses y griegos, entre otros–, sustituirá posteriormente el Islam por una ideología que constituirá el pilar del joven Estado: el nacionalismo intolerante frente a toda afirmación identitaria étnica que no sea la identidad turca.
Sin embargo, este nacionalismo, tal como lo forjan Kemal y su entorno inmediato, conocerá sus límites y se distanciará con respecto a las ideas panturquistas y panturánicas. Los nacionalistas más fervientes, tras lograr asegurarse en el sistema pluralista unos cimientos sociales y electorales no desdeñables, aunque muy minoritarios, se inspirarán en estas últimas ideologías. Por su parte, los islamistas, nostálgicos de las glorias imperiales, persiguen una posición de liderazgo para Turquía en el mundo musulmán, sobre todo en los vecinos más inmediatos, lo que, en cierto sentido, los acerca a los ultranacionalistas. Sin embargo, ni unos ni otros gozaron, tras la creación de la República, de un peso dominante (ni siquiera muy importante y duradero) en el proceso decisorio de política interna y exterior. A partir de 1924 especialmente, Mustafá Kemal emprendió cierto número de “reformas”: la abolición del califato, la supresión de las escuelas y los tribunales religiosos, de las cofradías, la introducción del alfabeto latino y de un nuevo Código Civil (que obligaba al matrimonio civil, abolía el repudio y la poligamia e instituía el divorcio), la ampliación a las mujeres del derecho a voto (antes que Francia), la prohibición de usar el fez… En 1928 se abolía la cláusula de la Constitución de 1924, que establecía el Islam como la religión del Estado.
¿Abandona hoy Turquía el modelo autoritario de laicismo para emprender la vía de la secularización? No se puede confirmar sin matizar nuestra propuesta. Conviene recordar que no es posible disociar completamente los dos fenómenos, los dos modelos, y que a menudo penetran el uno en el otro. El movimiento descrito en el Imperio Otomano, iniciado sobre todo con las legislaciones del Kanûnî Solimán en el siglo XVI, que continuó en el XIX con los Tanzimat, por lo que se refiere a los derechos individuales, también son momentos de secularización, aunque una forma autoritaria de laicismo los sustituyera, principalmente durante los años veinte y treinta, bajo la férula de Mustafá Kemal. A mediados de los años noventa, un nuevo debate sobre una forma novedosa de laicismo, más adaptada al mundo moderno, se circunscribía a determinados círculos de intelectuales, sin alcanzar a la sociedad, ni siquiera a gran parte de los intelectuales y formaciones políticas.
Hoy el debate se extiende, sobre todo mediante los medios de comunicación, en especial la televisión. No es casualidad que ese debate, que probablemente se amplíe, también gire en torno a la “apuesta” de la dirección de los Asuntos Religiosos y de las escuelas de predicadores (imam hatip), fortalezas a defender por unos y a conquistar por otros. Los llamados “islamistas” muestran una actitud ambigua con respecto a la primera de esas instituciones: unos creen que de aquí en adelante hay una estructura disponible, que espera a ser tomada; otros coinciden con los pocos intelectuales laicos en reclamar la supresión de ambas instituciones. El objetivo es claro: hacer zozobrar la tutela apremiante que el Estado ejerce sobre la religión, del mismo modo que en todas las facetas de la vida social.
Los partidarios de esta postura consideran que son los grupos religiosos, las asociaciones religiosas, quienes deben, con sus propios medios financieros, crear sus escuelas, sus hospitales, sus mezquitas e instruir a sus imames, tal como sucede con el Cristianismo en algunos países occidentales. Aquí, entre otros puntos, es donde reside actualmente la especificidad de Turquía. A diferencia de lo que ocurre en muchos países musulmanes, por ejemplo en Marruecos, la gran mayoría de islamistas turcos no opinan necesariamente que la participación en la carrera al poder conlleve el debilitamiento de los principios que subyacen en la naturaleza de la utopía religiosa.