El largo camino de la modernización turca

Turquía debe convencer a los europeos de la sinceridad de su compromiso para llevar a cabo las reformas que permitan la integración de los valores europeos esenciales.

Alain Servantie

La apertura de negociaciones, enfocadas a una eventual adhesión de Turquía a la Unión Europea (UE), suscita intensos debates en la prensa de algunos Estados miembros de los cuales se ha hecho eco el Parlamento Europeo, en el que algunos diputados (especialmente el Partido Popular Europeo-PPE, los No Inscritos y la Unión por la Europa de las Naciones-UEN) dijeron con dureza que Turquía no pertenece a Europa ni por su situación geográfica, ni por su historia, ni por su cultura. Los sondeos de opinión realizados por iniciativa de la Comisión Europea (Eurobarómetro) demuestran que el rechazo es mayor en Austria, donde el recuerdo de los dos asedios turcos a Viena (1529 y 1683) es un elemento constituyente de la identidad nacional, de la misma forma que en Malta.

Sin embargo, el Imperio Otomano fue una potencia europea desde el desembarco en la orilla europea de los Dardanelos (1353) y el establecimiento de su capital en Edirne (1365), mucho antes de tomar el control de Anatolia y de expandirse hasta Egipto, la Península Arábiga y el norte de África. La ocupación de los territorios bizantinos, y finalmente de Constantinopla (1453), dio lugar a una cierta recuperación de la herencia bizantina que consistió solamente en restablecer los acuerdos adoptados con las repúblicas italianas, o en un primer momento, recuperar las alianzas matrimoniales con los príncipes cristianos, muy parecidas a las alianzas medievales entre los príncipes occidentales (pero esta vez en un solo sentido).

Sin embargo, la ampliación progresiva de los territorios bajo control otomano desde Hungría hasta Yemen ocasionó cierto “extrañamiento” o aislamiento de un imperio que se creía economía-mundo, usando la expresión braudeliana. Durante el mandato de Ibrahim Pachá (gran visir desde 1522 hasta que murió estrangulado en 1536), en una época en que los pachás nacidos del devsirme podían reclamar que eran “hijos de cristianos” y jugar con su origen, así como en el llamado Periodo de los Tulipanes (1718 a 1730), fracasaron algunos intentos de apertura hacia Europa occidental. Las razones por las que el Imperio Otomano no se integró en el orden europeo en el el tratado de Westfalia, o en el Congreso de Viena, deben buscarse en su autosuficiencia o en la creencia de que bastaba con recurrir a algunas tecnologías para recuperar su atraso (como la introducción de la imprenta, 270 años más tarde que en Europa occidental).

A diferencia de la actitud voluntarista de Pedro el Grande, que supo convertir a la elite rusa y transformar su país hasta el punto de convertirlo en uno de los protagonistas de la escena europea durante casi un siglo. Antes del siglo XVII, aunque no existía Europa como concepto político, el mundo cristiano se oponía al Islam y las alianzas con los soberanos musulmanes estaban prohibidas por la Iglesia. La implosión del catolicismo en la época de la Reforma generó una evolución del concepto de cristiandad hacia un concepto más neutro y laico de Europa, en donde se suponía que todos los países estaban sometidos a un mismo derecho natural, enunciado en el tratado de Westfalia. Cuando la diferencia de religión perdió su importancia y Turquía representó un papel capital en el equilibrio europeo de los siglos XVI al XVII, los analistas políticos buscaron otras causas para las diferencias entre “Europa” y el Imperio Otomano.

Su germen ideológico se encuentra en una lección sobre la Política de Aristóteles impartida por Diego de Mendoza, embajador de Carlos V, ante el Senado veneciano en 1540. En el texto de su intervención, se observa una distorsión del pensamiento de Aristóteles y de su clasificación de los regímenes como tiranías o monarquías, en comparación con un régimen democrático. Según Jean Bodin, el régimen del imperio turco es parecido a las monarquías occidentales puesto que su sistema de sucesión es bastante similar. Por el contrario, para Mendoza el régimen otomano no respeta el Estado de Derecho (a diferencia de lo que escribe un tal Postel en La República de los Turcos, en 1560, donde pone de relieve el compromiso con el derecho de Solimán el “Legislador”, Kanûnî en turco).

Si se añaden la ausencia de cuerpos intermedios, puesta de relieve por Maquiavelo en El Príncipe, y de aristocracia hereditaria y, en compensación, el ascenso solo por méritos (o con el favor del príncipe), como subraya Busbecq, estos rasgos específicos del Imperio Otomano sirven para caracterizar lo que se llamará en el siglo XVIII el despotismo oriental. Un rasgo característico que debe destacarse es que el Divan, una especie de consejo de ministros del sultán hasta finales del siglo XIX, estaba compuesto casi exclusivamente por pachás procedentes de la jerarquía militar, mientras que los consejos de los príncipes occidentales estaban compuestos, cada vez en mayor medida, por juristas.

El ‘Tanzimat’

Si el Imperio Otomano, salvo por la aventura egipcia de Bonaparte, salió relativamente indemne de las guerras de la época de la Revolución Francesa y de la del Imperio, la onda de choque que agitó Europa condujo a los primeros sultanes del siglo XIX (Mahmud II, Abdulmecid), apoyados por los visires educados en escuelas occidentales (Alí Pachá, Fuat Pachá), a emprender un proceso de reformas y de modernización, con el objetivo de incorporar las tecnologías europeas afectando lo menos posible la base ideológica del Estado. El Tanzimat, una reorganización (igual que la Perestroika soviética en sus inicios), fue proclamada por el Hatt-i chérif de Gülhane del 3 de noviembre de 1839, desarrollada en el Hatti- hümayun del 18 de febrero de 1856 y adoptada a raíz de las presiones de las potencias europeas: reconocimiento del principio de igualdad entre las religiones, igualdad de todos ante la ley, supresión de la tortura, reforma del sistema judicial, codificación de las leyes civiles y penales y de los procedimientos judiciales, organización de una enseñanza pública abierta a todos y aplicación severa de las leyes contra la corrupción.

Algunos de estos terrenos en los que se pedían las reformas son sorprendentemente cercanos a los que la UE exige a Turquía actualmente. En 1867, en vísperas de una visita del sultán Abdulaziz a Europa, el ministro turco de Asuntos Exteriores hizo público un documento en el que afirmaba tajantemente que en los aspectos de la libertad religiosa, educación, justicia e inversiones en carreteras y ferrocarril, “la reforma ha concluido”, a pesar de algunos retrasos en ciertos sectores, “con la aprobación de los principios de igualdad y justicia que rechazan el espíritu de exclusivismo y los prejuicios de una parte de la Nación”.

Los informes franceses, británicos y rusos de ese año fueron más moderados: en el campo judicial, las reformas no se tradujeron en hechos y el ejército conservaba una situación de privilegio frente a la sociedad civil. “Por el contrario, la aplicación de los últimos 19 artículos del Hatt-i-hümayun ha encontrado una oposición sistemática por parte del gobierno otomano desde hace cuatro años”. (Ver informes del 13 de mayo de 1867 y el documento turco Consideraciones sobre la ejecución de la Orden Imperial del 18 de febrero de 1856). Al leer estos textos, que tienen una antigüedad de siglo y medio, hay que preguntarse por qué estas reformas fracasaron, por qué Turquía no llevó a cabo la misma revolución que el Japón de la era Meiji.

Hasta ahora, los historiadores turcos han visto en ellos las tímidas premisas de las reformas que Mustafá Kemal Atatürk puso en práctica de forma radical a partir de la República. Ilber Ortayli, al comparar los procesos de reforma turcos con las reformas rusas o japonesas, resalta no obstante un dualismo en materia de educación; las reformas se limitan a algunos políticos; el nivel general de educación sigue siendo relativamente bajo; y las reformas se promueven sin el apoyo del conjunto de la población, mientras que la administración continúa sin adaptarse. La llegada al poder de un autócrata (Abdulhamid II), que congeló la primera Constitución turca en 1878, bloqueó de nuevo el proceso. De hecho, la occidentalización, aparte de un pequeño reducto de altos funcionarios turcos, siguió limitada a la burguesía de los comerciantes cristianos o judíos, que enviaban a sus hijos a estudiar a las universidades italianas y luego a las francesas (Engelhardt, 1882; Ilber Ortayli).

Sus principales beneficiarios, las minorías, no pusieron en práctica la occidentalización más que con reticencias. Por otra parte, el Imperio Otomano se encontró atrapado en la contradicción de un esfuerzo de modernización industrial, que llevaba a una laicización del Estado y de las relaciones sociales, y a la aplicación territorial erga omnes inspirada por los países occidentales, frente a los millets tradicionales que basaban sus reivindicaciones nacionalistas en su constitución como grupos religiosos, cuyos dirigentes aspiraban a mantener, e incluso reforzar, los particularismos.

El ‘kemalismo’

Desde 1908 hasta 1923, el Imperio Otomano se vio arrastrado por una sucesión de revoluciones internas y de guerras que condujeron a su desmantelamiento y al confinamiento de Turquía en su territorio actual. Este confinamiento a lo que la opinión actual considera el “territorio natural de los turcos” procede en realidad de una asimilación entre religión y nacionalidad, heredada del Imperio Otomano, y de la reducción de Turquía a su componente musulmán a consecuencia de los cambios de población de 1923, decretados por el tratado de Lausana, que algunos califican hoy de auténtica limpieza étnica.

Estos cambios destruyeron la estructura socioeconómica del Imperio Otomano, en el que había una cierta división del trabajo o profesión según los millets (banqueros judíos, albañiles y panaderos armenios, fabricantes de cepillos griegos), obligando a Atatürk a promover la intervención del Estado en los sectores en los que las empresas judías o cristianas controlaban la actividad económica. La idea fundamental que subyace tras la ideología de los Jóvenes Turcos en la que se inspiró el kemalismo la ha expresado Ziya Gökalp: se puede retomar lo esencial de la tecnología (“la civilización”) sin tener que modificar lo esencial de la cultura (“la identidad turca”), o dicho de otra forma, se puede proceder a una modernización sin cambiar de valores, sin “occidentalizarse” (Ziya Gökalp, Turkish Nationalism and Western Civilization, ensayos escogidos.

Londres: Allen y Unwin, 1959). Tras la pérdida de la parte esencial de las provincias cristianas, la nueva definición de la nación turca dudaba entre la ummay un laicismo integrador de los diferentes componentes de lo que quedaba de Turquía. El tratado de Lausana, que efectuó cambios de población basados en la identidad religiosa, limitó severamente el enfoque multicultural desarrollado durante el periodo del Tanzimat. En la práctica, hubo una confusión entre religión y nación, al autorizar la inmigración de bosnios o kosovares sobre la base de la religión más que de la lengua. Hasta hace poco, cualquier cuestionamiento de la ideología kemalista, plena de nacionalismo al estilo de los años treinta, se consideraba como cuestionamiento del orden público.

Cualquier adhesión a los acuerdos internacionales se veía como un atentado contra la soberanía nacional. La exaltación del nacionalismo como valor positivo y el culto al líder Atatürk aparecen como una herencia de ese periodo, mientras que en Occidente se rechaza incluso la expresión misma por considerarlo demasiado próximo al fascismo. A esto se añadía una concepción estática de la vida económica, la cual condujo a una política de sustitución de las importaciones y de autosuficiencia, que provocó la aparición de líderes nacionales y que se refleja en el papel económico que se concedió poco a poco al ejército, a través del Fondo de Pensiones del Ejército (OYAK, siglas en turco), con privilegios exorbitantes. Algunas de estas reformas, destinadas a eliminar la influencia de la religión en la sociedad, como la reforma lingüística o las reglas sobre el velo islámico, podrían admitirse como pasos hacia la occidentalización o europeización.

Desde 1925, Atatürk adoptó el calendario gregoriano. En febrero de 1928, impuso el uso del turco en los sermones de los imames en las mezquitas. También en 1928, impuso el cambio al alfabeto latino. En realidad, algunos se dieron cuenta de que ciertos dirigentes creían que para cambiar las ideas era suficiente con cambiar las cabezas. En cierta medida, el laicismo instaurado con la República se convirtió en una fachada, esencialmente para el control de la religión por parte del Estado: la construcción de mezquitas, las escuelas religiosas imam hatip y los agregados religiosos de las embajadas en el extranjero siguen siendo financiados por el presupuesto estatal. Desde 1980, la enseñanza de la religión es obligatoria.

Turquía heredó de sus políticas anteriores unas relaciones difíciles con sus vecinos (Siria, Irak, Chipre) y un complejo de sentirse encerrada, aislada, “como un león enjaulado”, como explicaron los generales después del golpe de Estado de 1980, o incluso el ministro de Asuntos Exteriores, Ismail Cem, ante el Parlamento Europeo en 2000. La persistencia de la función desempeñada por los militares, que juegan con la noción del importante papel “geoestratégico del país”, es un freno a las iniciativas políticas arriesgadas, tanto en lo que se refiere a la política exterior como a la búsqueda de una solución socioeconómica al problema de los kurdos, cuyas reivindicaciones se califican sistemáticamente de terroristas.

La expresión más clara de esta política tradicional se refleja en la actitud adoptada por el primer ministro Suleymán Demirel en 1975, cuando el secretario general de la Comisión, Emile Noël, le transmitió la sugerencia de que Turquía presentara su candidatura al ingreso en la UE, después de la candidatura griega. “¿No haremos el ridículo?”, le contestó al ministro de Asuntos Exteriores. En realidad, temía la reacción de la coalición en la que dos miembros, Necmettin Erbakan y Alparslan Türkes, se oponían violentamente a la UE, mientras que por otra parte, los industriales, especialmente los representados por la Asociación (Tüsiad), seguían siendo partidarios acérrimos del mantenimiento de las barreras aduaneras.

La candidatura a la Unión Europea

Realmente, desde los primeros años de la guerra fría, Turquía se vio obligada a elegir bando: se adhirió al Consejo de Europa, después pagó su entrada con la participación en la guerra de Corea y abrió negociaciones dirigidas a conseguir un acuerdo de asociación con la CEE a partir de 1959. Adnan Menderes y su ministro de Asuntos Exteriores, Fatih Rüstü Zorlu, discutieron la necesidad de la participación de Turquía en los procesos de integración europea en el barco que los conducía a la isla en la que iban a ser ahorcados, después del golpe de Estado de los militares en 1960: “Nuestro futuro está en Europa”.

El proceso fue impulsado de nuevo por el presidente Turgut Özal, al presentar la candidatura turca a la adhesión en 1987, en el marco de la apertura al mundo de su economía y del estímulo a la modernización del capitalismo turco. La política actual de Recep Tayyip Erdogan continúa con ese impulso. El acuerdo de unión aduanera con la UE en 1995, sumado a la modernización de la economía turca, supuso la rápida aceleración de los intercambios comerciales con el exterior que, al aumentar el 40% entre 2000 y 2004, pasaron de representar una parte casi insignificante del PNB (un 5%) en los años setenta a más del 30% en 2005.

La estructura de las exportaciones evolucionó rápidamente, con el sector textil a la cabeza en un principio (hoy todavía representa el 40%), para ser progresivamente superado por un conjunto diversificado de productos industriales, sobre todo marcas blancas. El abandono de la economía de sustitución obligó a los líderes nacionales (Isbank, empresarios al estilo de los hombres hechos a sí mismos del Lejano Oeste, como Vehbi Koç o Sakip Sabanci) a buscar recursos para la exportación y a aceptar la competencia.

La privatización de las grandes empresas estatales –bancos, sector energético, del acero o de las comunicaciones– estuvo acompañada por la apertura a las inversiones extranjeras, estancadas en unos 1.000 millones de dólares anuales entre 1980 y 2000, pero que rondaron los 10.000 millones en 2005. Estas inversiones están representadas actualmente por 12.000 compañías extranjeras, que controlan el 25% de las 500 empresas turcas más importantes, especialmente en el sector financiero. Recientemente, incluso se ha visto a un banco griego (Eurobank Ergasias) comprar un banco privado turco (Tekfenbank). El cambio de comportamiento de los industriales turcos permite pensar que la acumulación de capital no está ligada a una religión dada, sino más bien a un comportamiento ahorrativo, inversionista y de capital riesgo; a un comportamiento social de una clase de empresarios que hacen suyos los valores éticos en materia de consumo, de ahorro y de producción industrial que Max Weber consideraba esencialmente “protestantes”.

Aunque la introducción de la imprenta y de la prensa transcurrió con una lentitud que reflejaba las particularidades culturales, la apertura a las nuevas tecnologías que también defendía el presidente Özal permitió la explosión de los canales de televisión por cable y por satélite (500 canales actualmente) y del teléfono móvil. La multiplicación de los grupos y el aumento de la competencia impulsaron una serie de producciones nacionales a lo Hollywood y programas de telerrealidad, como El valle de los lobos, pero en la que los malos son los americanos, o El yerno extranjero. La apertura al exterior se refleja también en los hábitos de consumo: ropa (vaqueros y bikinis), alimentación (Starbucks en lugar de los cafés turcos, McDonald’s en lugar de Döner), perfumes o estética (fitness, culto al cuerpo), expandidos por la burguesía “cosmopolita”, esgrimida como modelo por la prensa sensacionalista.

Turquía es un país de emigración: casi cuatro millones de emigrantes en los diferentes países de la UE, de los cuales 1,3 millones se han convertido en ciudadanos europeos y participan activamente en la vida política del país de adopción (hay cuatro diputados en el Parlamento Europeo). Algunos de ellos están relativamente integrados, especialmente cuando se trata de medios intelectuales o universitarios, mientras que una franja importante se queda en los guetos, incitada a un aislamiento cultural por el acceso a las cadenas de televisión en turco, difundidas por satélite. El ascenso social de la segunda o tercera generación de inmigrantes lleva a éstos a desempeñar un papel cada vez más importante en la vida económica de sus países de adopción (inversiones inmobiliarias o creación de empresas).

Pero Turquía es también un país de inmigración al acoger cerca de un millón de trabajadores, a menudo ilegales, de sus vecinos del Norte y del Este. El rechazo de la candidatura turca por parte de las instancias europeas en 1988, y después en 1997, ha sembrado una duda en la opinión pública turca sobre la voluntad real de los europeos para integrar a este país. Los aplazamientos por el contenido de las negociaciones desde su comienzo en 2005, las condiciones impuestas, especialmente en Francia, que ha instaurado un referéndum sobre las futuras adhesiones, y las reacciones a menudo violentas expresadas en algunos Estados miembro sobre la candidatura turca, han hecho que el apoyo ciudadano al proceso de adhesión disminuya.

El gran desafío que deberá afrontar Turquía en los próximos años será convencer a los dirigentes políticos europeos y a la opinión pública de la sinceridad de su compromiso para llevar a cabo las reformas que permitan la integración de los valores europeos esenciales: pluralismo en el campo religioso, respeto de los Derechos Humanos (lo que implica la abolición de la pena de muerte), Estado de Derecho y libertad de prensa. Los turcos todavía creen que pueden negociar las condiciones de su entrada, por ejemplo, utilizando a Chipre como rehén, haciendo solo algunos avances a la hora de poner en práctica las leyes comunitarias, cuando cualquier dilación hace más difícil poner punto final al proceso. Por otra parte, los derechos de las minorías van mucho más allá de lo que estipulaba el tratado de Lausana y no se puede pretender que se normalice el problema kurdo pregonando que los que quieren las reformas son unos terroristas. Por último, en una democracia, el ejército debe estar bajo el control de los cargos electos de la nación.

Las propuestas de la Comisión y los últimos debates en el Parlamento Europeo y en el Consejo implican que no se podrán concluir las negociaciones sin discutir antes las futuras perspectivas financieras de la UE (2013). De aquí a entonces mucho agua correrá por el Bósforo. Pero está claro que la perspectiva de la adhesión será el motor fundamental de las reformas.