Islam, mujer y memoria
Al revisar la historia de los fragmentos de la memoria femenina en tierra del islam y dejar atrás los feminismos asimiladores, se descubre que la condición femenina no es una ni indivisible.
Iqbàl al Gharbi
Como subrayó la escritora Leila Sabbar, en tierra del islam, la memoria femenina se ha perdido y la transmisión tiene lugar a la inversa, de hija a madre. En los países musulmanes la desinformación sistemática es un instrumento privilegiado del poder. Necesita reescribir constantemente el pasado según las necesidades del presente. Desde esta perspectiva, ¡está claro que la liquidación ingeniosa de la memoria colectiva femenina no es un objetivo de por sí! Es un modo excepcional de prevenir toda reivindicación. Las mujeres sin memoria no pueden discutir su presente. No tienen con qué comparar su situación actual. La discriminación se les presenta como algo natural y eterno.
Y gracias a esas técnicas de ingeniería social, reina la satisfacción generalizada. En toda sociedad cerrada, el poder no solo se arroga el privilegio de controlar las acciones de los hombres, de controlar lo que hacen y lo que dicen, sino que también aspira a regir sus fantasmas, sus sueños y, cómo no, su memoria. En este tipo de sociedad, el pasado es tarde o temprano objeto de una manipulación destinada a justificar el presente y perpetuarlo. Por ello, para todas las mujeres, es fundamental indagar el pasado. La implicación de la mujer en la historia musulmana se oculta a menudo. Sin embargo, su impacto en el advenimiento del islam, su propagación y sus luchas es primordial.
El feminismo entre el cielo y la tierra
En el momento de la Revelación, el Corán propone reformas en el estatuto de la mujer. El islam abolió el infanticidio de pequeñas que hacía estragos en varias tribus árabes: “cuando se pregunte a la niña enterrada viva qué crimen cometió para que la mataran” (Sura 81, versículo 8-9). Instituyó nuevas normas para regir la poligamia y limitó el número de esposas a cuatro. Al imponer la condición y la regla de la equidad, finalmente el Corán restringe mucho más las opciones al hombre. Se instituye un nuevo orden familiar: “No podréis ser jamás justos con vuestras mujeres, aun si lo deseáis” (Sura 4, versículo 129). Obsérvese que la palabra jamás es, en este contexto, elocuente.
La advertencia es sencilla: ¿quién puede, como ser infalible, creerse lo bastante justo como para atreverse a tomar varias esposas? El Corán reconoció a la mujer su calidad de heredera, como madre, hija, hermana y esposa. Un primer versículo introduce esta nueva reforma: “Sea para los hombres una parte de lo que los padres y parientes más cercanos dejen, y para las mujeres una parte de lo que los padres y parientes más cercanos dejen. Poco o mucho, es una parte determinada” (An-Nisaa, 4, 7). La mujer puede disponer libremente de su dinero, sus propiedades y sus haberes dentro de los límites de lo lícito. El Corán concede a la mujer una parte de la herencia dejada por su padre; su marido no tiene derecho tutelar alguno sobre su patrimonio (An Nisaa, 4, 11-12). En caso de disputa familiar, el Corán exhorta al marido a tratar a su mujer con amabilidad sin desatender sus virtudes.
Si el problema tiene que ver con la actitud de la esposa, su marido puede llamarla a la razón. En la Yahiliyyah (época preislámica), muchos hombres pegaban a sus esposas. Integraron esa práctica en el islam y eran tan violentos que las mujeres se quejaron de su situación al profeta Mahoma. En un primer momento, el Profeta, indignado ante semejante injusticia, tomó la iniciativa e impuso la ley del Talión, es decir, concedió a la esposa el derecho de qasas. Esa decisión cosechó grandes protestas entre los hombres. Fueron a ver al Profeta y se opusieron a su sentencia, argumentando que con ella las mujeres tenían las de ganar y se quebrantaba el orden establecido.
En aquel momento, el Profeta pidió y recibió la revelación que reflejaba la filosofía coránica del gradualismo. El verso revelado parece contradecir al Profeta, que, al recibir la revelación, afirma: “Mahoma lo quería, pero Dios no”. No obstante, al repetir la exhortación coránica sobre el buen trato a la mujer e incitar a los esposos a “vivir juntos en armonía y dejarse de un modo caritativo”, los juristas musulmanes reivindicaron la compasión entre los esposos y prohibieron el maltrato a la mujer: la dharar wa la dhirar. A pesar de estas reformas, el texto coránico siempre ha estado inmerso en un conflicto de interpretación del mundo, en el que sostiene unas concepciones, mientras que recusa o afianza otras.
De ahí las ambigüedades que contiene, propias de todo texto poético, y la polisemia, fruto de su larga existencia en las sociedades humanas. El espíritu del Corán choca con un patriarcado masivo, consolidado en sus fundamentos no igualitarios y opresivos.
En los orígenes del islam, una mujer
El primer musulmán del mundo era una musulmana, Jadiya, la primera esposa del Profeta (y la única mujer de este, mientras ella vivió). Era hija de Kuwaylid, del clan de los Assad de Quraish, naturales de la Meca. Antes de casarse con el Profeta, había tenido dos maridos: Abu Hala al Tamimi, de quien se divorció, y Abdalá ben Utayik, del que era viuda. Jadiya poseía una fortuna personal que gestionaba sola, tal vez por las estructuras matriarcales que persistían en Arabia. Según los historiadores, la hermana de Jadiya tenía una hija que llevaba el apellido de su madre: Omaima bent Rokaya, lo que significa que por aquel entonces todavía se heredaba el apellido de la madre. Era una práctica habitual, y algunos reyes, como Omar ibn Hind, llevaban el apellido de la madre.
El propio Profeta se enorgullecía de descender de las mujeres de su tribu y acostumbraba a decir: “Soy hijo de los El Awatek de la tribu de Suleimán (Atika bent Hilal, Atika bent Mora y Atika bent El Awkass, todas ellas mujeres)». Mujer de negocios, heredera de una gran fortuna legada por su anterior marido, invirtió su patrimonio en operaciones de comercio internacional. Arabia era un paraíso para el comercio, debido a su ubicación, en la encrucijada entre Asia, África y Oriente Próximo. Los intercambios se llevaban a cabo básicamente por tierra, con las caravanas. Del África oriental provenían esclavos, oro, marfil y piedras preciosas; del Este, soja, oro y perlas; del Norte, trigo y aceite. Jadiya, de carácter fuerte, se reservaba la libertad de escoger libremente marido.
Y eso es lo que hizo cuando decidió desposar al profeta. Le envió a una emisaria, Nefissa, para proponerle matrimonio. El historiador Ibn Saad recoge las palabras de Nefissa: “Me envió a él en secreto, con una proposición de matrimonio. Y él aceptó”. El Profeta vivió con Jadiya 25 años, en régimen de monogamia. El tío de la novia, Amor ben Asad, estableció el contrato nupcial para Jadiya. Su boda con el Profeta supone un hito importante en la historia del islam. Jadiya ayudaba al Profeta, lo animaba infundiéndole confianza en sí mismo y en su misión. Tras la llamada a la profecía, la esposa puso al corriente a su pariente Waraka ibn Nawfel, que era cristiano.
Este le respondió que la experiencia era simular a la de Moisés al recibir las Tablas de la Ley. Además, Jadiya dio a Mahoma todo el apoyo psicológico y logístico que el Profeta necesitaba. Adepta de la nueva religión aun cuando esta era todavía secreta, Jadiya tomó parte en la lucha clandestina en territorio enemigo. Tanto en el plano objetivo de las relaciones de fuerzas como en el plano subjetivo de la psicología individual, la personalidad de Jadiya ha sido un determinante ineludible del destino del credo musulmán. ¿Representaría la primera esposa de Mahoma unas relaciones conyugales donde la mujer, contando con sus derechos, es igual al hombre?
Musulmanas feministas: oposición a la poligamia
Desde el nacimiento del islam, las mujeres musulmanes han podido rehusar el rigor de la ortodoxia e imponer sus derechos y visiones del mundo. Sukeina, bisnieta del profeta Mahoma e hija de Hussein, mártir de Kerbala y por ende miembro de los Ahl el Beit, rechazó la institución de la poligamia, haciéndola constar en sus múltiples contratos matrimoniales. Además, muchos compañeros del Profeta eran monógamos. Hay un episodio destacado que puede arrojar luz sobre el tema. El poderoso clan de los Beni Mughira quería desposar a una de sus hijas con Alí, primo y yerno del Profeta. Recordemos que en esa época el matrimonio era un tratado de paz, una prueba de alianza política.
La circulación de las mujeres garantizaba, mediante la consanguinidad, los vínculos de amistad, fraternidad y prestigio social. Afianzaba las cohesiones y consolidaba los poderes. A Mahoma, padre tierno y cariñoso, le preocupaban los sentimientos de su hija pequeña Fátima. Para acallar los rumores, declara solemnemente, desde el almimbar de la mezquita: “Los Beni Mughira quieren casar a su hija con Alí. Yo me niego, me niego, me niego… lo que entristece a Fátima, me entristece a mí». La famosa secta musulmana esotérica de los Cármatas, rama disidente del ismaelismo, partidaria de una interpretación alegórica del texto sagrado, abolió la poligamia. Esta secta, que reinó durante más de un siglo en tierra del islam, instituyó una estricta igualdad entre hombre y mujer en cuanto a derechos políticos, laborales y sucesorios. La comunidad musulmana drusa también proscribió la poligamia.
Otros lares, otras costumbres. El Magreb nos brinda un campo privilegiado de investigación sobre la condición femenina, en tanto en cuanto esta región representa un medio cultural sincrético caracterizado por una proximidad geográfica y política con Europa que ha modelado la cultura de la zona desde la antigüedad. Así, a la sombra de los majzen y de los jardines cautivadores repletos de rosas y jazmín, de las fuentes rezumantes de mármol, de la letanía de los muecines, de las ventanas con cortinas de encaje, en los corazones de los patios andaluces varios documentos jurídicos relacionados con las fatuas –decretos religiosos sobre un caso concreto– nos aportan datos.
En el islam el matrimonio no es un sacramento. Se trata de un “contrato de nikah” negociable, en virtud del cual la mujer tiene derecho a emitir varias cláusulas y exigencias: cláusulas relacionadas con el divorcio y con la plena disposición de su persona y su fortuna personal, cláusulas que le permitan no abandonar su ciudad natal, cláusulas que den la posibilidad de anular el matrimonio con una segunda esposa tomada contractualmente o retomada por el marido, cláusulas que conceden a la esposa el derecho a disponer la suerte de la jarai, la esclava concubina de su marido. ¡Las cláusulas que supeditaban un segundo matrimonio o la convivencia con una concubina al consentimiento de la esposa podían intercambiarse por capital económico que la mujer podía regatear con el marido al precio más alto! Otras cláusulas podían comprometer al marido a proporcionarle servidores a su disposición, o nodrizas para amamantar a sus hijos, pues había musulmanas de la aristocracia que no aceptaban las servidumbres de las tareas domésticas ni las limitaciones de la lactancia materna.
En aquel tiempo de vuelcos sociales, las mujeres se plantearon otras estrategias matrimoniales. Obtuvieron el derecho al divorcio si el marido se ausentaba durante un periodo determinado –por ejemplo, cuatro meses– estipulado en el contrato nupcial. El cadí –juez musulmán– podía permitir a la mujer casarse en segundas nupcias y también concederle la custodia de los hijos, así como la gestión del patrimonio del marido, en caso de ausencia prolongada. El contrato matrimonial de Kairuán, capital espiritual de Túnez y cuarta ciudad santa del islam después de La Meca, Medina y Jerusalén, instituía la monogamia como régimen matrimonial. ¡Este tipo de contrato atribuía a la esposa el derecho a repudiar a la segunda mujer si el marido se arriesgaba a ser polígamo!
El contrato nupcial más famoso de esta localidad es el del fundador de la dinastía fatimí, el temible Abu Jafer al Mansur, cuya esposa tunecina, Arwa, le impuso la monogamia en el siglo X de nuestra era. Esta condición, sin embargo, no es exclusiva de Kairuán; con el tiempo, su uso se extendió e impuso en varias ciudades, de Béya a Mahdia, pasando por Túnez. Ante este repunte histórico de los fragmentos de la memoria femenina en tierra del islam, al dejar atrás los feminismos asimiladores, uno se da cuenta de que la condición femenina no es una ni indivisible.
Las musulmanas y el rechazo al ‘hiyab’
Basta con echar un vistazo al pasado para hallar elementos esenciales de las reivindicaciones femeninas actuales. Las batallas del hiyab cristalizan el fervor y la vitalidad de las mujeres musulmanes que se opusieron al rigor de la ortodoxia, a la restricción permanente. Al militar en pro de la reconquista social de su cuerpo, esas mujeres afirmaban la unidad indisoluble del ser humano: espíritu libre en un cuerpo reconquistado. En principio, la subjetividad radical de cada una se desarrolla en el rechazo a las limitaciones.
Estas prácticas tan vilipendiadas de las que los textos solo conservan restos parciales nos lo demuestran. Entre esas mujeres, podemos citar a Aisha bent Talha, nieta de Abu Bakr, compañero del profeta, hija de Um Kulthum y sobrina de Aisha, madre de los creyentes, que rechaza el hiyab. Además de la nobleza de su nacimiento, esta aristócrata estaba dotada de un carácter orgulloso y una gran belleza, que ella tenía empeño en que admiraran. Aisha se negaba a ir velada, argumentando maliciosamente que Dios en su misericordia la había creado bella y ella quería mostrar Su obra.
Aisha perseguía los respetos de los poetas, y sabía sacar partido de los sentimientos que inspiraba, hasta el punto de provocar la destitución del gobernador de La Meca, que había consentido en retrasar la hora de la oración para permitir a Aisha concluir su Tawaf, esto es, la circunvalación ritual de la Kaaba. Hermosa y seductora, como las grandes damas de la aristocracia árabe, era una de las mutzawiyat, que tuvieron muchos maridos. Sukeina (fallecida en el año 736), hija del imán Hussein –el mártir de Kerbala– y bisnieta del Profeta, nunca se veló, a pesar de su juventud, su belleza y la nobleza de su rango. Es más, al recusar la institución del hiyab, esta feminista de vanguardia socavó el simbolismo de la prenda como separación institucional de dos espacios distintos, uno privado reservado a la mujer y uno público gestionado por el hombre. Lejos de someterse a las leyes del enclaustramiento, la vital Sukeina regentaba un salón literario en Medina, donde organizaba veladas interminables, punto de encuentro de artistas, poetas y hombres de letras de tendencias y religiones diversas.
Era frecuente que los grandes poetas del ghazal (poesía erótica) de la escuela del Hiyaz acudieran a la residencia de Sukeina a recitar sus composiciones, hacer gala de su talento y escuchar críticas. Entre los visitantes de la casa, se hallaban el famoso Omar Ibn Abi Rabia –el don Juán musulmán–, Al Awas y Yarir, pero sobre todo Al Frazdak, que acudía siempre que se encontraba en la localidad. Sukeina abría el diálogo, estimulaba los debates literarios, hacía observaciones, comentaba el empleo inadecuado de algún término, un giro o un tema incluido en los versos citados.
Las intervenciones de la anfitriona demostraban un buen conocimiento de la poesía y la cultura de su época. De este modo, logró preservar la escuela de la poesía ghazal, al proteger y estimular a sus adeptos, que gozaban del aval de las más altas esferas de la sociedad medinesa. Por instinto, las mujeres musulmanas se han opuesto siempre a la uniformidad en el vestir. Durante el califato del intransigente Omar ibn Jattab, se alejaron de las leyes e inventaron la moda Kabati. El Kabati era una falda larga ceñida que no revelaba ninguna parte del cuerpo femenino, pero que se adaptaba a sus formas como una segunda piel. A raíz de ello, el imán Malek escribió: “He sabido que Omar ibn Jattab ha prohibido esa moda femenina que, aunque no transparenta nada, lo muestra todo”.
En la misma época de Omar, siempre en búsqueda de más fantasía, las mujeres musulmanas se destaparon las piernas y optaron por la audaz moda de la minifalda. Los alfaquís se rebelaron contra esta moda que tachaban de bidaa (innovación erética). Está claro que, ya en los albores del islam, la moda femenina se liberó del rigor de la ortodoxia y se caracterizó por la búsqueda de líneas y volúmenes. La vestimenta femenina era relumbrante, con los materiales más nobles y los tejidos más refinados: muselina, tafetán, shantung de satín adamascado, brocado briscado en oro y plata. Los colores eran tornasolados: rosa anaranjado y amarillo azafrán… Tonos embellecedores que ya constituían por sí solos un maquillaje resplandeciente. Las túnicas eran ceñidas, perfumadas con almizcle, sándalo o ámbar, decoradas con poemas lánguidos y bordadas con hilos de oro y plata…
Las colas de los vestidos eran interminables: se superponían, atrevidas, prestándose al juego. Hay que reconocer que, en ocasiones, la coquetería es un gesto político, una resistencia a la homogenización en el vestir –esta última una manifestación de la individualidad sumisa–, una liberación de la fuerza de los sueños, la imaginación y el deseo. La fantasía también se manifiesta en los tocados. Desde los tiempos del Profeta, las mujeres recurrían al vino como laca para dotar de más volumen a su cabellera. Sukeina, subrayaba su belleza con un peinado especial que llevaba su nombre: al turra al sukeyniya (el pelo rizado al estilo Sukeina). Este peinado de mechas rebeldes causó furor tanto entre las mujeres como entre los hombres. El piadoso califa Omar ben Abdelaziz prohibió a los hombres el “corte sukeyniya”, por considerarlo demasiado afeminado. ¡Condenaba a todo hombre que lo llevaba a que lo raparan y flagelaran en la plaza pública!
Sukeina, la artista, y Aisha, la seductora, con su oposición a la tan ambigua institución del hiyab, vieron que, si ignoramos los colores y matices; si, al ir uniformados, ya no percibimos el tornasol de las telas, es que estamos dispuestos a someternos a todos los condicionamientos y manipulaciones. Ya no somos seres libres. Y es que cuando la norma disciplinaria logra penetrar lo cotidiano para encasillar y esterilizar la experiencia del individuo incluso en su cuerpo, su deseo, su sensibilidad estética, en definitiva, su disposición innata al placer, deja la puerta abierta a todas las derivas totalitarias.
Y cuando la vida cotidiana se empobrece hasta tal punto, al individuo ya no le quedan fuerzas para pedir cuentas a una realidad malvada, pues ya no persigue la felicidad. La condición femenina en el islam no es una, sino muchas. Depende, sobre todo, de la dialéctica de las luchas femeninas y de las relaciones de fuerzas existentes. Las reivindicaciones feministas se ven a veces frenadas por las peculiaridades locales y culturales, pero los horizontes transnacionales se proyectan mucho más allá de los territorios antropológicos que los han visto nacer.