Ibn Jaldún y nosotros
Las lecturas modernas de Ibn Jaldún prueban la incapacidad de sus autores para captar su pensamiento.
Mohamed Driss
Trasladar a Ibn Jaldún al teatro es un acto artístico simbólico de reapropiación de uno de los genios más excepcionales de nuestra cultura y nuestra civilización. Es sobre todo una invitación a que el público tunecino participe también en la reapropiación, y a que el público occidental intente descubrirlo a través de su obra y su considerable aportación al pensamiento universal. Muy presente como nombre, como efigie, Ibn Jaldún se está convirtiendo, junto con Aníbal y Abul Kacim Chebil, en el personaje emblemático más representativo de lo tunecino.
Es un hecho que antes de finales del siglo XIX, la intelectualidad tunecina hizo de Ibn Jaldún un símbolo del movimiento del renacimiento cultural tunecino. En efecto, Jaldunia, una asociación cultural creada en 1896 que reunía a estudiantes y profesores zaitunianos (de la Universidad de la Zaituna) y sadikianos (un instituto moderno fundado por el gran reformista Jereddin), se impuso como espacio de formación modernista, tribuna de debates críticos y escuela providencial para una generación de escritores, historiadores, poetas, reformadores y líderes nacionalistas a los que correspondió preparar el nacimiento de un Estado tunecino moderno e independiente. Es un hecho que Ibn Jaldún reside en nuestra conciencia.
Nuestra preocupación, como artistas e intelectuales del Sur, está unida a una problemática fundamental: la de saber desarrollar una conciencia histórica, nueva y específica que, al mismo tiempo que dialoga con otras conciencias universales, restablezca el contacto con un pasado de reflexión nacional tildado de anatema por los fundamentalistas y los fakihs (doctores en Teología). Esto requeriría una labor de relectura crítica con la conciencia y los conocimientos de nuestro tiempo.
De esta problemática se derivan otras cuestiones relacionadas con una lectura objetiva de nuestra historia. ¿Habría que investigar primero las aportaciones de pensadores y sabios arabo-musulmanes a la formación de la nueva conciencia europea de la modernidad que surgió del Renacimiento? Si esto fuese cierto, ¡se trataría también de acabar con los juicios arbitrarios que limitan el papel de los humanistas y científicos arabo-musulmanes al de meros transmisores de sabiduría! Por otra parte, y en la misma óptica, ¿no habría que discutir la idea generalizada de que el auge de Occidente significaría forzosamente la decadencia de todos los espacios ocupados por el resto de civilizaciones?
Si no, ¿cómo explicar la formación de nuevos y poderosos Estados en el mundo islámico después de la Edad Media, como los safavides en Irán, los mongoles en India, o los otomanos en Europa, Mashreq y Magreb? A nosotros nos corresponde constatar que el interés que mostró Occidente por Ibn Jaldún, en el marco de los estudios orientalistas, a menudo ocultaba objetivos de dominación: la inteligencia de la cultura del dominado para controlarlo mejor.
Por otra parte, pocos investigadores occidentales le reconocieron a Ibn Jaldún su papel fundacional en una nueva ciencia: “la ciencia de la civilización” (Ilm el Umran). El destino del gran sabio no fue mucho mejor del lado de las grandes figuras del pensamiento árabe contemporáneo, en el Mashreq en particular. Así pues, el egipcio Mahmud Ismail lo acusó de haber plagiado su teoría de la obra de la hermandad Ijwan Esafa.
El famoso Taha Hussain le negó categóricamente el mérito de haber fundado una nueva teoría científica… Por otra parte, las lecturas ideológicas modernas de la obra del creador de los Prolegómenos son una prueba de la incapacidad de sus autores para captar, y todavía menos alcanzar, la profundidad y la originalidad del pensamiento jalduniano. Dicho esto, Ibn Jaldún y su obra interpelan a nuestra conciencia para inscribirla objetivamente en nuestro pensamiento vivo.