Erdogan y los árabes: la religión al servicio del comercio
Las élites árabes proturcas consideran que la gestión del AKP demuestra su capacidad de adaptarse al ejército y a las corrientes laicas.
Yassin Temlali
La popularidad del primer ministro turco, Recep Tayyip Erdogan, no deja de aumentar en la región árabe desde que el 29 de enero de 2009 se marchó de una reunión de la Cumbre de Davos para protestar contra la interrupción de su respuesta a un alegato de Simon Peres a favor de la operación “Plomo fundido” que había causado cientos de muertos civiles en Gaza. A esta salida le siguieron otras, de las cuales la más llamativa fue, el 2 de septiembre de 2011, la paralización de la cooperación militar turco-israelí y la expulsión de Ankara del embajador israelí como respuesta a la negativa del Estado hebreo a disculparse por el ataque de la Flotilla de la Libertad en el que murieron, el 31 de mayo de 2010, nueve ciudadanos turcos.
Posicionamiento como este dan mayor brillantez a la imagen que muchas élites de la región árabe (periodistas, políticos, etcétera) se forman de Turquía desde la llegada al poder a Ankara, en 1996, del Refah, antepasado del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). Esta imagen, tal y como puede deducirse de artículos publicados en la prensa árabe, es la de una fuerza creciente, que pretende acompañar su desarrollo económico (el 17º mejor PIB en 2010, según el Fondo Monetario Internacional) con una independencia política acrecentada con respecto a la OTAN, a la Unión Europea (UE) y al tan molesto socio israelí.
La popularidad de Erdogan ante los árabes parece que se encuentra en su apogeo con el inicio, en Oriente Próximo y en el norte de África, de una era de cambios políticos radicales que agrupamos, por comodidad, bajo el término más poético de Primavera Árabe. La visita que realizó, entre el 12 y el 15 de septiembre, a Egipto, Túnez y Libia es la expresión de la voluntad de Turquía de aprovechar la ocasión que representan estos cambios radicales para aumentar su espacio vital tanto en el plano político como en el económico. La acogida que le dispensaron en estos países –el escritor egipcio Wahid Abdelmadyid señala que uno de los eslóganes con los que acogieron a Erdogan en Egipto, fue “Queremos al Erdogan árabe” (diario panárabe Al Hayat, 25 de septiembre de 2011)– indica que una parte de su opinión pública ve en el Estado turco “islamizado” un modelo que reconcilia lo que los reformadores árabes siempre han soñado con reconciliar: la “autenticidad” y la modernidad, por una parte, y, por otra, el “desarrollo” económico y el apego a la independencia con respecto a las grandes potencias.
Esta opinión pública pro-turca es significativa según un sondeo llevado a cabo por un think tank turco en agosto y septiembre de 2010 entre unos 3.000 ciudadanos de los siete Estados de Oriente Próximo: para el 66% de ellos, “Turquía puede ser un ejemplo” en lo que sería “una síntesis entre el islam y la democracia” (Resultados recogidos por Didier Billion, investigador del Institut des Relations Internationales et Stratégiques- IRIS).
¿Son los éxitos turcos ‘éxitos islamistas’?
El primer ministro turco debe su buena suerte árabe a su denuncia regular del bloqueo impuesto por Israel a la franja de Gaza, así como a las campañas turcófilas de las élites surgidas, en algunos casos, de los Hermanos Musulmanes que sueñan con una turquización de países como Egipto y que, por las necesidades simbólicas de la causa “neo-otomana”, presentan el “modelo turco” como una reencarnación tardía del Califato desaparecido en 1924. Están muy comprometidas con la defensa de este “modelo” porque su cercanía, real o fingida, con los dirigentes del AKP puede darles frutos políticos e incluso electorales.
Resulta útil señalar, a este respecto, que no todos los Hermanos Musulmanes ven con buenos ojos los intentos de Turquía de reconstruir su liderazgo regional. En el transcurso de una visita de Erdogan a Egipto, uno de los líderes egipcios de la Hermandad, Issam Al Arian, declaró: “Vemos en él a uno de los dirigentes más destacados de la región, pero no pensamos que su país, por sí solo, pueda dirigirla o planificar su futuro” (Declaración recogida el 15 de septiembre por Al Yazira así como por otros medios de comunicación árabes). Para las élites árabes turcófilas, las posturas anti-israelíes de Erdogan indican un cambio cualitativo de la política exterior turca. Sin duda es verdad, pero estas posturas tienen antecedentes que se remontan, paradójicamente, a la época del “poder laico”.
Cuando Turquía quería renegociar sus relaciones con su aliado euro-americano (o ganar nuevos apoyos para su “causa chipriota”), recurría con frecuencia al mundo árabe. Así, durante la guerra de octubre de 1973, prohibió al ejército de Estados Unidos utilizar sus bases situadas en territorio turco para ayudar a Israel. Dos años más tarde, en 1975, reconoció a la Organización para la Liberación de Palestina (OLP) como representante legítimo del pueblo palestino. En diciembre de 1980, en plena tensión con la Comunidad Europea, y con el fin de subrayar su cercanía política con sus vecinos árabes a raíz de la anexión de Jerusalén Este, volvió a llevar sus relaciones con Tel Aviv al nivel de “representación de intereses”, muy por debajo del nivel de “representación consular” que existía entre ellos desde 1949.
Las élites árabes proturcas consideran que la gestión del Refah/AKP demuestra la capacidad de los islamistas de adaptarse a su entorno interior (las relaciones con el ejército y las corrientes laicas), geopolítico (las relaciones con las potencias mundiales, como la OTAN, y regionales, como Irán) y, finalmente, económico (las relaciones con los grandes bloques como la UE). Aluden a los éxitos económicos de Turquía (con un crecimiento del 9% en 2010 según el FMI y una previsión del 6,6% en 2011, a pesar de las turbulencias por las que atraviesa la economía internacional) como el fruto de la “buena gobernanza” de estos dos partidos y de la eficacia diligente de la nueva burguesía conservadora a cuyo surgimiento contribuyeron. Ahora bien, las políticas económicas del Refah/AKP se enmarcan dentro de la continuidad de las aplicadas en la primera mitad de los años ochenta por el gobierno de Torgut Özal y cuyo objetivo también era la construcción de una economía orientada hacia la exportación, más atractiva para el capital extranjero (en plena crisis financiera mundial, el volumen aproximado de las inversiones extranjeras directas en 2011 es de ¡10.000 millones de dólares!).
Las exportaciones turcas, que ascendían a 3.000 millones de dólares en 1980, pasaron a ser de 28.000 millones de dólares en 2000, 46.000 en 2003 y 113.000 en 2010. Su aumento refleja la extensión del tejido industrial turco, que obliga a Turquía a buscar, en su entorno inmediato (Oriente Próximo) y más o menos lejano (norte de África), nuevas salidas para su producción industrial (el 94% del total de sus exportaciones en 2008). Esta búsqueda resulta imperiosa ya que, de momento, parece que se aleja la perspectiva de la adhesión a la UE a la que, recordémoslo, el AKP no ha renunciado, por muy apegado que esté a la “identidad musulmana”.
Los mercados árabes: una salida milagrosa para la industria turca
Resulta legítimo preguntarse si los islamistas son los mejores ejecutores del proyecto de conquista de los mercados árabes por parte de los empresarios turcos de todo signo, y eso, gracias a la explotación de los vínculos culturales y religiosos entre Turquía y esos países. No es descartable que la coincidencia entre el “parón” en la integración en la UE (Olli Rehn, el exresponsable de la Ampliación de la UE, mencionó, en marzo de 2007, la posibilidad del cese de las “negociaciones de adhesión”) y la confirmación de la popularidad del AKP (la victoria en las legislativas anticipadas de julio de 2007) hayan acabado por convencer a nuevos sectores de la burguesía turca de que este partido defiende sus intereses más allá de sus esperanzas.
Vista desde este ángulo, el de los intereses del capitalismo turco, y aunque venga acompañada de una crisis real de las relaciones con Israel, la expansión turca en la región árabe es principalmente económica. Podría considerarse una materialización parcial del sueño del MSP (Partido de Salvación Nacional), fundado en 1973 por el padre del islamismo turco Necmettin Erbakan y que, como lo recuerda Jean Marcou, “(preconizaba) la construcción de un mercado común musulmán, donde Turquía podría dar salida a sus productos”. Para Erdogan, “las relaciones turco-árabes van más allá de los intereses económicos hasta unos horizontes más amplios, que afectan a las visiones estratégicas y a las preocupaciones comunes, en las que la cuestión palestina figura en primer plano” (entrevista con Fahmi Howeidi, diario egipcio Al Shuruk, 12 y 13 de septiembre de 2011).
Eso no impidió que durante su visita a Egipto, Túnez y Libia, estuviese acompañado por decenas de empresarios. Contrariamente a lo que podría hacernos creer el apoyo de Erdogan a la ocupación de la plaza Tahrir en El Cairo, en febrero de 2011, a los islamistas turcos siempre les ha preocupado poco lo que puedan pensar los pueblos del mundo árabe de los regímenes que los gobiernan. Mucho antes de la Primavera Árabe, su política conciliadora hacia estos regímenes había empezado a dar sus frutos y la presencia de las empresas turcas en Egipto y en Libia se reforzaba: según Radio France Internationale, 200 empresas turcas operan en Egipto y 75 en Libia, principalmente en el sector de las obras públicas. En Túnez, “(…) una empresa turca gestiona el aeropuerto internacional de Enfidha- Hammamet después de haberlo construido por una suma de 550 millones de euros”.
Mientras se perfilaba la promesa de una conquista comercial de otros países, sobre todo después de que se anunciara, en enero de 2011 (unas semanas antes del inicio de la intifada egipcia), la creación de una zona de libre cambio entre Turquía, Jordania, Siria y Líbano. En el caso de Libia, la aceptación por parte de Erdogan del Premio Gadafi de Derechos Humanos el 1 de diciembre de 2010, solo dos meses y medio antes de las primeras manifestaciones contra el poder del déspota libio (antes de ese premio, Erdogan ya había recibido el Premio Rey Faisal 2010 por “servicios prestados al islam”), fue un símbolo elocuente de esta política.
Una autonomía difícil con respecto al aliado euro-americano
Si dejamos a un lado los discursos sentimentalistas que ven en Turquía el germen de un nuevo imperio otomano, su emancipación de las trabas de la alianza estratégica con la UE y con EE UU parece difícil porque se ve obstaculizada por ese pacto tácito entre el AKP y el capitalismo turco, que todavía no ha renunciado a la integración en la UE (recibió el 46% de las exportaciones turcas en 2008). Y si bien cabría una radicalización “antioccidental” del AKP, necesitaría mucho tiempo para construir un bloque turco-árabe después de décadas de aislamiento en aplicación del lema “cero problemas con los vecinos”.
Así, hasta el momento, la determinación de Turquía por mejorar sus relaciones con los árabes no ha ido en contra de su lealtad hacia sus “amigos” europeos y americanos. En opinión del investigador Billion, no existe ningún “riesgo de cambio de alianza de (este Estado), que sabe muy bien que desempeña un papel importante en la región precisamente porque sigue formando parte de la OTAN y porque mantiene negociaciones, aunque es verdad que muy complicadas, con la UE” (Monique Mas, La diplomatie turque à l’heure des révolutions árabes, www.rfi.fr, 12 de septiembre de 2011).
El régimen de Erdogan ha proporcionado dos pruebas recientes de la naturaleza profunda de su subordinación a la OTAN. La primera fue la decisión, tomada el 1 de septiembre de 2011 (el día anterior al anuncio de la paralización de la cooperación militar con Israel), de autorizar el despliegue en suelo turco de un sistema de radares expresamente destinado a evitar el peligro de ataques iraníes contra Europa. La segunda fue su actitud cambiante con respecto al conflicto en Libia: tras oponerse a la intervención militar internacional en ese país, se resignó a participar en la vigilancia de las costas libias, mientras hacía lo necesario para que esta contribución al esfuerzo bélico de la alianza atlántica pareciera una “misión humanitaria” (atender a los heridos a bordo de navíos de guerra turcos).
La estrechez de los vínculos entre Turquía y sus viejos aliados explica también que ni EE UU ni la UE muestren temor ante la exportación del “modelo turco” a Túnez o Egipto. El hecho de que estos países estén gobernados por islamistas no les asusta mientras no contesten la hegemonía euro-americana en Oriente Próximo y en el norte de África, aunque no acepte la presencia directa de las fuerzas de la OTAN en su territorio.