Cambios de la política turca en Oriente Medio
El reto de evitar peligrosos escollos, manteniendo su presencia e influencia, será la prueba de fuego para el compromiso de Turquía hacia la región.
Meliha Benli Altunisik
Las revueltas árabes proporcionan a Turquía tantas oportunidades como desafíos. La forma en que Turquía las afronte será clave para el futuro de sus relaciones con la región, así como para su posición en un entorno político regional en pleno cambio. A Turquía, como a muchos otros, el inicio de las revueltas le pilló por sorpresa y, durante un corto periodo, adoptó una posición ambigua. El gobierno encontró dificultades a la hora de formalizar una política respecto a las revueltas árabes debido a su posición ambivalente en la región. Durante la última década, Turquía se había convertido en una fuente de inspiración para las fuerzas de la oposición en el mundo árabe y, al mismo tiempo, había profundizado sus relaciones con los regímenes. Tras los levantamientos árabes, esta política resulta insostenible.
La creciente presencia e influencia de Turquía en la región
La presencia e influencia de Turquía en Oriente Próximo ha ido en aumento durante la década de 2000. Las luchas en Oriente Medio posteriores a 2003 coincidieron con la llegada al poder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP), que estaba dispuesto a asumir un papel más activo en la política regional. A diferencia de otros poderes regionales, Turquía se centró más en el poder blando, se implicó en actividades de mediación y puso énfasis en la interdependencia económica en sus relaciones con la zona.
Y lo que es más importante, supo articular un nuevo lenguaje para argumentar que lo que es bueno para Oriente Medio –es decir, paz y prosperidad– es bueno también para sus intereses. Hasta finales de la pasada década, Turquía se situó por encima de la polarización regional y se comprometió a dialogar con todas las partes: una posición que le permitió desempeñar un papel de mediador en distintos conflictos. La posición de Turquía fue evolucionando hacia finales de los años 2000. Después de la guerra de Gaza (2008 -2009) las relaciones turco-israelíes se deterioraron rápidamente. Las cada vez más duras críticas turcas hacia Israel significaron el final de la política de situarse por encima de las líneas de fractura de la región.
Las políticas y retóricas anti-israelíes del gobierno del AKP le otorgaron mucha popularidad entre el público árabe pero, sin embargo, resultaron incómodas para algunos regímenes árabes, sobre todo Egipto, Jordania y Arabia Saudí. Para el liderazgo de Al Fatah, que consideró que las políticas turcas eran más pro-Hamás que propalestinas, también resultaron incómodas. Del mismo modo, las relaciones de Turquía con Irán y su participación en el acuerdo de intercambio nuclear perturbaron la alianza anti-iraní.
Las motivaciones detrás de este nuevo papel de Turquía pueden explicarse por dos factores: primero, las circunstancias propias de la región, como la guerra de Gaza, hicieron que la política previa de mantenerse por encima de las líneas de ruptura y de conflicto fuera insostenible, tanto por razones políticas internas, como regionales. Segundo, la desaparición de la perspectiva de la Unión Europea (UE) debido al deterioro de las relaciones tras el comienzo de las negociaciones para su integración fue otro factor. Esta circunstancia fue clave, no solo por la desaparición de la influencia que ejercía la UE sobre Turquía, sino para orientar a Turquía a emplearse con más energía en su política regional.
De todas formas, a pesar de percibirse ciertas ambigüedades en su papel en la política regional, Turquía siguió desarrollando sus relaciones económicas con la región y reforzando sus lazos políticos y económicos, en particular con Siria e Irak. Además de estrechar sus relaciones con varios países, Turquía ha ganado popularidad entre el público árabe. Las encuestas de opinión llevadas a cabo entre 2009 y 2010 por la Fundación para los Estudios Económicos y Sociales (TESEV, por sus siglas en turco) mostraron que el gran atractivo de Turquía se explicaba, principalmente, por dos factores: en primer lugar, porque se consideraba que la política exterior turca tenía mucho éxito.
En particular, las duras críticas hacia Israel del primer ministro Recep Tayyip Erdogan fueron muy valoradas. La decisión turca de no involucrarse en la guerra de Estados Unidos contra Irak en 2003 también fue fundamental para poner en duda las percepciones generalizadas sobre Turquía en la región. En general, el papel que protagonizaba Turquía en la zona era considerado como constructivo, intentando siempre hacer uso de su presencia como una fuerza positiva. Por otro lado, la imagen de éxito que Turquía ha sido capaz de reflejar ha contribuido a su atractivo. Su transformación económica y política ha proporcionado un ejemplo a las fuerzas de oposición que luchan contra los regímenes autoritarios en el mundo árabe. Más aún, la evolución del movimiento islamista turco hasta el AKP ha avivado el interés por Turquía tanto entre las fuerzas islamistas como las seculares.
Los levantamientos árabes y la política turca
Al comienzo de las revueltas árabes, Turquía se enfrentó a algunas dificultades para adaptar – se, puesto que había invertido mucho en mejorar sus relaciones con el mundo árabe. Después comenzó a acercarse gradualmente a las fuerzas de oposición, aunque en algunas ocasiones ha resultado más complicado que en otras. Turquía fue uno de los primeros países que expresó su apoyo a la revolución en Túnez. Después, Erdogan actuó relativamente rápido haciendo un llamamiento a Hosni Mubarak para que atendiese las peticiones populares y abandonase el poder.
El caso libio, sin embargo, demostró la dicotomía turca. Libia ha sido económicamente importante para Turquía, tanto como fuente de petróleo como por los contratos de construcción de las empresas turcas que ascendían a, aproximadamente, unos 20.000 millones de dólares. La situación de Libia puso en peligro el futuro de esas inversiones y supuso para Turquía una significante pérdida económica. La inestabilidad y la posterior intervención internacional crearon problemas, asimismo, para unos 25.000 ciudadanos turcos que trabajaban en Libia y que, en su mayoría, tuvieron que ser evacuados en una operación que tuvo bastante éxito. El caso de Siria ha resultado más complejo, puesto que los retos no son solo económicos, sino también estratégicos y políticos.
Sin embargo, el gobierno del AKP finalmente decidió desempeñar un papel más activo y estableció vínculos con la oposición tanto en Libia como en Siria. Con esta actuación, Turquía pretendía, sobre todo, mantener su estatus de poder en la región intentando hacer una correcta interpretación de los acontecimientos y definir sus intereses de forma acorde. Un importante aspecto de la evolución de la política turca hacia la revueltas árabes está relacionado con su implicación en los procesos de transición. La cuestión es hasta qué punto Turquía puede apoyar la transición en esos países y cómo de relevante podría ser el llamado “modelo turco”. En este sentido, hay que diferenciar entre los países que están actualmente en transición, como Túnez, Egipto y Libia, de los que aún viven revueltas, en particular Siria.
En el primer grupo, la relevancia de Turquía para el proceso de transición es motivo de debate especialmente en el contexto de los partidos islamistas. Estos han recurrido al AKP para definirse a sí mismos. En Egipto, tanto los líderes del partido Libertad y Justicia creado por los Hermanos Musulmanes, como el recientemente legalizado Al Wasat al Yadid (Nuevo Centro), argumentaron que estaban inspirados en el AKP turco. De la misma forma, Rachid Ghannuchi, líder del movimiento islamista Ennahda, recurrió abiertamente al AKP como su referencia. Hay tensiones, sin embargo, respecto a la relevancia de la experiencia del AKP para la evolución de los movimientos islamistas en los países en transición. Por una parte, tal asociación inquieta a las fuerzas seculares de esos países; motivo por el que, a veces, éstas presentan a Turquía como una fuerza que promueve a los Hermanos Musulmanes. Por otra, el secularismo de Turquía limita la relevancia del llamado “modelo turco” en unos países que se van alejando del secularismo.
Por eso, cuando Erdogan, en su discurso en El Cairo, abogó por el secularismo como garante del pluralismo religioso y argumentó que el individuo no tiene que ser secular, pero que el Estado debería serlo, molestó a algunos de los miembros de los Hermanos Musulmanes. En resumen, hay serios límites para apelar a Turquía como “modelo” en esas transiciones. Sin embargo, su experiencia en la democratización y en la reforma económica, con sus éxitos y sus fracasos, ofrece importantes elementos que tendrán que ser discutidos y puestos en común entre los distintos actores –estatales y no estatales– de Turquía y de los países en proceso de transición. Por otro lado, la revuelta en Siria representa el reto más complejo para Turquía. Siria era la piedra angular de la nueva política turca en Oriente Medio.
Turquía fue capaz de transformar una relación históricamente problemática con este país en una relación de estrecha cooperación tras el Tratado de Adana, en 1998. Así pues, el levantamiento en Siria ha colocado a Turquía en una posición complicada. Al principio, la política turca fue intentar convencer a Bashar al Assad de que pusiese en marcha las reformas necesarias. Sin embargo, como el régimen continuó reprimiendo brutalmente el levantamiento, la estrategia turca viró gradualmente hacia el apoyo a la oposición. Desde el verano, Turquía se ha mostrado muy activa en la organización de la oposición. Tal implicación supone un nuevo principio para la política exterior turca. Así, el gobierno parece estar trabajando duro para influir en el futuro del país y, por tanto, proteger sus intereses, aunque parece tener capacidad de influencia limitada para facilitar un cambio en este país.
El reto de verdad, sin embargo, vendrá en caso de que caiga el régimen de Bashar. Entonces, la agenda de Turquía para la promoción democrática será sometida a un examen real. Pero mientras el régimen continúe en el poder, Turquía se enfrentará a un dilema. Mientras persista el estancamiento, las relaciones económicas beneficiosas con Siria siguen estando cortadas. Y lo que es más importante, la cooperación crucial en materia de seguridad contra el Partido de los Trabajadores del Kurdistán (PKK) ha dejado de existir. El caso sirio también representa una importante pugna entre los dos grandes poderes de la región: Turquía e Irán. Para Irán, la caída del régimen de Assad significaría una pérdida estratégica importante. Turquía, por su parte, ahora se ha decantado claramente hacia el lado de la oposición.
Esto hace del futuro de Siria un asunto de gran importancia para la rivalidad entre los dos poderes regionales. La política turca hacia la región se está viendo afectada no solo por sus propias acciones, sino por las de los demás. Para Irán, los retos en Siria, así como la escalada de la crisis nuclear, plantean grandes problemas. Incluso en Irak –sobre todo tras la retirada de EE UU– Irán parece poseer bazas importantes. Así pues, Irak se ha convertido en un espacio para la competencia regional. Por otra parte, Turquía mantiene unas mínimas relaciones con otro poder regional, Israel, cuyas políticas podrían afectar dramáticamente las transformaciones en el mundo árabe.
Ante este nuevo panorama regional emergente, Turquía parece adoptar una política de relaciones más estrechas con Egipto, así como con el Consejo de Cooperación del Golfo (CCG). Sin embargo, esta política adolece también de sus propias limitaciones. La oferta de Erdogan durante su visita a Egipto de desarrollar una alianza estratégica no se ha materializado, puesto que Egipto está muy ocupado con sus propios problemas. Por otro lado, la asociación con el CCG también tiene sus limitaciones, puesto que esos países, en particular Arabia Saudí y Catar, tienen agendas que podrían no encajar con la turca. Existe también el riesgo de ser asociado con un “bloque suní”.
Conclusiones
En septiembre de 2011, el primer ministro turco Erdogan visitó Egipto, Túnez y Libia. La calurosa bienvenida que recibió en esos países acredita su popularidad. La visita también mostró las intenciones de Turquía de ser un jugador clave en el nuevo contexto político y de seguridad regional. Comparada con otros poderes regionales, Turquía todavía mantiene un poder blando que resulta importante para la transformación de estos países.
Aun así, Turquía no debería exagerar lo que puede hacer porque hay serias limitaciones. Por otra parte, el panorama regional en Oriente Medio está evolucionando de forma significativa. La competencia entre los poderes regionales se está intensificando y las políticas sectarias, que se han convertido en un rasgo de la política regional en la última década están degenerando de tal modo que las posibles consecuencias son desastrosas no solo para la política regional, sino también para la política interna de varios países. En un entorno como este, la política exterior turca requiere una constante adaptación. El reto de evitar peligrosos escollos a la vez que mantiene su presencia e influencia, será la prueba de fuego para el compromiso de Turquía con la región.