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Co-edition with Estudios de Política Exterior
25 años de Constitución española
La transición española fue posible gracias al consenso, la buena voluntad y el criterio de todas las fuerzas políticas.
Francisco Rubio LLorente, catedrático emérito de la Universidad Complutense de Madrid
No parece exagerado decir que aunque el general Franco había afirmado muchas veces que los españoles no teníamos razón alguna para inquietarnos por lo que habría de pasar tras su muerte, porque él lo dejaba todo “atado y bien atado”, al producirse ésta la inmensa mayoría de los españoles de entonces mirábamos el futuro con inquietud. Algunos, los menos, porque estimaban, con razón, que la desaparición del dictador ponía en peligro la continuación de un régimen que les hubiera gustado conservar.
Muchos otros, la mayor parte, por la razón opuesta, porque creíamos que el régimen creado por Franco debía desaparecer con su creador y teníamos muchos motivos para temer que quienes querían mantenerlo no repararían en medios para conseguirlo. En todo caso, como era evidente que ni lo uno ni lo otro podía lograrse sin introducir cambios en la organización del Estado, en lo que también se puede llamar su constitución, si este término se despoja de sentido normativo y se le da un valor puramente descriptivo, tampoco se exagera al decir que en esa época todos estábamos de acuerdo sobre la necesidad de nuevas normas constitucionales, aunque no, por supuesto, sobre cuáles habían de ser éstas. Ni sobre su sentido, ni sobre el procedimiento a seguir para hacerlas y aprobarlas.
La elaboración de la Constitución
Unos sostenían que estas normas debían de elaborarse a partir de cero, haciendo tabla rasa de la legalidad franquista; otros exigían por el contrario que se respetase esa legalidad, tanto en la forma como en el fondo; tanto en el procedimiento a seguir para dictar las nuevas normas como en la conformidad de éstas con los principios fundamentales del régimen franquista que una ley de 1958 había declarado “permanentes e inalterables”.
Para decirlo brevemente y en los términos de la época, las dos posturas enfrentadas eran las de quienes querían la ruptura y las de quienes sólo esperaban la reforma. Durante algo más de medio año, desde finales de noviembre de 1975 hasta julio de 1976, estas dos posturas se enfrentaron de forma rotunda e inconciliable. El primer gobierno de la monarquía, presidido por Carlos Arias Navarro, que como presidente del último gobierno del franquismo había intentado ya algunos cambios aparenciales (especialmente la llamada “Ley de Asociaciones Políticas del Movimiento”), hizo promulgar después de la muerte del dictador algunas leyes que flexibilizaban en alguna medida la libertad de asociación y el derecho de reunión, e incluso llegó a hacer público un proyecto de reforma de las instituciones del Estado.
Todo en vano. Los partidos de la oposición, que aunque todavía fuera de la ley actuaban ya públicamente, tanto por separado como a través de la estructura común (Coordinación Democrática) en la que, tras la muerte de Franco, se habían fundido las creadas en los últimos tiempos de la dictadura (Junta Democrática, en torno al Partido Comunista; Plataforma de Convergencia Democrática, en torno al Socialista), rechazaron esas tibias reformas y continuaron exigiendo la ruptura total con el pasado y la convocatoria de una asamblea constituyente. La catástrofe parecía inevitable pero, como a veces sucede en política, bastó con poner el gobierno en manos de hombres de otra generación para que lo que parecía imposible resultara no serlo y pareciese fácil encontrar una vía media en la que todos podían encontrarse.
En julio de 1976, el rey, haciendo uso del poder que le daba la legislación franquista, decidió prescindir de Arias Navarro y encomendar a Adolfo Suárez la formación de un nuevo gobierno que habría de iniciar inmediatamente una política nueva, cuyas grandes líneas manifiestamente habían sido ya fijadas con anterioridad. El gobierno Suárez acometió en efecto, desde el primer momento de su existencia, la preparación de un proyecto de ley que, como el hecho público por Arias, se presentaba formalmente como una reforma de las Leyes Fundamentales y debía tramitarse según el procedimiento previsto en éstas.
A diferencia del texto de Arias, esta nueva “Ley Fundamental” implicaba, sin embargo, una ruptura total con el sistema franquista. Establecía ya en su artículo primero el principio democrático, la supremacía de la ley y la inviolabilidad de los derechos de la persona; sustituía las “Cortes españolas” del franquismo, cuyos miembros llegaban a ellas por diversos procedimientos, pero nunca a través de elecciones libres, por unas nuevas Cortes, compuestas por dos cámaras, Congreso de los Diputados y Senado, cuyos miembros debían ser elegidos por sufragio universal, de acuerdo con un sistema electoral cuyos principios básicos establecía la propia Ley. Aunque no decía que las nuevas Cortes tendrían carácter constituyente, regulaba un nuevo sistema para la “reforma” constitucional que no dejaba lugar a dudas.
En el fondo se trata de una conjugación de las dos tesis aparentemente opuestas: una convocatoria de Cortes constituyentes que formalmente aparecen como un órgano para la reforma de las Leyes Fundamentales, pero que en realidad son titulares de un poder constituyente originario. Merced al impulso enérgico del gobierno y a la excepcional habilidad del propio presidente de las Cortes, antiguo preceptor del rey, las Cortes del franquismo aprobaron en menos de dos meses esta Ley que las hacía desaparecer tanto a ellas como a todo el sistema del que eran parte.
Tras la aprobación por las Cortes (18 noviembre 1976), la Ley fue aprobada directamente por los ciudadanos en un referéndum (15 diciembre 1976), en el que el número de votos favorables (16.573.000) triplicó el de abstenciones (5.621.008) que era la opción recomendada por la oposición democrática y fue 40 veces superior a la de votos negativos (450.102 ) que expresaban la voluntad del sector más duro del franquismo. Una vez aprobada la Ley para la Reforma Política, el gobierno utilizó uno de los potentes instrumentos normativos del Estado franquista (el Decreto-ley) para desmontar una a una sus instituciones y aprobar una ley electoral negociada con la oposición. Éste fue el marco legal en el que se celebraron (15 junio 1977) las primeras elecciones libres que España conocía tras más de 40 años de luchas civiles y opresión.
El resultado de estas elecciones fue menos absurdo de lo que muchos habían temido. En realidad mostraron que pese a la larga ruptura de la vida democrática, la estructura política de la sociedad española era sensiblemente la misma que la de la mayor parte de los países europeos: un bipartidismo atenuado en el que dos grandes partidos nacionales de centro derecha y centro-izquierda (UCD y PSOE), que copaban entre ambos las cuatro quintas partes de los escaños, estaban acompañados por otros dos partidos mucho menores de ámbito nacional, uno a la derecha y otro a la izquierda, y de otros dos partidos nacionalistas, catalán y vasco, cuya importancia política real era considerablemente mayor que la que podría hacer pensar el pequeño número de escaños que ocupaban.
Desde su primera sesión, las nuevas Cortes se presentaron como Cortes constituyentes. La redacción de una nueva Constitución había de ser, si no su única tarea, la tarea decisiva, su razón de ser. Una tarea que asumían además como competencia exclusiva; rechazaron las insinuaciones gubernamentales de encargar a un grupo de expertos la redacción de un borrador que sirviera de punto de partida al trabajo de las Cortes, y decidieron encomendar este trabajo preliminar a una subcomisión de siete miembros nombrados por las propias Cortes y en la que, salvo el Partido Nacionalista Vasco, estaban representados todos los partidos presentes en las Cortes. Esta subcomisión, designada como “Ponencia”, llevó a cabo la labor encomendada entre agosto y diciembre, en sesiones casi diarias celebradas a puerta cerrada, pero de cuyos resultados se daba cuenta a diario a la prensa.
El resultado, el primer “Anteproyecto de Constitución” fue publicado el 5 de enero de 1978, abriéndose con la publicación el plazo para la presentación de enmiendas. Pasado ese plazo, la Ponencia procedió al estudio de las numerosas enmiendas presentadas (779, pero muchas de ellas afectan a más de un artículo, incluso a títulos enteros) y presentó (17 abril 1978) un nuevo texto que sirvió de base a la discusión pública, primero en Comisión y después en sesiones plenarias de ambas Cámaras, sucesivamente.
Una vez resueltas por la Comisión Mixta de ambas Cámaras las discordancias existentes entre los textos aprobados por el Congreso de los Diputados y el Senado, el texto único resultante fue aprobado simultáneamente por ambas Cámaras el 31 de octubre y un mes después (6 de diciembre) sometido a referéndum, en el que fue aprobado por el 87,78% de los votantes, que representaba el 58,97% del electorado. Sostenida con el respaldo popular, la Constitución fue solemnemente promulgada en una sesión conjunta de ambas Cámaras el 27 de diciembre y publicada el 29 del mismo mes, fecha de su entrada en vigor.
La afirmación reiterada de que el método seguido para elaborar la Constitución fue consensual, que la Constitución es producto del consenso, es seguramente cierta, pero puede inducir a error, pues en la práctica política (por ejemplo en la de la Comunidad Europea) como hablar de método consensual se entiende frecuentemente un procedimiento en el que la decisión se alcanza eludiendo la votación formal, y en la elaboración de la Constitución cada uno de los artículos del texto, e incluso cada uno de los apartados en los que los artículos están divididos, con muy pocas excepciones, fueron sometidos a votación y no una, sino al menos cuatro veces, ya que en cada una de las Cámaras se votó dos veces sobre cada artículo o apartado, una en la Comisión y otra en el pleno de la Cámara.
Lo que en relación con la Constitución se entiende por consenso no es tanto un procedimiento como un estado de espíritu, la disposición de cada una de las fuerzas políticas a esforzarse en la búsqueda de fórmulas transaccionales que, sin dar satisfacción plena a ninguna de ellas, no resulten tampoco absolutamente inaceptables para ninguna. Ese espíritu, que fuerza a una negociación permanente, en la que se intercambian victorias relativas y se pactan derrotas no vergonzosas, debía extenderse, para ser eficaz, a todos los partidos del arco parlamentario, pero requería sobre todo, como es obvio, el acuerdo de los dos grandes partidos.
Por esto, aunque a lo largo de las diversas fases del proceso hubo situaciones en las que uno u otro de los partidos menores quedó fuera de la negociación permanente y sus posturas fueron derrotadas en votaciones abrumadoras, los únicos momentos en los que el “consenso” pareció estar en peligro fueron aquellos en los que los dos grandes partidos, UCD y PSOE, parecían dispuestos a sostener íntegramente sus respectivas posturas e imponerlas exclusivamente con la fuerza de los votos. Las crisis de este género fueron sin embargo muy pocas; una que dio lugar a que el representante del PSOE en la Ponencia constitucional dejara de asistir a sus sesiones y otra, de mayor gravedad, en las primeras sesiones de la Comisión Constitucional del Congreso, en las que las discusiones se prolongaban interminablemente y las diferencias se resolvían mediante votaciones en las que izquierdas y derechas aparecían rígidamente divididas.
El texto constitucional: la definición del Estado
Comparada con las Constituciones de los demás Estados miembros de la Unión Europea (UE), nuestra Constitución de 1978, la octava de nuestra historia constitucional si no se tienen en cuenta los textos que no llegaron a estar en vigor o no respondían a la idea “normativa” que expresa el célebre artículo 16 de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, es más bien extensa. Más larga, por ejemplo que las de Francia, Dinamarca y Países Bajos, entre otras; más breve por el contrario que las de Portugal, Grecia o Alemania, si la comparación no se establece en función del número de artículos, sino según el número de páginas impresas que los distintos textos ocupan en una publicación de características homogéneas.
En todo caso, esta caracterización puramente material, espacial, es poco significativa. Desde el punto de vista estilístico, que es más relevante, la Constitución española es más bien austera, poco abundante en alardes retóricos. En lo que toca a las cuestiones de las que se ocupa, es en general digna de aplauso; salvo poquísimas excepciones, no aparecen en ella preceptos consagrados a temas nimios, y son muy escasas las cláusulas vacías o puramente declamatorias o programáticas; las abundantes referencias a principios y valores, que algunos lamentamos, son aplaudidas por otros como uno de los méritos de nuestra Constitución.
Es por supuesto una Constitución amplia, como suelen ser las de nuestro tiempo, que incluye o pretende incluir, no sólo los principios y normas básicos de la organización del Estado, sino también los de la ordenación social y económica. Desde el momento de su promulgación se ensalzó en particular su carácter normativo, su condición de “norma jurídica” auténtica. Aunque la expresión es poco precisa, en el uso común implica dos cosas distintas, aunque conectadas entre sí.
De una parte que, a diferencia de casi todas nuestras Constituciones pasadas y de muchas de las todavía vigentes en Europa, los derechos enunciados en la Constitución pueden ser invocados directamente ante los tribunales de justicia, sin necesidad de desarrollo legal previo e incluso en contra de las leyes; dicho de otra forma, que todos los jueces y tribunales han de aplicar la Constitución. Pero significa también que está protegida frente a todos los poderes del Estado, es decir, eventualmente también frente al poder judicial, por una jurisdicción especial, cuyo órgano único, el Tribunal Constitucional es la última instancia en la interpretación de los preceptos constitucionales y dispone de la competencia exclusiva para declarar nulas las leyes que los violen. Para concluir esta caracterización de la Constitución desde el punto de vista formal y técnico es necesario recordar que es muy rígida.
La reforma total, o aquéllas parciales que afecten a las partes más sensibles (los grandes principios, los derechos fundamentales, la Corona), han de ser aprobadas por los dos tercios de cada una de las dos Cámaras de las Cortes en dos legislaturas sucesivas y tras ello ser aprobadas en referéndum. A esta rigidez impuesta por el procedimiento, comparable sólo, dentro de la UE, con el previsto en la Constitución danesa, viene a añadirse, en el caso de la española una rigidez aún mayor y específicamente política.
El temor a las consecuencias que podría entrañar una ruptura del equilibrio territorial logrado en el momento fundacional lleva a sostener que no puede hacerse reforma alguna que no esté apoyada por un consenso tan amplio al menos como el que sostuvo la Constitución, que además tiende a mitificarse. El artículo primero de la Constitución define a España como un Estado social y democrático de Derecho, cuya forma política es la monarquía parlamentaria. A estos rasgos definitorios se ha de añadir el que resulta de la distribución territorial del poder, basada en el derecho a la autonomía que el artículo segundo reconoce a las nacionalidades y regiones. En un sistema basado en el principio democrático, la monarquía queda reducida inevitablemente a una pura forma.
El rey, como jefe del Estado, tiene funciones sólo simbólicas y representativas. El monarca disfruta también sin duda de una autoridad que deriva no sólo del valor simbólico de la Corona, sino también de su eficaz participación en el proceso que devolvió la democracia a España, privándolo así de los poderes que el ordenamiento franquista le atribuía y que, como queda dicho, usó para ponerle fin. El rey no puede tomar iniciativa alguna, ni en la política interior ni en la internacional, ni puede negarse a firmar las disposiciones normativas a que le somete el presidente del gobierno, quien asume la responsabilidad política y jurídica de las mismas.
El auténtico centro del poder está por tanto en el gobierno, y especialmente en su presidente, al que nuestra Constitución, como la alemana, coloca muy por encima de los restantes miembros del órgano. Desde el punto de vista jurídico formal el gobierno está subordinado a las Cortes, que son las titulares de la potestad legislativa y cuya Cámara baja, el Congreso de los Diputados, órgano encargado de nombrarlo, puede exigirle también la responsabilidad política y derrocarlo mediante la aprobación de una moción de censura, que también como en Alemania, ha de conllevar a la vez el nombramiento de un nuevo presidente de gobierno.
Esta superioridad formal no puede ocultar sin embargo el hecho de que, en España como en la mayor parte de los regímenes parlamentarios europeos, el sistema de partidos invierte, o casi, en la práctica la relación puramente formal. Es el gobierno el que inicia e impulsa la aprobación de la inmensa mayoría de las leyes y la capacidad de las Cortes para exigir la responsabilidad gubernamental, no existe en la práctica mientras el gobierno mantenga dentro de ellas una mayoría bien cohesionada.
Esta subordinación real de las Cortes al gobierno como órgano legislativo y su impotencia para derrocarlo, no deben hacer pensar sin embargo que las Cortes hayan dejado de ser una pieza indispensable para el mantenimiento de la democracia. Son el foro donde el gobierno ha de enfrentarse públicamente con la oposición, exponer y discutir los motivos de su acción y sujetarse así al veredicto periódico de los electores. La democracia instaurada por la Constitución es además una democracia social. La Constitución enuncia un muy completo repertorio de derechos sociales a los que califica de Principios Rectores de la Política Económica y Social.
De acuerdo con la estructura propia de estos derechos, cuya realización exige la utilización de recursos materiales y personales de los que sólo el legislador puede disponer, la Constitución prevé que estos derechos, a diferencia de los civiles y políticos que se enuncian en el capítulo anterior (el segundo) del mismo Título I de la Constitución, sólo pueden ser invocados ante los tribunales “de acuerdo con las leyes que los desarrollan”. Esta limitación no debe entenderse como una limitación del Estado de Derecho, sino muy al contrario, como una muestra de su acabada construcción.
La tutela de los derechos está encomendada a todos los jueces y tribunales del país y, en último término, como auténtico tribunal supremo, al Tribunal Constitucional. Pero naturalmente esta función de garantes de los derechos que la Constitución encomienda a los jueces, quedaría burlada si éstos hubieran de llevar a cabo tareas que exceden del ámbito de poder que como jueces les corresponde. Por último, el rasgo más original de la Constitución española es el de la división territorial del poder. El poder del Estado esta dividido entre las instancias centrales y las 17 Comunidades Autónomas, que disponen todas ellas de poder legislativo y de un repertorio amplio de competencias, incluso financieras.
En algunos casos, la autonomía financiera llega hasta el punto de que es la propia Comunidad la que recauda la totalidad de los impuestos y retiene su importe, aportando al Estado sólo una parte de ellos. En todos los casos se trata, sin embargo, de una autonomía muy amplia que hace que corresponda a las Comunidades disponer de casi el 50% de todo el gasto público. Al llegar a este punto, pienso que muchos lectores encontrarán desequilibrado un texto que dedica más espacio a describir el modo de hacer la Constitución que a exponer su contenido.
No puedo negar el desequilibrio, pero sí explicar sus razones, porque no es producto del azar, sino de la deliberación. He intentado situarme, por así decir, desde la perspectiva de un imaginario amigo marroquí: subrayar todo aquello que en nuestra experiencia pudiera ser útil para quienes del otro lado del Estrecho, crean conveniente o necesario un cambio que aproxime la estructura política de Marruecos a la de los Estados miembros de la UE, aunque como es lógico, sin renunciar a las características específicas de su tradición, religión y cultura.
Quizás esa especificidad haga que en Marruecos resulte inadecuada la idea de la “homologación con Europa”, que fue una de las directrices de nuestra propia y exitosa transición. Tampoco esta especificidad debe ocultar, sin embargo, la analogía de circunstancias, internas y externas, entre la España de 1978 y el Marruecos de hoy. Es la conciencia de esta similitud la que me ha llevado a poner el acento en el proceso de cambio, más que en el resultado final. Ojalá nuestra propia experiencia pueda servir de algo a un pueblo con el que tanto nos une. El término que utilizo para expresar este deseo expresa bien lo estrecho de nuestra unión.