2007: Túnez ultima la zona de libre cambio con la Unión Europea. ¿Y después?

El país debería avanzar hacia la democratización, crear un clima de confianza y atraer inversiones.

Mahmoud Ben Romdhane

Túnez, primer firmante del acuerdo de asociación con la Unión Europea (UE), será el primer país de la orilla sur que desmantele totalmente sus barreras arancelarias para los productos manufacturados europeos, según el calendario estipulado. El acuerdo, que establece una zona de libre comercio con la UE, y que prevé su terminación en un plazo de 12 años, se firmó el 17 de julio de 1995, entró en vigor el 1 de enero de 1996, y estará en pleno funcionamiento a finales de este año. En vísperas de la firma del acuerdo de asociación, y a lo largo de todo el proceso de desmantelamiento, investigadores, empresarios y sindicatos expresaron temores legítimos respecto a las consecuencias de esta apertura. Todos estaban seguros de la destrucción de una parte, importante para algunos, considerable para otros, del tejido industrial tunecino –el mismo que hasta entonces era la base de un crecimiento económico sostenido en su conjunto–, lo cual tendría consecuencias dramáticas: el paro de decenas de miles de trabajadores y la reducción del crecimiento. Grosso modo, se calculaba que el 30% del aparato industrial era capaz de soportar la competencia y que otro 30% podía llegar a hacerlo si se modernizaba, pero que el 40% restante estaba seriamente amenazado.

El temor se centraba también en la capacidad del Estado para seguir prestando los servicios básicos (educación, salud, servicios sociales diversos) y para construir las infraestructuras esenciales, habida cuenta de la erosión de sus importantes ingresos fiscales de origen aduanero. Porque, efectivamente, Túnez es el país mediterráneo más abierto al comercio y uno de los más ligados a Europa: en 1995, los impuestos derivados de las importaciones de productos europeos manufacturados representaban más de las tres cuartas partes del conjunto de estas tasas, y proporcionaban al Estado casi la cuarta parte del total de sus ingresos fiscales.

Por consiguiente, la situación que contemplaban muchos analistas era de depresión acumulada: por una parte, el cierre de muchas empresas industriales, a causa de la competencia de los productos manufacturados europeos y, por otra, una reducción significativa de los ingresos fiscales del Estado como consecuencia del doble efecto de ralentización del crecimiento (y de la base tributaria) y de la rápida degradación de los ingresos aduaneros. El beneficio económico que se esperaba, la apuesta que se hacía, era atraer suficientes inversiones extranjeras directas gracias al efecto llamada de la instauración de una zona de libre comercio.

Se pensaba que, con esta condición, la apertura podía ser factible sin mayores perjuicios. Se se analiza retrospectivamente, se puede decir que no se ha ganado la apuesta. Las inversiones extranjeras directas no han afluido en masa a Túnez; están, por así decirlo, estancadas. Solamente se han atraído inversiones extranjeras significativas para la privatización de empresas públicas, como las cementeras o las empresas de telecomunicación. Al tratarse de compras de empresas que ya existían, no se ha generado creación de empleo ni un aumento del valor añadido. Sin embargo, se han fortalecido las reservas de divisas y se ha disminuido la deuda del país. Pero tampoco se ha materializado el peligro más temido de la apertura: por regla general, las empresas industriales han resistido bien la competencia.

Se estableció un programa de modernización, financiado en parte con fondos europeos, del que se aprovecharon 2.434 empresas, al permitirles renovar sus equipamientos y sus métodos de gestión. La realidad de los efectos de este programa se valora de distintas formas: los poderes públicos afirman que ha sido el factor decisivo de la resistencia al impacto del exterior por parte del aparato industrial; el Banco Mundial considera que las empresas que se inscribieron en dicho programa lo hicieron con el fin de beneficiarse de subvenciones para inversiones programadas hacía mucho tiempo, y sostiene que el programa no ha generado una recuperación de la inversión en relación con las anteriores tendencias; por el contrario, ésta ha disminuido.

Respecto al Estado, procedió a una reorganización de sus ingresos fiscales a través de un aumento de los impuestos directos e indirectos, sobre todo gracias a un mayor control fiscal y a una subida del impuesto sobre el valor añadido, de forma que actualmente las tasas aduaneras apenas representan un 3,8% del conjunto de sus ingresos. Con todo, ha habido un impacto que sí ha alcanzado a la industria tunecina. Sin embargo, su origen no ha sido la creación de la zona de libre cambio con la UE, ni siquiera tras su ampliación a los países de Europa central y del Este. Su origen es el desmantelamiento de los acuerdos multifibras y la apertura de los mercados europeos a los productos textiles asiáticos, y en concreto a los chinos.

De hecho, el sector textil proporciona la mitad de los empleos industriales en Túnez y se ha visto afectado, tanto en el mercado exterior como en el interior, por la competencia asiática. Pero, si bien en este caso el golpe ha sido muy real, ha sido mucho menos violento de lo que se preveía, menos destructivo que en otros países comparables (Marruecos, Turquía o los países de Europa central y del Este). En conjunto, con excepción del textil durante los cuatro últimos años, todas las ramas industriales han experimentado un crecimiento nada desdeñable, aunque su ritmo es mucho más lento que durante periodos anteriores. En lo que se refiere a las exportaciones industriales, el ritmo se ha desacelerado sensiblemente, pero sigue siendo positivo y se sitúa en el 3% a precios constantes. En Europa, el principal mercado de exportación de Túnez, la cuota de mercado ha mejorado un poco, pero con una evolución diferente en cada sector: un retroceso en el textil y un avance en los productos mecánicos y eléctricos.

Retroceso de las inversiones

El mayor problema de la industria tunecina no es el de la competencia europea o asiática; el principal problema es el descenso de la inversión, la ausencia de iniciativa. Efectivamente, desde que se sometió, hace ahora 20 años, a un plan de reajuste estructural, Túnez no ha tenido ni política ni estrategia industriales, salvo en lo que respecta a incentivos financieros.

Desde entonces, el Estado no ha dejado de desligarse de cualquier intervención o participación en la creación de nuevos pequeños mercados, en el establecimiento o consolidación de filiales o en el progreso tecnológico. Y el sector privado, abandonado a su suerte y enfrentado a una corrupción creciente, a una justicia imprevisible, a la incertidumbre respecto a los derechos de propiedad, a la rapiña y a la competencia insostenible del comercio paralelo de los productos industriales importados ilegalmente, gracias a la gente situada en los focos de poder que no paga tasas aduaneras ni tasas internas; por tanto, ese sector privado se abarquilla a la espera de días mejores, de la llegada del auténtico Estado de Derecho.

En todas las ramas industriales sin excepción, las inversiones realizadas estos últimos cinco años están claramente por debajo de los niveles proyectados. Las inversiones efectivas no representan ni siquiera las tres cuartas partes de lo previsto. Y la tendencia de los últimos cinco años es a una caída regular. El año 2001 se presenta, por tanto, como el año récord; desde entonces, el descenso es continuo. Este problema de la “situación de la confianza” de los inversores no es específico de los industriales; abarca todo el mundo de los negocios. No se limita al sector industrial; se plantea para todo el conjunto económico y político.

A lo largo de los últimos cinco años, la inversión global, tanto en valor absoluto como relativo, ha experimentado una recesión. Todo el mundo, incluidas las instituciones financieras internacionales, coincide en afirmar que este importante déficit de inversiones está ligado al problema de la gobernanza. Decenas de miles de jóvenes, con títulos de enseñanza superior, se enfrentan a la dura realidad de un desempleo para el que no encuentran salida. Se desesperan con la ociosidad forzosa en la que están sumidos, e intentan o quieren intentar la aventura de la harka, ese viaje clandestino que, poniendo en peligro de su vida, podría hacerles llegar a la otra orilla, a Europa.

La persistencia de esa “situación de la confianza”, esa falta de interés del mundo empresarial por la inversión no hacen sino mantener el paro elevado que caracteriza al país –una tasa superior al 14%– y la desesperación de la juventud. Desde hace algunos años, se percibe una oleada de “repliegue”, una búsqueda de abstracción respecto a la dura realidad del mundo: la espectacular expansión del hiyab es un claro signo externo de ello. Es lo que da pie a las fuerzas retrógradas y los “mártires” en ciernes, el caldo de cultivo en el que echan raíces. Es cierto que el acuerdo de asociación con la UE prevé en su artículo 2 la necesidad del respeto a los derechos humanos y los principios democráticos, y que su aplicación permitiría combatir la plaga del clientelismo, del nepotismo y de la corrupción, y así abrir nuevas perspectivas. Pero sigue sin efecto y, a pesar de algunas llamadas al orden y las tímidas reservas expresadas en ocasiones por las instancias europeas, perdura la misma situación.

Desde hace tres años, una política europea de vecindad sustituye al partenariado euromediterráneo y se propone explícitamente que los avances en la cooperación dependan del respeto a los principios democráticos. Túnez y la UE han firmado un plan para los años 2005 a 2008, que comprende numerosas medidas dirigidas concretamente al respeto de las libertades y de los derechos fundamentales, y que prevé su seguimiento por un subcomité específico, el subcomité de los Derechos del Hombre. Este plan no ha cambiado nada: el sistema autoritario no se ha flexibilizado. La razón esencial está en el debilitamiento de las fuerzas democráticas, en su incapacidad para imponer el respeto de las libertades básicas, el Estado de Derecho y las elecciones libres.

Pero también hay una ausencia de voluntad real por parte de Europa. Sin embargo, ésta comprendió hace tiempo que la paz, la estabilidad y la prosperidad dependen del respeto de las libertades y de la justicia y se constituyó partiendo de esta base. Ha sabido aprovechar oportunidades históricas para consolidar y hacer irreversibles las transiciones democráticas: así fue en Portugal, en España y en Grecia, que se integraron rápidamente en la UE. Ha sabido sacar partido de la brecha abierta por la caída del muro de Berlín en los países de Europa central y del Este, para ofrecerles una posibilidad de adhesión, aunque condicionada al respeto a unos criterios políticos y económicos estrictos, los famosos criterios de Copenhague; y también es así, en gran medida, en el caso de Turquía.

Y si este país no se ha hundido en una regresión teocrática, si sus fuerzas partidarias modernizadoras y democráticas están tan vivas, se debe en buena parte a que existe una perspectiva de integración en Europa. Para Túnez, y en un sentido amplio para el Magreb y toda la orilla sur del Mediterráneo, la política europea se presenta como una política de “contención”, y no contempla ningún planteamiento que permita movilizar las energías reformistas y la transición democrática. Es verdad que ni Túnez, ni el Magreb, ni la orilla sur del Mediterráneo forman parte del continente europeo, pero, ¿son simplemente un mosaico de Estados “vecinos”? Los numerosos intereses comunes y las densas relaciones contradicen esta restrictiva visión.

Para proteger y promover nuestra necesidad común de seguridad, paz y prosperidad se requieren otras reglas y un nivel de ambición mucho mayor. España puede y debe ser el motor de esta renovación tan necesaria, porque está en el corazón de este embrollo y es el país que mejor simboliza la fuerza y la profundidad de las relaciones entre Europa y el mundo árabe.