Líbano, nuevos peligros, renovadas incertidumbres

Por primera vez en tres décadas, el país se enfrenta solo a su futuro. Hay que esperar que,a pesar de los riesgos,no se vea arrastrado a las violencias regionales.

Tomás Alcoverro, corresponsal de La Vanguardia en Líbano

Hacer política en Líbano –dijo el general Charles de Gaulle en los años del mandato francés– es como pisar huevos”. Un año después del atentado el 14 de febrero de 2005, que costó la vida al ex primer ministro Rafik Hariri y a sus acompañantes, un año después de la retirada militar siria y de las elecciones legislativas en las que los candidatos antisirios ganaron la mayoría de los escaños, los viejos demonios de Líbano, siempre al acecho, vuelven a campar a sus anchas.

Ya se agostaron aquellas euforias patrióticas, concluyó la convergencia de libaneses de diferentes comunidades –a excepción, sin embargo, de la chií, la más numerosa, dominada por las poderosas organizaciones Hezbolá y Amal que mantienen su alianza con el régimen sirio del Rais Bashar al Assad– en las multitudinarias manifestaciones de la plaza de los Mártires, rebautizada como plaza de la Libertad y de la Independencia, los clanes feudales de siempre, ya sean de las comunidades cristianas como musulmanas, han consolidado su poder. “Fue una lástima –me decía el prestigioso historiador George Corm– que los manifestantes no les hubiesen arrebatado, entonces, los micrófonos para dejar oír la voz popular”.

La retirada siria

En el invierno de 2005, en pocas semanas, a partir de febrero, el vulnerable y frágil Líbano dio un vuelco espectacular. Quienes durante tres décadas habían dominado este Estado levantino, de base confesional, zarandeado por interminables conflictos internos, caja de resonancia de todos los problemas ideológicos, políticos y militares de Oriente Próximo, los sirios, evacuaron su territorio, a redoble de tambor, bajo las amenazadoras presiones de Estados Unidos, bajo la espada de Damocles de la resolución 1559 del Consejo de Seguridad de la ONU, adoptada en septiembre de 2004, que pedía la retirada de las tropas extranjeras –léase las sirias– así como el desarme de las milicias, ante todo la del Hezbolá, además de los grupúsculos palestinos.

Concluyó aquella etapa histórica muy controvertida de la presencia militar, de la tutela siria, iniciada al principio de la guerra en 1976, a petición del entonces presidente, Sleiman Frangie, a fin de combatir a los guerrilleros palestinos, confirmada por la Liga Árabe y aceptada por EE UU en 1990, tras el primer conflicto armado con Irak en el que también participó Siria al lado de sus aliados occidentales y árabes, la Siria del difunto RaisHafez al Assad. Por primera vez en tres décadas, los libaneses se han enfrentado solos a su destino.

En solo 23 años, a partir del verano de 1982, he presenciado, en Beirut, la evacuación de los fedayines palestinos a las órdenes de Yassir Arafat, derrotados por el poderoso ejército de Israel, al mando del general Ariel Sharon; la retirada de contingentes americano y francés de la fuerza multinacional, provocada por los guerrilleros islamistas locales vinculados a Irán y Siria; la evacuación de las tropas del ejército israelí en la primavera de hace seis años, gracias a la tenaz acción de la resistencia de Hezbolá, a la voluntad del entonces primer ministro israelí, Ehud Barak, de zafarse del sangriento laberinto del Sur ocupado en 1977 y, por último, la humillante salida de los destacamentos militares sirios.

Es indudable que, en febrero de 2005, empezó una nueva época en este pequeño país. ¿Después del tiempo de la palestinización, de la influencia de Israel, de la sirianización, se iniciará, al fin, una etapa de libanización en esta tierra de musulmanes y cristianos? El asesinato de Hariri, uno de los hombres más ricos del mundo, precipitó una inesperada evolución política en la que, al principio, EE UU impuso su voz, en medio de su campaña de democratización de los países para alcanzar un Gran Oriente Medio.

Líbano, como ha escrito Kamal Saliba, es “un país con muchas puertas” y las injerencias, penetraciones, provocaciones extranjeras, de toda suerte, no han cesado, en un abrir y cerrar de ojos. Una parte de sus dirigentes, de su prensa, de su opinión pública, en su furor antisirio, siguen acusando al régimen de Al Assad, no solo de estar gravemente implicado en el atentado contra Hariri, basándose en las primeras investigaciones de la comisión internacional, sino en otros asesinatos perpetrados posteriormente contra políticos y periodistas, como Gibran Tueni, o de la violenta manifestación de protesta por la publicación de caricaturas del profeta Mahoma contra el consulado danés de Beirut, a principios de febrero, que también alcanzó a una iglesia maronita que fue apedreada, aterrorizando a los vecinos del barrio cristiano por antonomasia de Achrafie.

Pero en el gobierno, opuesto a Al Assad, participan ministros chiíes de la organización integrista Hezbolá que, con otros ministros y diputados, rechazan tanto el pedido desarme como la constitución de un tribunal internacional competente para juzgar a los autores del atentado del 14 de febrero de 2005, una vez sean identificados. Estos trabajos de Hércules para esclarecer el crimen, para conocer la verdad del asesinato, como desde hace un año exigen, día tras día, los nuevos gobernantes de Beirut y, en primer lugar, la corriente del Futuro, dirigida por su hijo Saad Hariri –que ha permanecido en el extranjero por razones de seguridad y que solo regreso a Líbano, días antes del aniversario– pueden durar meses, incluso un año.

Destacados políticos, como el influyente jeque chií Fadallah, han advertido de que “este laberinto internacional es susceptible de desequilibrar la república”. Los políticos cristianos extremistas andan a la greña. El general Michel Aoun suena con ser el próximo presidente de la república. Samir Geagea liberado, jefe de las milicias libanesas, implicado en la matanza de 1982 de los refugiados palestinos del campo de Sabra y Chatila, se ha convertido en un héroe nacional para muchachas que le abrazan emocionadamente y para jóvenes de su comunidad maronita que le adulan, que olvidaron o nunca supieron como fue la bárbara guerra de tres lustros que padeció su país. El descubrimiento de fosas comunes, atribuidas al principio por algunos libaneses solo a los sirios, pone a flor de piel esta división e incertidumbre de siempre.

El atentado a principios de 2006, en el barrio de Ramlet el Baida, reivindicado por Al Qaeda, exacerba este ambiente de inseguridad, que contrasta con los 15 años anteriores de completo orden público. “La tierra de Líbano –comentaba un embajador– rebosa de cadáveres”. En este pequeño país se ha querido cultivar el olvido para no enfrentarse a la guerra ni a sus consecuencias aún latentes. Que nadie olvide que 16.000 libaneses fueron declarados desaparecidos. Milicias de toda calaña, cristianas y musulmanas, les asesinaron y sepultaron en secreto. Tanto los asesinatos de estadistas y gobernantes como los de anónimos ciudadanos, han quedado siempre impunes en esta tierra podrida de cadáveres.

La poetisa Nadia Tueni, madre del asesinado director del diario An Nahar, escribió una vez: “Querían matar una idea y solo mataron a un hombre”. El miedo al futuro palpita, otra vez, en las conversaciones diarias de los libaneses, durante años chivos expiatorios de todas las contradicciones de Oriente Próximo. Siempre se ha decantado por hablar de la “guerra de los otros” –en afortunado título de un libro publicado en la década de los ochenta–, de creer que son víctimas propiciatorias de conjuras tramadas desde países extranjeros, pero difícilmente aceptan que son también responsables de lo que acontece en su país y que, a menudo, Israel, Siria, Irán, como antes los palestinos, utilizaban a sus propios ciudadanos para sus intereses.

El reciente acuerdo táctico entre el general Aoun, paladín de la oposición antisiria de los años ochenta, cuando Hariri y Kamal Yumblat eran sus fieles aliados, y Hezbolá, el gran partido amigo del régimen de Damasco, ilustra la extrema complejidad de la política local. La “Corriente patriótica libre”, formada, sobre todo, por cristianos, tiene una tendencia laica, mientras que Hezbolá es la popular fuerza de la comunidad chií con una vocación islamista. Este pacto permite a Aoun aspirar con más confianza a la presidencia de la república, suavizando su actitud respecto a Siria, y a Hezbolá mantener sus armas con objeto de continuar su resistencia contra los israelíes que aún ocupan el diminuto enclave de las granjas de Chebaa, en el Sur.

Ante las posibles turbulencias en Oriente Próximo, debido a la situación de la república islámica de Irán muy comprometida por su programa nuclear que puede ser tratado en el Consejo de Seguridad de la ONU, al exacerbado conflicto palestino-israelí tras el triunfo electoral de Hamás, o al acoso americano al régimen sirio, sin hablar de la oleada de indignación y cólera de los musulmanes por las caricaturas de Mahoma publicadas en la prensa europea, Líbano puede volver a ser arrastrado al ojo del huracán de las violencias regionales. Su congénita fragilidad y su fácil manipulación, le han hecho, desde décadas, el eslabón más vulnerable de Oriente Próximo.