
La monarquía Al Saud bajo el rey Salman
El nuevo ejecutivo se plantea un cambio de rumbo arriesgado, adoptando medidas de austeridad para reformar los términos del pacto social que vincula la monarquía a la sociedad.
Fatiha Dazi-Héni
Salman bin Abdelaziz al Saud accedió al trono de Arabia Saudí el 23 de enero de 2015, al fallecer el rey Abdalá. Durante los tres primeros meses de su reinado, respetó la línea de sucesión escogida por su predecesor, al preservar a Muqrin, aliado del rey Abdalá, en sus funciones de príncipe heredero. No obstante, el 29 de abril inició una remodelación ministerial y una reforma en el orden sucesorio, al provocar un salto generacional, una señal clara de su deseo de cambiar de paradigma. El nuevo soberano, conservador pragmático, se sirve de toda su autoridad como jefe indiscutible de la familia (está al frente del Consejo de la Familia, institución informal en el corazón de la monarquía) para imponer un gran giro en la estructura de la monarquía. El rey Salman, cuya autoridad en el seno de la familia permanece intacta –tiene fama de mediar en los conflictos de la parentela y de concertar los matrimonios de los príncipes–, cree que la salud de la monarquía radica en que el foco de atención deje de ser el príncipe dinástico y se traslade al ejecutivo. Esta decisión sería fruto de la transición a la segunda generación principesca, ya que esta no está tan unida como la anterior por los lazos de parentesco.
Asimismo, desde marzo de 2015, el reino se muestra más ofensivo en su diplomacia regional. A menudo más intervencionista y resuelto en sus decisiones estratégicas en Siria, el rey ha optado por apoyar plenamente al conjunto de las fuerzas rebeldes sirias que combaten el régimen de Bashar al Assad y, en particular, el 25 de marzo, lanzó una intervención militar en Yemen. Estas opciones marcan una clara ruptura con el estilo consensual y prudente al que la diplomacia saudí nos tenía acostumbrados, que privilegiaba una política de influencia en el patio trasero.
Se diría que los intereses diplomáticos defendidos por la administración Obama, consistentes en favorecer una apertura a Irán –con la firma del acuerdo sobre energía nuclear (julio de 2015), seguido del levantamiento de las sanciones económicas (enero de 2016)– y en desvincularse de los conflictos de Oriente Medio, son, en parte, la causa de la nueva política proactiva de Riad. Con ello, el reino marca, de manera inédita, sus diferencias con Washington en cuanto a Irán y los conflictos de Oriente Medio.
A pesar de las consecuencias negativas del bajo precio del crudo (30 dólares en febrero de 2016, frente a 110 dólares en junio de 2014) para su economía, Riad ejerce una política agresiva de defensa de sus cuotas de mercado, cuyo primer objetivo son los pozos de petróleo no convencionales estadounidenses. Al mantener una producción elevada en un contexto petrolero saturado y de desaceleración del crecimiento chino, Arabia Saudí también se enfrenta a Irán, obstaculizando su regreso al mercado, y a Rusia, que ha logrado hacerse con cuotas de mercado en China, en detrimento del reino.
Este contexto permite al nuevo hombre fuerte de Riad, el príncipe Mohamed bin Salman (MBS) arrancar un cambio de rumbo en el plano interno, adoptando medidas de reducción de las subvenciones y una cura de austeridad presupuestaria, para reformar los términos del pacto social que vincula la monarquía a la sociedad (entrevista a Mohamed bin Salman, The Economist, 6 de enero de 2016).
Adiós al principio monárquico dinástico
El rey Salman procede a rejuvenecer la dinastía y ciñe el ejecutivo a un triunvirato adscrito al clan de los Sudairi, cuyo centro de gravedad personifica. Hay que recordar que Sudairi era el grupo más poderoso de la familia real Al Saud, al reunir a los siete hermanos de la misma madre, Hassa al Sudairi (Fahd, Sultán, Nayef, Salman, Abdul Rahman, Ahmad, Turki). El monarca Abdalá se dedicó a debilitar la cohesión del clan, desestructurando el ministerio de Defensa y excluyendo del poder a las descendencias de Sultán y Fahd, en pro de la promoción de Mohamed bin Nayef (MBN), aunque este también era Sudeiri.
Las piezas clave del nuevo ejecutivo reforzado son el nuevo príncipe heredero y presidente del Consejo de Asuntos Políticos y de Seguridad, Mohamed bin Nayef, ministro de Interior desde noviembre de 2012, de 56 años, que dirigió con éxito la lucha antiterrorista en el seno del reino (años 2000), y el vicepríncipe heredero, ministro de Defensa y presidente del Consejo Económico y de Asuntos de Desarrollo, MBS, el hijo predilecto del rey, de solo 30 años, nuevo en política.
La gobernanza se basaba en un equilibrio de representación de los clanes de la familia en el poder. Sin embargo, a este cambio de dirección viene a sumarse la formación de un gobierno compuesto en su 90% de tecnócratas: 18 tecnócratas y tres Al Saud forman el nuevo ejecutivo. Los tres últimos, procedentes de la segunda generación, se han destinado a carteras reales de los aparatos represivos: Interior, Defensa y Guardia Nacional, manteniendo a Mutaib bin Abdullah (MBA), hijo del rey anterior. Dos ministros de la familia Al Shaykh, descendientes directos de Mohamed Ibn Abd al Wahhab, inspirador del wahabismo (religión de Estado del reino), muy próximos a la familia real, completan el trío principesco y ejercen funciones esenciales: Asuntos Islámicos, Municipios y Asuntos Rurales (responsable de la gestión de las tierras). Eso sin contar a los ministros de Estado ni a los consejeros con rango de ministro del gabinete real. No obstante, incluso a ese nivel, la presencia de príncipes es muy minoritaria: dos altezas reales son ministros del Estado, frente a seis tecnócratas (véase www.susris.com, “The Cabinet of Saudi Arabia: Cabinet ministers and Senior officials”, 29 de abril de 2015).
Esta nueva estructura del poder se corresponde con la personalidad autoritaria del soberano y de su hijo, que no oculta su ambición de acceder un día al trono. Pero por encima de todo, refleja la voluntad política del monarca de excluir del proceso de toma de decisiones a gran parte de la familia real. Se estima que, incluyendo a mujeres y niños, componen esta familia 20.000 miembros. De estos, 900 son altezas reales, y solo una ínfima parte de ellos tiene verdadera relevancia en los equilibrios internos del poder.
La presencia significativa en el nuevo gobierno de tecnócratas, titulados de las mejores universidades anglosajonas, una iniciativa del joven príncipe MBS, se inspira en el modelo emiratí, donde una tecnocracia trabaja a las órdenes del ejecutivo principesco, al que está supeditada. El nombramiento sin precedentes de un ministro de Asuntos Exteriores no originario de la familia real, Adel el Yubair –sucesor del príncipe Saud al Faysal– es prueba de ello. Los cambios en la ejecución de la política exterior saudí han sido inmediatos, con el nuevo ministro poniendo en práctica sin rechistar las decisiones del rey.
El aparato de coacción en el núcleo del poder monárquico
Aún es muy pronto para deducir que el linaje directo del rey, con su hijo predilecto como futuro delfín, sea el escenario que prioriza Salman para la monarquía. Sea como fuere, hoy la estructura del poder Al Saud se encarna más en un aparato coercitivo, y el trío principesco (MBN-MBS-MBA), al frente de los ministerios reales de Interior, Defensa y Guardia Nacional, constituye sin duda el núcleo del sistema.
El vínculo que une a los dos príncipes Mohamed tiene más que ver con las cuestiones de seguridad que con el grado de parentesco directo entre sus respectivos padres. Ya pasó el tiempo del clan Sudairi como grupo solidario y realidad sociológica. Su último representante histórico, el rey Salman, cierra el capítulo del ciclo adélfico de la monarquía, a saber, el principio colegial consistente en reinar a costa del consenso de los distintos clanes presentes.
Los dos Mohamed, cuyos puestos son antagónicos y cuya rivalidad es feroz, son conscientes de que están obligados a entenderse para proteger el reino (Simon Henderson, “Royal schism in the House of Saud”, www.winep.org, 16 de octubre de 2015). Además, deben integrar al tercer hombre imprescindible de la ecuación de la seguridad, el ministro de la Guardia Nacional, el príncipe Mitab bin Abdalá, que encabeza la otra institución represiva fundamental para la seguridad del reino. Este poderoso ejército paralelo deja sus tropas en la frontera norte del país, para controlar posibles infiltraciones del grupo Estado Islámico (EI) en territorio saudí, pero está presente sobre todo en el Sur, en la provincia de Nayrán, en Yemen. Parece, pues, que el príncipe Mitab –que, tras la expulsión del príncipe Muqrin, se vio amenazado por un tiempo– es hoy un eslabón importante del poder entre los dos Mohamed. Por ahora, con esta configuración gubernamental, es poco verosímil que haya mediación a favor de MBS para la sucesión, teniendo en cuenta que aún debe demostrar sus capacidades, y que la relación estructural de la corona está más basada en la interdependencia de las instancias coercitivas que en la primacía de los vínculos propios de los clanes (Fatiha Dazi-Héni, “Que change au Moyen- Orient la nouvelle diplomatie du roi Salman?”, Moyen- Orient, 29, enero-marzo de 2016).
En el ámbito regional, la tensión saudo-iraní resume a la perfección la situación geopolítica. No obstante, las repercusiones del caos de seguridad y humanitario en Yemen tienen mayor impacto en la permanencia de la estabilidad del reino.
Así, tras casi un año de ataques aéreos intensivos, los hutíes se están replegando al Norte y en Saná. Sin embargo, Al Qaeda en la Península Arábiga (AQPA) y su sector disidente, que se ha sumado al EI, han sabido aprovechar la ausencia de Estado para prolongar su influencia territorial por el Sur, hacia Adén. Este contexto de afianzamiento de AQPA es la clave para comprender la ejecución, el 2 de enero de 2016, de 43 yihadistas –entre ellos un ideólogo de Al Qaeda en Arabia Saudí, Faris el Shuwail–, implicados en atentados terroristas entre 2003 y 2006. Los dirigentes saudíes, encabezados por el príncipe heredero, no olvidan que la amenaza yihadista sigue siendo la prioridad del reino.
No obstante, lo que llamó la atención fue la ejecución del dignatario chií Nimr a Baqr al Nimr, cuya muerte conmocionó el mundo chií y desató la cólera en Teherán. El saqueo de la embajada y del consulado saudíes en Irán llevó a Riad a interrumpir inmediatamente sus relaciones diplomáticas y comerciales con Irán.
¿Qué retos plantea el desplome de los precios del petróleo al nuevo ejecutivo saudí?
La caída de los precios del petróleo favorece las medidas por las que aboga MBS para reformar el pacto social saudí. Partiendo de un Estado de bienestar generoso, sin poder ya asumir la gratuidad de los servicios sociales (salud y educación, sobre todo), así como la subvención de los precios del agua, la electricidad y la gasolina, el príncipe pretende garantizar la transición económica del país. Centra su acción en la dinamización del sector privado, el único capaz de generar empleo, para desatascar un sector público que supone el 45% de los gastos públicos, destinados a los sueldos del funcionariado.
Teniendo en cuenta la preservación de los logros sociales de los más pobres y de la pequeña clase media, que constituyen el 20% de la población, al tiempo que preparaba al resto de ciudadanos, más adinerados, para una necesaria toma de conciencia de que el Estado de bienestar toca a su fin, MBS ha abordado eficazmente su mensaje de carácter pedagógico a los saudíes. Así, se estimula el ahorro energético, cuyo consumo interno se había multiplicado, mediante la subida de los recibos de la energía. También se está estudiando la introducción progresiva de un IVA del 5%, generalizado en el conjunto de países miembros del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG).
MBS, que se juega en parte su credibilidad en este proyecto de reforma del pacto social, aprieta más a las élites tradicionalmente próximas al poder, al frente de los grandes grupos del sector privado, que el príncipe considera que ya se han enriquecido bastante con los contratos que el Estado les ha concedido.
MBS se inspira en los modelos diseñados por los autócratas más visionarios de la región, el emir de Dubái y su primo, príncipe heredero de Abu Dabi, que apostaron por nuevos emprendedores para asegurar el desarrollo económico de su ciudad, siendo ellos los principales beneficiados. Paralelamente, a raíz de las revueltas sociales que estallaron en Omán entre 2011 y 2012, el sultán Qabus tomó la decisión de imponer mayores impuestos al sector privado, formado por potentes oligarquías comerciales.
La mayoría de la población saudí, en especial los jóvenes, habría acogido estas medidas con regocijo, a diferencia de los grandes grupos, cuyos días de gloria parecen cosa del pasado.
Ahora bien, el gobierno todavía tiene por delante la tarea de racionalizar su gasto público. Este objetivo, sin embargo, choca con los gastos de seguridad y defensa, que no han dejado de aumentar desde las primaveras árabes de 2011. En la actualidad, estas partidas podrían ascender a un cuarto del gasto público saudí (“Saudis unveil radical austerity program”, Financial Times, 28 de diciembre de 2015), y la diplomacia intervencionista del reino no hace sino agravar esta tendencia.
Aunque el patriotismo saudí se haya renovado desde que el rey Salman se erigiera en baluarte contra la influencia creciente de Irán en Oriente Medio, las medidas de austeridad anunciadas a una población poco habituada a hacer sacrificios podrían suponer un riesgo para el nuevo ejecutivo saudí.