La condición de la mujer musulmana: entre lo divino y lo humano, un debate terrenal

Entender la situación de la mujer y su percepción requiere una revisión de recorrido histórico.

D.P.

Recordar que la historia la escriben los vencedores es cláusula de estilo obligada cuando se relatan hechos históricos controvertidos. Las tres religiones reveladas son, en lo que respecta al género, las vencedoras en la mayoría de las etapas de la evolución social y cultural en el Mediterráneo. El estatuto de la mujer y la familia y su percepción, en cualquiera de las tres culturas a que dieron lugar, constituye el “caso de estudio” mejor identificado en que las historias consolidadas de los vencedores parece que deban ser revisadas. Judaísmo, cristianismo e Islam, tienen en su origen visiones comunes en lo que a la mujer se refiere. La religión más reciente tomó siempre importantes préstamos en este dominio de la que le precedió. Al igual que los orientalistas, la mujer europea descubrió muy tarde la condición de la mujer musulmana.

Lo hizo a partir de los relatos de los primeros viajeros y viajeras a tierras del Islam oriental después del Renacimiento europeo. Para entonces la suerte de la mujer musulmana había sido echada hacía siglos. En el breve periodo entre el establecimiento de la primera comunidad islámica en el siglo VII y los primeros 100 años del periodo abasida quedaron establecidos los elementos básicos de fiqh (derecho) y de dogma. En épocas posteriores juristas y predicadores musulmanes llevaron la legislación y la percepción de los asuntos de género a veces a extremos que la escritora marroquí Fatima Mernissi no ha dudado en calificar de “enfermizos”. En las tres culturas, las instituciones especializadas en religión se proponen a sí mismas como referencia última y única en este delicado debate sobre la condición de la mujer y en los otros muchos debates que de él se derivan en cascada.

La modernidad, el aggiornamiento del derecho y la percepción social del estatuto de la mujer, encuentran en ello un impedimento suplementario difícil de superar, que sugiere la importancia de una colaboración mediterránea. En el mundo árabe islámico las mutaciones en el estatuto personal de la mujer están hoy decididamente en marcha bajo la constante presión de la mujer, pero su éxito parece ligado, como lo estuvo en Occidente, al desarrollo político, económico y humano de esas sociedades. El llamado Siglo de oro o edad liberal del Islam –el reformismo de la segunda mitad del siglo XIX– o el islamismo a partir de principios del siglo XX, creyeron en la necesidad de reformar la situación de la sociedad islámica en general.

Los árabes liberales del siglo XIX, abrumados por los extraordinarios avances que se habían producido en Europa con la industrialización, la Ilustración y la Revolución francesa, predicaron que había que imitar a Occidente en lo técnico pero preservando su propia cultura y sus tradiciones. La frase “islamizar la modernidad” que aparece en el siglo XX en los discursos y escritos de Abdesalam Yassine y otros islamistas, procede en realidad de finales del siglo XIX. Fatima Mernissi, en su libro El harén Político. El profeta y las mujeres acomete la difícil tarea de ir a los orígenes de los múltiples hadices (dichos y hechos del Profeta) misóginos codificados varios siglos después de la desaparición de Mahoma.

En su otro libro Sultanas olvidadas. Mujeres jefes de estado en el Islam aborda un tema al cual el asesinato de Benazir Bhutto en Rawalpindi en diciembre 2007 ha conferido una extraordinaria actualidad: la posibilidad para una mujer de gobernar en una sociedad islámica y de dirigir a los musulmanes. El tema es crucial en la historia del Islam y se deriva no de Mahoma mismo, sino de uno sus discípulos, Abu Huraira, relator de algunos de los hadices que más complicaron la vida de las musulmanas. “No conocerá la prosperidad el pueblo que se deje dirigir por una mujer” había afirmado Abu Huraira que había oído decir a Mahoma. Fatima Mernissi recuerda, en el primero de los libros mencionados, que Aicha, la esposa preferida de Mahoma, que convivió ocho años y medio con él (desde que la desposaron con el Profeta a los nueve años y medio de edad hasta la muerte de Mahoma en 632), había dicho a Abu Huraira: “Tu cuentas hadices que nunca has escuchado”.

Leila Ahmed, en su libro Women and Gender in Islam. Historical roots of a modern debate explora aspectos muy interesantes de la sociedad ante islámica, la que la literatura árabe e islámica describe como yahiliya (ignorancia, oscurantismo) y sostiene que entonces las mujeres podían ser sacerdotisas, profetisas, guerreras al igual que los hombres, enfermeras en los combates, y mujeres de negocios. No se retraían ante los hombres, afirma Leila, a veces les criticaban o se oponían a su voluntad, escribían versos satíricos contra ellos, lideraban revueltas, contraían o rompían matrimonios por propia iniciativa, y protestaban abiertamente por las limitaciones que el Islam les iba imponiendo. Aunque relativiza la situación de la mujer en la yahiliya, sostiene no obstante que “se produjo una disminución de las libertades de la mujer a medida que se estableció el Islam”.

Para Leila Ahmed dos de las mujeres del profeta Mahoma, Jadicha la primera, y Aicha la favorita, simbolizan lo que era la situación de la mujer musulmana antes del Islam y lo que sería después. Jadicha era una rica comerciante, casada tres veces y madre de tres hijos, de 40 años de edad, 15 más que Mahoma. La viudedad, el divorcio o la edad, no parecían ser ningún estigma para la mujer en la sociedad ante islámica. “Su riqueza liberó a Mahoma de tener que ganarse la vida y le permitió llevar la existencia de contemplación que preludió su transformación en profeta” afirma Leila, que añade que su matrimonio monogámico, “es más bien reflejo de la yahiliya que de la práctica islámica”. A la muerte de Jadicha, Mahoma tomó otras ocho esposas y dos concubinas.

“Al contrario que Jadicha, Aicha, desposada con Mahoma cuando tenía 9 o 10 años, ingresa en un universo matrimonial poligámico y, al comenzar a observar junto con las demás esposas la nueva costumbre de velo y reclusión, establecieron los cimientos de una tradición que prejuzgaría en adelante las limitaciones del estatuto personal de las mujeres”. La vida de las mujeres, incluídas las viudas del Profeta, comenzó a complicarse apenas muerto Mahoma. Abu Bakr (632-634), el primer califa después de Mahoma, negó a Aicha el oasis de Fadak que le correspondía en herencia. Tampoco las otras viudas recibieron nada porque Abu Bakr, muy oportunamente, había recordado un hadiz que ninguna de ellas conocía, según el cual Mahoma habría dicho que “Los profetas no dejan ninguna herencia material”.

El segundo califato de Omar (634-644) es considerado el periodo en el cual se originan muchas de las principales instituciones civiles y penales del Islam, entre ellas la lapidación por adulterio. Leila Ahmed afirma que Omar tenía muy mal genio con sus mujeres, que las agredía físicamente y que intentó confinarlas en sus casas e impedirles asistir a las oraciones en las mezquitas. “Omar prohibió que las mujeres fuesen Imán”, escribe, “mientras que es sabido que Mahoma había nombrado a Um Waraka Imán de toda su casa”. Omar prohibió asimismo a las viudas de Mahoma ir en peregrinación a La Meca, en contra de la práctica de Mahoma.

El orientalista escocés Robertson Smith (1846-1894), autor de Kinship and marriage in Early Arabia, había sugerido ya en el siglo XIX que la sociedad ante islámica de Arabia era matriarcal y que el Islam desplazó ese orden hacia una sociedad patriarcal, con todas sus consecuencias. Aunque predomina la leyenda sobre el papel de las grandes mujeres de la historia ante islámica, como las reinas de Palmira, de Shaba y de Egipto, numerosas monedas y estelas encontradas en excavaciones arqueológicas, principalmente en el territorio de Yemen que entonces comprendía parte de Arabia y parte de Etiopía, sugieren que las mujeres tuvieron una participación activa en la vida pública y pudieron ser sacerdotisas, diosas, funcionarias, e incluso ejercer un cierto poder político y público. El discurso islamista dominante a este respecto sostiene que el Islam liberó a la mujer de la lamentable condición en que se encontraba en la yahiliya. Pero no solo lo afirman los islamistas.

Hussein Amin, diplomático egipcio, escritor y liberal, autor de un ensayo titulado Le musulman désemparé pour entrer dans le 3e. millénaire señala que “el Islam, elevó la condición de la mujer en la familia y en la sociedad, eliminó la esclavitud al animar a tratar bien a los esclavos y a emanciparlos”, y afirma que los principios de igualdad y justicia social de Mahoma le convierten en el “imán del socialismo”. Fatima Mernissi, Leila Ahmed, y otras muchas autoras, relacionan un sinfín de nombres de mujeres rebeldes de la primera sociedad islámica cuyas vidas y obras sugieren que el Islam no se impuso sin pena y fue objeto de una intuitiva oposición de las mujeres. A título de ejemplo, Salma Bint Malik se rebeló contra Mahoma.

Fue capturada en 628 y entregada al servicio de Aicha. Sajah Bint Aws, de la tribu de los Tamim y profetisa, unida a otro pretendido profeta, Musailama, se lanzó a la guerra contra el Islam naciente. En Hadramaut (Yemen) seis mujeres de Kindah, al enterarse de la muerte de Mahoma, se pintaron las manos de henna y tocaron tamboriles para celebrarlo. Al Muhagiur, enviado por Abu Bakr, a reprimirlas, les cortó las manos a todas. El reino de Yemen, gobernado en tiempos pasados por la famosa reina de Saba, Belquis, que tanto impresionó a Salomón, parecía haber vivido en paz gobernado por una mujer. No tiene nada de particular que en Yemen surgiera la primera intuición femenina de las limitaciones a su libertad que podía introducir el Islam, y que encabezaran las primeras rebeliones, incluso armadas, contra su expansión.

Tanto Leila Ahmed, como otros autores, recuerdan a Rabea al-Adawiyya, de quien la leyenda dice que en los primeros años del siglo IX, cuando los efectos del Islam ya eran sentidos por las mujeres, se paseaba por Bagdad con una tea y un balde de agua. La tea era para pegar fuego al cielo, y el agua para apagar el fuego del infierno. Era la primera gran objeción a una doctrina que, como el judaismo y el cristianismo, parecía basar el amor que pedía a Dios y a los seres humanos en el temor al castigo o en la ambición de recompensa. Aicha se rebeló en 656 contra el nombramiento de Ali como cuarto califa, y movilizó y dirigió a los musulmanes contra él. La batalla del Camello, que Aicha inició y perdió, es famosa en la historia del Islam porque fue el primer enfrentamiento entre musulmanes, y el preludio de la primera y gran escisión entre chiitas y sunitas, que quedaría consagrada al año siguiente en la Batalla de Siffin. En el entorno de Al Andalus y el Magreb, en el siglo XI, Zeinab an-Nafzaouia compartió el poder con su marido Yussuf Ben Tachfin. El historiador Abi Zar al-Fassi la menciona.

En el siglo X Malika Urwa gobernó en Sana’a (Yemen) durante medio siglo hasta su muerte en 1090. En el XIII gobernaron mujeres en Delhi, Cairo y Karakórum. Sultana Radia llegó al poder en Delhi en 1236 denunciando, como Benazir Bhutto en 1988, las injusticias del gobernante de turno. En 1250 Chagarat ad-Dur gobernó en Egipto con el título de sultana, venció a los franceses que habían invadido el país en la séptima cruzada, y en la batalla de Mansurah hizo prisionero a Luis IX (San Luis). La liberación del rey costó al erario francés 400.000 libras tornesas, casi el doble del presupuesto de Francia en la época. Dkuz Khatun esposa favorita de Hulagu, el destructor de Bagdad, siempre estuvo estuvo presente en los actos de gobierno de su marido. En el siglo XV, Sitt al-Muwara (Señora de los ministros) brilló en Bagdad como estudiosa del fiqh y conoció al murciano Ibn Arabi.

Una de las figuras más notables de este siglo fue Aicha al-Hurra, la madre del último rey nazarí de Granada, Mohamed XII, conocido en la literatura cristiana como Boabdil. Abadía Inan, especialista de la historia de Granada, refiere que Aicha entró en política, cuando su marido, mucho mayor que ella, se enamoró de una prisionera cristiana a la que hizo su favorita. Entre los muchos granadinos que se exiliaron al Norte de África destaca una andaluza que llegó a ser gobernadora de Tetuán en el siglo XVI. La historia de Marruecos se refiere a ella por su cargo, Hakimat Tetuan, o Sida al-Hurra (1510-1542), que se dio a la piratería para vengarse de los españoles y se alió con el otomano Jairedin, más conocido como Barbarroja.

En el siglo XVII cuatro mujeres, Taj al-A’laam Safiyat ad-Din (1641-1675), Nur al-A’laam Naqiyat ad-Din (1675-1678), Inayat Shah, Zaqiyat ad-Din (1678-1688) y Kamalat Shah (1688-1699), ejercieron el poder en el reino Atjeh, en el sur de Sumatra, durante medio siglo. Aunque los historiadores árabes las hayan silenciado, Femmes écrivains en Méditerranée de Vassiliki Lalagianni, y los ya citados Sultanas olvidadas y Women and Gender in Islam, y otros muchos libros, recuerdan que los vencedores que escriben la historia pueden cambiar y que el tiempo siempre permite restablecer algunas verdades básicas. En este mismo número de AFKAR/IDEAS, la argelina Fatma Oussedik, al lamentar que Europa vuelva la espalda al sur Mediterráneo, sugiere la importancia para los mediterráneos de luchar juntos y desde sus culturas e identidades diferentes, por los mismos principios de esta civilización mediterránea, al fin y al cabo única.