Estrategia para Oriente Próximo y Asia meridional

Estados Unidos debe hacer realidad el “poder inteligente”, más allá de la retórica, e impulsar la cooperación global y regional si quiere desarrollar un plan ambicioso en la zona.

Brian Katulis

Barack Obama asumió el cargo de presidente con grandes esperanzas en cuanto a la posición de Estados Unidos en el mundo y las posibilidades de un cambio en su política exterior. A lo largo de su primer año, el presidente americano ha instado a iniciar una nueva era de compromiso mundial y de acción colectiva para abordar problemas de seguridad comunes, y su equipo de seguridad nacional se propone afrontar los problemas de seguridad mundial más acuciantes. Pero hasta el momento, la administración Obama no ha establecido una estrategia global para Oriente Próximo y Asia meridional. En los primeros meses sólo han aflorado los aspectos tácticos individuales que podrían constituir un nuevo plan, pero todavía no se ha presentado ninguna estrategia de fondo.

Para desarrollar una estrategia efectiva y global, la administración Obama tiene que establecer metas claras y constructivas a largo plazo. Para desarrollar estos objetivos, tiene naturalmente que implicar a los ciudadanos y a los líderes de la región, algo que esta administración ha hecho desde el primer día de legislatura. Pero sin un planteamiento final y un conjunto de objetivos claramente definidos para Oriente Próximo y Asia Meridional, la política exterior americana seguirá estancada en una actitud reactiva, limitándose a responder a las crisis que inevitablemente vayan surgiendo en la región. Dos son los objetivos estratégicos para la próxima década en Oriente Próximo y Asia meridional. Primero, EE UU debería trabajar para establecer una región estable y pacífica más integrada con el resto del mundo en todos los sentidos: social, política y económicamente. Segundo, la región debería tener un sistema de gobierno más funcional, justo y sostenible que proporcione seguridad y satisfaga las necesidades básicas de sus ciudadanos.

Alcanzar el objetivo final de llevar la estabilidad y la integración a todo Oriente Próximo no será fácil y no sucederá de la noche a la mañana. El desafío no consiste sólo en pasar página a los ocho años de la administración Bush, cuya estrategia regional socavó la posición de EE UU en el mundo y fracasó a la hora de lograr una seguridad duradera en Oriente Próximo y el sur de Asia. Para abordar de manera eficaz los retos de la región, la administración Obama debería dar un giro radical a la estrategia de defensa de sus intereses de seguridad de los últimos 30 años y contemplar la próxima década –de 2010 hasta 2020– como una oportunidad para trabajar con los socios de la zona y otras potencias mundiales para superar la gestión reactiva de las crisis y establecer unas metas claras a largo plazo.

1979-2009: estrategias cambiantes

Comprender el contexto histórico de la oportunidad que tiene EE UU en Oriente Próximo y Asia meridional en la próxima década es importante para planificar los objetivos de una estrategia integrada. Durante los últimos 30 años, los sucesivos gobiernos de EE UU han ido desarrollando diferentes planes para esta amplia región, con distintos enfoques y apoyándose en distintos aliados. Todas estas estrategias han tenido su origen en la reacción a los acontecimientos de 1979 en Oriente Próximo y el sur de Asia.

En su discurso sobre el Estado de la Nación en 1980, el presidente Jimmy Carter describió en líneas generales una serie de políticas que establecerían el marco para la relación de EE UU con Oriente Próximo y Asia meridional para los 30 años siguientes. En respuesta a la invasión soviética de Afganistán y a la revolución iraní, Carter declaró que EE UU utilizaría “todos los medios necesarios, incluida la fuerza militar”, para defender sus intereses nacionales en el golfo Pérsico. La Doctrina Carter, tal y como se conoce a esta declaración, ha guiado la política americana en la región desde entonces. La herramienta fundamental para defender los intereses americanos en Oriente Próximo y el sur de Asia fue el ejército: EE UU empezó a confirmar su presencia militar en la región del Golfo, rica en recursos energéticos.

La implicación americana en la región –a través de medios militares– tenía, en un principio, el objetivo de frenar la influencia soviética y hacer retroceder su presencia en Afganistán, mediante el apoyo a los combatientes muyahidin antisoviéticos, algunos de los cuales luego se convirtieron en líderes fundadores de la red terrorista Al Qaeda. La Doctrina Carter sirvió de base para la política posterior de EE UU en Oriente Próximo, incluidas algunas decisiones sobre acciones militares importantes, como la primera guerra del Golfo en 1991. Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 llevaron a los americanos a implicarse mucho más a fondo: las guerras en Afganistán e Irak y otras operaciones han provocado un importante incremento de la presencia militar americana en Oriente Próximo y Asia meridional. Actualmente, EE UU tiene casi 10 veces más tropas en la zona que antes del 11-S. Una lección importante que EE UU ha sacado de estos 30 años es que, por sí sola, la fuerza militar sólo logrará un leve grado de estabilidad en la región. Para conseguir una seguridad duradera en Oriente Próximo y el sur de Asia, EE UU tiene que centrarse en otros aspectos de su poder: diplomacia, desarrollo y herramientas económicas.

Una estrategia de Obama para Oriente Próximo y Asia meridional

Las políticas de Obama para Oriente Próximo y el sur de Asia en sus primeros nueve meses en el cargo se han caracterizado por un fuerte grado de continuidad. La regla básica de la política exterior de EE UU es que, en lo que a cambios se refiere, del dicho al hecho hay mucho trecho y que, por una serie de razones, introducir cambios fundamentales requiere su tiempo debido a los compromisos contraídos por los gobiernos anteriores. En tres frentes clave (conflicto árabe-israelí, región del golfo Pérsico y Asia del Sur), la administración Obama ha aplicado hasta la fecha un conjunto de tácticas sólidamente ancladas en los dos últimos años de Bush. En lo que respecta al conflicto árabe-israelí, la actual administración ha continuado desde donde lo dejó la administración de Bush y hasta el momento no ha logrado avanzar mucho. En Irak, está siguiendo la política establecida durante los últimos meses de su predecesor: adherirse al plan de una retirada escalonada de las tropas americanas, mientras que los iraquíes seguían en un punto muerto en lo que respecta al reparto de poder. Con Irán, la administración Obama está desarrollando un planteamiento político que, al igual que en el caso de Irak y el conflicto árabe-israelí, se basa en los últimos años de la administración Bush, incluida la diplomacia multilateral continuada, las sanciones y los intentos de frenar las acciones militares de Israel. Por último, en lo que se refiere a Afganistán y Pakistán, la administración Obama envió más tropas a Afganistán en la primavera de 2009 e inició un conjunto de nuevas políticas en Pakistán, con el objetivo de transcender la naturaleza transaccional de la relación con Islamabad, centrada principalmente en los lazos entre ambos ejércitos. Obama tomará su siguiente decisión estratégica sobre Afganistán antes de que termine 2009: lo que decida, afectará en gran medida al resto de su presidencia. Por tanto, la estrategia de la administración Obama para Oriente Próximo y Asia meridional está en proceso de elaboración y el centro de gravedad de los recursos y esfuerzos está trasladándose hacia el Este, a Pakistán, Afganistán e Irán. La naturaleza incompleta de la estrategia de Obama para la región es comprensible, teniendo en cuenta los retos a los que ha debido enfrentarse en sus primeros ocho meses en el cargo, incluida la peor crisis económica desde la Gran Depresión. Para desarrollar un enfoque más global e integrado, la administración Obama tiene que establecer unos objetivos claros en cuanto a lo que quiere lograr en estas tres zonas clave.

– El sur de Asia

El debate sobre la política americana en esta región se ha centrado en gran medida en la cuestión del compromiso militar de EE UU con Afganistán. Pero todavía más importantes desde el punto de vista estratégico son las tensiones crónicas entre Pakistán e India: dos rivales con armamento nuclear que han estado en guerra al menos tres veces y siguen teniendo una relación muy tensa. Las tensiones entre India y Pakistán afectan a la dinámica de seguridad regional en la medida en que socavan la seguridad no sólo en estos dos países, sino también en Afganistán y Asia central. Durante años, los responsables de la seguridad de Pakistán han colaborado con elementos talibanes en Afganistán y con militantes extremistas en el propio Pakistán, al considerar que multiplican su fuerza a la hora de enfrentarse a India y al conflicto en Cachemira. En la próxima década, EE UU y otras potencias líderes del mundo tendrán que resolver las viejas tensiones entre India y Pakistán para ayudar a construir un marco regional de seguridad duradera en el sur de Asia. Por consiguiente, EE UU y sus aliados deberían proponerse como objetivo estratégico para la próxima década crear un marco de seguridad global e inclusivo que desemboque en la normalización de las relaciones entre India y Pakistán.

– La región del Golfo

Esta región, incluidos Irán, Irak y los países del Consejo de Cooperación del Golfo, como Arabia Saudí y Kuwait, afronta una larga lista de retos. El programa nuclear iraní sigue siendo una de las prioridades en el orden del día de los políticos americanos y europeos. Los retos constantes que se plantean en Irak son tremendos, y tras la aparente mejora de la seguridad acechan numerosos desafíos a la seguridad, como las divisiones por el reparto de poder entre árabes y kurdos, y el estatuto del refugiado iraquí y los desplazados internos. Y el papel de países como Arabia Saudí sigue siendo un gran interrogante. EE UU tendrá que dedicar mucha más energía diplomática si quiere que la región del Golfo vea un progreso significativo en el establecimiento de un marco de seguridad regional duradera e independiente.

Dada la dinámica política y económica en EE UU, es muy improbable que mantenga una huella militar fuerte en esta región clave del mundo, gran productora de energía. Por consiguiente, Washington tiene que dirigir de forma eficaz la transición de una presencia militar fuerte a otra más diplomática y económica. A través de la diplomacia y medidas para crear confianza, debe idear cómo ayudar a que todos los países de la región (incluido Irán) adquieran una arquitectura de seguridad autosostenible. Dados los cálculos sobre la seguridad y las motivaciones del régimen iraní, se avecina una diplomacia difícil. Actualmente, el marco de seguridad del Golfo consiste en una mezcolanza de defensa bilateral y acuerdos de cooperación. Un nuevo acuerdo de seguridad colectivo en el Golfo debería impulsar a los países de la región a reducir las tensiones entre ellos y a dar los pasos necesarios para construir un marco de seguridad más funcional.

– El frente árabe-israelí

Desde los Acuerdos de Camp David en 1979 entre Israel y Egipto, EE UU ha intentado resolver el conflicto palestino-israelí, centro del problema, así como los enfrentamientos entre Israel y el resto de sus vecinos. Sigue habiendo diferentes procesos –el proceso Israel-Siria frente al proceso Israel-Palestina–, pero éstos se tienen que integrar en una estrategia con un planteamiento global. Las grandes potencias tienen que tratar de restablecer los mecanismos introducidos tras las negociaciones de Madrid en 1991. Al igual que en la región del Asia del Sur y el Golfo, EE UU tiene que centrarse en el premio gordo y plantearse como objetivo final nada menos que el establecimiento de la paz global entre Israel y los palestinos y entre Israel y sus vecinos árabes.

Una vez que formule claramente este objetivo, EE UU podrá empezar a debatir los incentivos e iniciativas políticas necesarias para lograrlo. Los estrategas americanos pueden esbozar, por ejemplo, propuestas tangibles, como contribuir a subvencionar los costes transaccionales y las inversiones necesarias para que el acuerdo funcione. Se debería volver a convocar a grupos de trabajo multilaterales para abordar los retos de seguridad, economía y medio ambiente, comunes a todas las partes afectadas. EE UU y sus socios del Cuarteto (UE, ONU y Rusia) deberían realizar valoraciones globales que definan las ventajas no sólo de la solución de dos Estados, sino también de la paz entre árabes e israelíes.

Conclusión

El plan para Oriente Próximo y Asia meridional que la administración Obama deberá elaborar y EE UU impulsar de aquí a 2020 es ambicioso. Abarca la paz entre India y Pakistán, un marco de seguridad regional que incluya a Irán en el Golfo y una paz global entre árabes e israelíes. Semejante plan puede parecer extremadamente idealista hoy en día, pero a menos que EE UU defina sus objetivos finales más amplios y presente una idea de adónde quiere que se dirija la región, nunca transcenderá el modo reactivo que ha caracterizado la política americana desde la Doctrina Carter.

Es necesaria una visión ambiciosa, pero con dos condiciones. Primero: EE UU debe utilizar todos los aspectos de su poder y dejar de apoyarse únicamente en el aspecto militar. Los estrategas americanos tienen que dejar de hablar del poder inteligente y empezar a aplicarlo. La financiación del departamento de Estado es ridícula en comparación con el departamento de Defensa, algo que debe cambiar si se pretende que el poder inteligente signifique algo. Segundo: EE UU debe colaborar tanto con los viejos aliados en todo el mundo como con los socios de la región. Sin estos dos componentes – el poder inteligente hecho realidad y no sólo retórico y las colaboraciones globales y regionales–, Washington no podrá poner en práctica un plan ambicioso para Oriente Próximo y Asia meriodional de aquí a 2020. Este plan será una prueba de fuego no sólo para conceptos operacionales como el poder inteligente, sino también para una nueva forma de plantearse los retos a la seguridad mundial que vaya más allá de la fuerza y el poder militar.