En busca de una segunda revolución

El derrocamiento de las autocracias políticas no es un fin en sí y exige un nuevo impulso capaz de enfrentarse a las autocracias culturales y religiosas.

Driss Ksikes

Hoy en Túnez, mañana en Egipto, pasado mañana en Marruecos (si el conformismo social y político no se opone a ello), y al día siguiente en Libia , siempre que la sharia no decida otra cosa, muchos esperan que las revoluciones y las semi-revoluciones iniciadas aquí y allí sirvan de caldo de cultivo para que la democracia vea la luz en esos lugares. Nadie duda que en la calma posrevolucionaria, los pueblos se sienten capaces de todo. Aspiran a hallar representantes que les liberen de un yugo autocrático, esclavizador y humillante, que ha pesado sobre ellos durante largo tiempo.

Asimismo, resulta innegable que la mayoría de los que participaron en estas revueltas, incluso los más liberales y laicos, saben pertinentemente que un paso por las urnas en este preciso momento reforzaría en primer lugar, y sobre todo, a la corriente islamista, en un grado que varía de un país a otro. Además de las diferentes dinámicas que esto provocaría, en general se reconoce –a veces a regañadientes– que ceder una parte del timón a unas corrientes más o menos fundamentalistas es un paso obligado para abonar el terreno a la democracia política. Reconozco que este giro permite sobre todo acabar de una vez por todas con el espantapájaros islamista que legitimó durante mucho tiempo el despotismo y el monopolio del poder por parte de unos tiranos falsamente condescendientes.

Pero frente a esta mezcla de cinismo y optimismo, algunos defensores de la democracia en cada uno de los países concernidos señalan con el dedo una paradoja preocupante. ¿Cómo aceptar que esta dura batalla por la libertad, la dignidad y la pluralidad, conceptos que generaron y desencadenaron el “2011 árabe” para instaurar una cultura democrática, beneficie a unas corrientes políticas que los suscriben a medias, cuando no se oponen a ellos duramente? El hecho de decir esto no justifica ninguna fobia revolucionaria. Debería, por el contrario, ayudar a preservar mejor los derechos adquiridos con la revolución frente a los riesgos que les acechan.

Alexis de Tocqueville, refiriéndose a un contexto histórico totalmente distinto, nos enseña en su libro El Antiguo Régimen y la Revolución, que así como los momentos revolucionarios están cargados de emociones y de sorpresas, los periodos posrevolucionarios están lastrados por numerosas razones y limitaciones que reintroducen las ideas conservadoras y las reelaboran dentro de un molde innovador. Resulta fácil deducir de ello, a tenor de las experiencias históricas más recientes (por ejemplo, Europa central), que las revoluciones podrían hacer que triunfasen, en consecuencia, corrientes retrógradas basadas en la identidad e incluso fundamentalistas, ya que son propensas a tranquilizar a las almas mayoritariamente desconcertadas por el deseo ardiente de provocar el cambio de las minorías activas.

Es como si “lo antiguo” adoptara, en opinión de las masas y de las élites, a posteriori, el aspecto de un patrimonio protector contra las corrientes de aire producidas por una repentina voluntad de cambio abierta a lo desconocido. La lección magistral de Tocqueville nos enseña que la revolución, incluso cuando tiene éxito a priori, no nos garantiza una ruptura de golpe con el orden antiguo y autocrático, porque es posible que este último se revista de elementos engañosos, como “la herencia cultural común” o “la necesaria cohesión nacional”.

Cierto es que los momentos revolucionarios pueden generar nuevas constituciones, relativamente más equitativas, o unas elecciones capaces de hacer surgir unas élites más representativas. Pero nada prueba, en el caso de los países concernidos hoy en día, que puedan garantizar un ejercicio menos controlado de la libertad, una pluralidad sin núcleo autoritario que la fagocite, y ni siquiera unos canales visibles de debate y de concertación que no excluyan a los marginados y a los proscritos del sistema.

Ahora bien, no lo olvidemos, son estos precisamente los ingredientes que encienden la llama revolucionaria que hizo posible el “2011 árabe”. Por tanto, queda claro que el derrocamiento de las autocracias políticas no es un fin en sí y exige un nuevo impulso, más largo y más paciente y firme, capaz de enfrentarse a las autocracias culturales y religiosas. Estas son capaces de regenerarse y, sobre todo, son propensas a volver a legitimar de otra forma las autocracias políticas. Es normal ya que son su germen inicial, igual de vivo después de la condena de la libertad de interpretación de los cánones sagrados (Al Iytihad) en el mundo “araboislámico”. Comprenderán entonces que el “2011 árabe”, que ha devuelto la esperanza a nuestras sociedades y ampliado la esfera pública en su seno, puede agotarse muy rápido si no surge una segunda generación de revoluciones, más ritualizadas y más enraizadas en las prácticas sociales.

Estas revoluciones tendrían por objeto desarticular los discursos y las prácticas de las personalidades dirigentes o expertas, de las élites autosuficientes, falsamente modernistas, y de los imames productores de fetuas, todos ellos apegados por razones de seguridad, mercantiles o ideológicas, a un pensamiento único o a un concepto monolítico de la verdad. ¿Por qué? Porque cada una de estas fuerzas inhibidoras puede realizar una OPA sobre las nuevas formas de gobierno, de información y de orientación, para imponer su tutela, moral o intelectual, infantilizar a las sociedades y limitar el nuevo perímetro de la libertad y de la justicia delimitada por arriba.

Quiero decir con eso libertad de opinión, de expresión y de conciencia, al igual que con la palabra justicia aludo a la igualdad social, judicial, étnica y cultural, ya que sería peligroso que la democracia representativa, que ya está en crisis donde nació (en Occidente), cree en nuestros países unas mayorías que secuestren los derechos y las libertades de las minorías, de pertenencia o de convicción, que no se sometan a la ideología dominante. Entiendo a esos liberales o a esos laicos que ayer estaban de parte de los “rojos” (socialistas y afines) y que piden el voto verde (islamista), argumentando que estos últimos serían los menos corruptos y los más capaces de romper el clientelismo reinante.

Pero entiendo aún mejor la pasividad de estos mismos supuestos liberales que no muestran la suficiente determinación para salir a la palestra y defender, frente a los conformistas de toda condición, la modernidad social y cultural. Es normal ya que son varios, miembros de la élite económica e intelectual, los que aceptaron durante años una modernidad incompleta y apática, a cambio de un bienestar social protegido por unos despotismos condescendientes. Ahora ya no les queda elección. Si favorecen la modernidad política, tienen la obligación de luchar por las ideas, las propuestas, la creatividad, la inversión y la participación ciudadana, para que arraigue en la realidad una modernidad plena y completa en un espacio público secularizado, que no excluye a nadie y que tampoco limita la libertad de nadie.

¿Tendrán la valentía y la voluntad de hacerlo? Lo dudo mucho. Y temo que, vista la cobardía reinante, la democracia, prometida en nuestros países, se transforme –si todavía no es el caso– en un eslogan llamativo, para vender, sin arraigo cultural y que solo se blande con ocasión de cada paso por las urnas. La montaña de los indignados habrá alumbrado entonces un ratón. ¡Nada más!