
El laberinto sirio
A pesar de las supuestas divisiones, el régimen lucha por mantener al clan Assad en el poder. Por ahora cuenta con el apoyo del ejército, pero éste podría cambiar de postura.
Ignacio Álvarez-Ossorio
La partida no ha hecho más que empezar. Consciente de que Siria desempeña un papel central en el tablero de Oriente Próximo, Bachar al Assad ha jugado todas sus cartas a la preservación del Estado autoritario. Pese a que las demandas de reforma no dejan de crecer, el régimen sirio ha apostado por una estrategia del “gota a gota” que parte de la base de que la liberalización política debe desarrollarse sin presiones populares. Las reformas adoptadas hasta el momento van en dos direcciones. Por una parte, se ha anunciado la derogación oficial de las leyes de emergencia (aunque la decisión no ha tenido efectos prácticos) y, por otra, se ha aprobado la naturalización de 250.000 kurdos con el propósito de impedir que esta minoría étnica (que representa el 10% de la población) se sume a la ola de descontento.
Estas medidas llegan con 11 años de retraso y son insuficientes por sí solas para frenar las manifestaciones que se extienden por todo el país. Además no corresponden con las expectativas creadas por la principal consejera presidencial, Buzaina Shaaban, quien en los primeros compases de la revuelta anunció la instauración de un sistema pluripartidista y las libertades de reunión, asociación y expresión (hoy en día gravemente coartadas). Espoleado por el triunfo de las revoluciones tunecina y egipcia, el pueblo sirio ha salido a la calle para demandar mayores libertades.
Las manifestaciones, inicialmente localizadas en la agrícola ciudad sureña de Deraa, se han extendido a buena parte del territorio después de que el 15 de marzo se convocase el primer “Día de la ira”. La represión sistemática de las manifestaciones pacíficas se ha saldado, en los dos primeros meses de revuelta, con la muerte de unas 800 personas. La política del “puño de hierro” puesta en práctica por las autoridades no ha tenido los efectos deseados. No solo no ha conseguido desmovilizar a la población, sino que además ha servido como acicate para que cada vez más sirios pierdan el miedo al régimen y salgan a manifestarse a las calles.
Al optar por la represión, Al Assad demuestra su incapacidad de interpretar adecuadamente la primavera democrática que vive el mundo árabe, que ya ha provocado la caída de Zine el Abidine Ben Ali en Túnez y de Hosni Mubarak en Egipto. En lugar de apresurarse a adoptar una agenda reformista, Al Assad ha echado balones fuera denunciando una supuesta conspiración internacional contra Siria en la que estarían implicados sus enemigos tradicionales –Israel y el movimiento salafista–, unidos en un extraño matrimonio de conveniencia en su determinación de precipitar la caída de los Assad. Aunque estas teorías conspirativas puedan cohesionar parcialmente a los sectores partidarios del mantenimiento del statu quo, difícilmente pueden combatir el hastío que comparte buena parte de la sociedad siria (independientemente de su confesión, extracción e ideología).
La calle siria exige con un sola voz el desmantelamiento del Estado autoritario, el respeto al imperio de la ley, la separación de poderes, la persecución de la corrupción, la derogación de las leyes de emergencia, la liberación de los presos políticos y el fin del monopartidismo. En definitiva: la instauración de una verdadera democracia y el fin del autoritarismo.
El Movimiento del 15 de Marzo
Cuando la convocatoria del primer “Día de la ira” el 15 de marzo se saldó con un estrepitoso fracaso, el régimen sirio respiró aliviado. Tan solo unos pocos cientos de personas habían vencido el miedo atávico de la población a criticar a sus autoridades, lo que parecía indicar que la ola democrática árabe no alcanzaría el país. Sin embargo, unos días más tarde, un acontecimiento, que poco tenía que ver con las movilizaciones prodemocráticas registradas en otros puntos de la geografía árabe, iba a ser determinante para encender la llama de la revuelta siria.
Varios niños que habían realizado pintadas antigubernamentales en la ciudad de Deraa, fronteriza con Jordania, fueron detenidos y salvajemente torturados durante varios días por los servicios secretos: los temidos mujabarat. La reacción fue inmediata: los grandes jeques tribales encabezaron varias movilizaciones ciudadanas para reclamar la destitución del gobernador de la ciudad. Al malestar por el humillante trato recibido por los jóvenes se unía el descontento por lo que consideraban abandono de las autoridades centrales tras varios años de malas cosechas provocadas por la aguda sequía que azota el país desde hace un lustro. La agricultura sigue siendo la principal fuente de riqueza de esta ciudad, capital de la región del Hauran que siempre ha tenido unos estrechos vínculos con Amán y una relación ambivalente con Damasco.
La muerte de decenas de manifestantes por la salvaje represión de las protestas agudizó el malestar y, lo que es más importante, despertó la necesidad de “vengar la sangre” derramada, costumbre ancestral entre las tribus beduinas árabes. Sea como fuere, la intifada de Deraa prendió otros focos de descontento en el territorio sirio. También Homs (urbe predominantemente suní) se sumó a la revuelta, al igual que Latakia (tradicional bastión de los alauíes), lo que evidenció que no se trataba de una revuelta sectaria, tal y como defendía el régimen. Paulatinamente, se fueron sumando otras poblaciones como Banias, Yable o Al Hasake, donde también las manifestaciones fueron reprimidas con extrema dureza.
Policías y militares de paisano, secundados por los mujabarat y elementos de la shabbiha (bandas de matones afines al régimen) sembraron el terror y provocaron cientos de muertos y miles de heridos. Incluso algunas ciudades en la periferia de Damasco, como Harasta y Duma, se sumaron a esta ola de descontento, lo que encendió todas las alarmas. Esta amplia movilización difícilmente podría entenderse sin aludir a una serie de factores estructurales. Según el Programa de Desarrollo de Naciones Unidas (PNUD), una tercera parte de los 22 millones de sirios vive bajo el umbral de la pobreza. El 65% de la población tiene menos de 35 años y el 40% menos de 15. Cada año tratan de incorporarse al mercado laboral 200.000 personas y el sector público tan solo es capaz de absorber a una tercera parte de ellos.
Los jóvenes, además, deben hacer el servicio militar obligatorio debido al estado de guerra todavía vigente (aunque su duración se ha limitado notablemente, pasando de dos años y medio a un año y medio desde la llegada de Bachar al Assad al poder). El hartazgo ante los abusos e impunidad de la élite gobernante se ha acrecentado de manera inversamente proporcional a la pérdida de poder adquisitivo de las clases medias, provocado por la elevada inflación y el aumento generalizado del coste de la vida. A pesar de su relativo éxito a la hora de movilizar a la población, pronto quedó claro que la revuelta carecía de una dirección efectiva.
La plataforma Revolución Siria Contra Bachar al Assad, radicada en Europa, convocó (y sigue convocando) manifestaciones de protesta cada viernes a través de las redes sociales (tanto Facebook como Twitter) y, después, distribuye las imágenes de las marchas para denunciar la represión por parte de las fuerzas de seguridad. También difunde los llamamientos de intelectuales sirios en el extranjero y de personalidades de la sociedad civil en el interior contra el régimen. Esta labor permite conocer lo que ocurre sobre el terreno y sortear la asfixiante censura imperante.
El papel de la sociedad civil
Otro actor que ha cobrado especial protagonismo es la sociedad civil. Ésta está integrada por una serie de activistas con una sólida trayectoria a sus espaldas que, desde la llegada de Bachar al Assad a la presidencia, vienen exigiendo la apertura del régimen. El Manifiesto de los 99 (2000) recoge el grueso de sus reivindicaciones: la derogación del Estado de emergencia y la ley marcial vigentes desde 1963, una amnistía general para todos los presos políticos, el retorno de los exiliados, el imperio de la ley, el pluralismo político y la libertad de asociación, prensa, reunión y expresión.
La Declaración de Damasco (2005) reclamaba a su vez el establecimiento de un gobierno plenamente democrático, la supresión de la ley marcial y la plena igualdad de todos los ciudadanos independientemente de su etnia (en una clara alusión a la minoría kurda). Más importante aún: unificó a las principales fuerzas opositoras (incluidos los Hermanos Musulmanes), en torno a un programa basado en la no violencia, la democracia y el cambio político. El protagonismo asumido durante la “primavera siria” de 2000 por algunos de estos grupos, entre ellos el Foro Cultural para los Derechos Humanos, el Centro Damasco para los Estudios sobre los Derechos Humanos, el Foro Yamal al Atassi para el Diálogo Democrático o el Comité para el Resurgimiento de la Sociedad Civil, provocó su persecución y la detención de sus principales responsables, entre ellos Walid al Bunni, Kamal al Labwani, Mamun al Homsi y Riad Sayf (estos dos últimos diputados independientes en el Parlamento sirio).
Según denuncia un informe de Human Rights Watch titulado Una década perdida. Derechos humanos en Siria en los primeros diez años de presidencia de Bachar, 92 opositores, periodistas y defensores de los derechos humanos fueron encarcelados en la última década. Uno de los casos emblemáticos es el encarcelamiento de Haizam al Maleh, un abogado de 78 años conocido como el Nelson Mandela sirio, tras participar en un programa de debate en la cadena Al Yazira. A pesar de la valiosa labor desarrollada por este colectivo, la sociedad civil tiene una limitada capacidad para influir sobre la población precisamente por la ausencia de canales de comunicación para difundir sus actividades y sus campañas. No debe olvidarse que en Siria no hay ni libertad de prensa ni de expresión.
El régimen controla los medios de comunicación, tanto oficiales como privados, de tal manera que puede propagar a los cuatro vientos su versión de los acontecimientos. Según la tesis machaconamente repetida por la prensa, la radio y la televisión públicas, los disturbios han sido provocados por grupúsculos armados salafistas próximos a Al Qaeda que intentan desestabilizar el país y provocar una guerra sectaria.
El búnker clánico de los Assad
La sobrerreacción del régimen sirio a las movilizaciones populares pone de manifiesto que sus máximos dirigentes interpretan que lo que está en juego es su propia supervivencia. Si bien es cierto que los manifestantes empezaron demandando mayores libertades, también lo es que la brutal represión de la que fueron objeto les llevó a elevar el listón de sus peticiones. El lema coreado en las marchas no deja lugar a dudas: “Al shaab yurid isqat an Nithane” (“El pueblo quiere la caída del régimen”). Casi cinco décadas después del golpe militar de 1963, el Baaz sigue siendo el partido único.
El régimen sirio no solo es represivo (antes de la revuelta había entre 2.500 y 3.000 presos políticos), sino que además ha intensificado su deriva autoritaria a medida que crecían las voces que demandaban mayores libertades. Durante sus 30 años de presidencia, Hafez al Assad, padre del actual mandatario, asentó los cimientos de un régimen autoritario basado en el control del Estado de todos los aspectos de la vida pública y privada de la población y la férrea supervisión de la seguridad nacional por parte de los variados servicios de inteligencia. A pesar de sus promesas de reformas, Bachar al Assad mantuvo estas dinámicas al entender que le permitirían sofocar a la oposición.
La familia Assad ocupa la cúspide del poder sirio desde 1970. La asadización del régimen permitió el ascenso de una élite clánico-familiar unida por una fuerte solidaridad tribal o asabiya. Este reducido grupo asumió primero destacados puestos en la cadena de mando militar, con el fin de acceder a los puestos claves de los servicios de inteligencia y las fuerzas armadas, y después los utilizó como trampolín empresarial. Dentro del ámbito familiar de los Assad hay que diferenciar dos grandes ramas. Por un lado, la familia nuclear formada por los hijos de Hafez al Assad: Bachar (actual presidente) y su hermano Maher (responsable de la Guardia Presidencial). Por otro, nos encontramos con la familia extensa compuesta por los primos maternos y, en menor medida, paternos: los Majluf (hijos de los hermanos de la madre de Bachar) y los Shalish (hijos de la tía paterna de Bachar).
Los Assad, los Majluf y los Shalish conforman la popularmente denominada “mafia gobernante”. El régimen sirio, de carácter autoritario y personalista, se mantiene en gran medida por la solidez de la alianza entre el partido Baaz, que gobierna el país desde 1963, y las fuerzas armadas, que detentan el poder desde 1966. Ambos están sustentados por un desmesurado aparato burocrático y una sólida oligarquía político- económica radicada en Damasco. Aunque habitualmente se suele destacar la sobrerrepresentación del elemento alauí en las esferas de poder (pese a que es tan solo el 13% de la población), lo cierto es que buena parte de los puestos de mando están copados por árabes musulmanes suníes (cerca del 65% de la población), destacando entre ellos la figura del vicepresidente Faruk el Shara.
También las minorías confesionales (como los cristianos, drusos e ismailíes) fueron leales al proyecto secular baazista, no solo porque representaba un muro de contención frente a quienes demandaban la instauración de un Estado islámico sino también porque les permitía asumir cierto protagonismo sociopolítico. En el subconsciente colectivo todavía pesa el recuerdo de la guerra a vida y muerte que el régimen libró, entre 1979 y 1982, contra los insurrectos islamistas, que tachaban al régimen de apóstata y pretendían instaurar un Estado teocrático regido por la Sharia. Tras la muerte de Hafez al Assad, las fuerzas armadas, los servicios de inteligencia, el Baaz y la oligarquía damascena cerraron filas en torno a su hijo. Bachar era el candidato idóneo no solo porque garantizaba la continuidad del régimen, sino también porque, dada su inexperiencia, podría ser fácilmente manipulado por quienes habían dirigido el país hasta entonces.
Consciente de su propia vulnerabilidad, Bachar intentó limitar la influencia de los pesos pesados del régimen, entre ellos el vicepresidente Abdel Halim Jadam o el ministro del Interior Gazi Kanaan. Mientras Jadam pudo exiliarse, Kanaan se quitó la vida, según la versión oficial. El nuevo presidente percibió que su supervivencia política dependía de que lograra hacerse con su propia clientela y, por esa razón, aprobó una serie de medidas encaminadas a liberalizar la economía (apertura de nuevos bancos, entrada de capital extranjero y concesión de licencias de telefonía móvil, entre otras) y reformar la administración (con la destitución de dos terceras partes de los gobernadores y la entrada de tecnócratas formados en el extranjero) en un movimiento destinado a desplazar del poder a la “vieja guardia” y reemplazarla por una clientela afín.
Hoy, el régimen sirio está seriamente dividido. Los sectores inmovilistas y los reformistas difieren en torno a la mejor fórmula de sofocar las manifestaciones: mientras los primeros consideran que no deben realizarse concesiones porque provocarían, tarde o temprano, el colapso del régimen, los segundos son favorables a adoptar diversas medidas, en su mayoría cosméticas, para desactivar las protestas. Estas disensiones explicarían los mensajes contradictorios y los golpes de timón experimentados en las últimas semanas que han llevado, incluso, a especular en torno a un golpe palaciego para desalojar de la presidencia a Bachar y reemplazarlo por su hermano Maher. En lo que los sectores inmovilistas y reformistas coinciden es en la necesidad de preservar el régimen clánico- familiar de los Assad.
Los dos sectores son conscientes de la necesidad de ganar tiempo para que la protesta no se extienda al conjunto del país y, sobre todo, no llegue a Damasco. Debe recordarse que, en la década de los ochenta, el régimen ya consiguió superar una situación mucho más delicada durante la insurrección islamista. En aquel entonces, la calma relativa de la capital, que en ningún momento se sumó a la insurrección encabezada por los Hermanos Musulmanes, fue esencial para preservar al régimen. Para los Assad se trata de una lucha a vida y muerte, puesto que la caída de Bachar iría acompañada de la caída del régimen. Por eso, la mejor fórmula para superar esta peligrosa situación es la bicefalia. Maher al Assad, al frente de la Guardia Republicana, ha visto reforzada su posición y ha asumido el protagonismo en la represión de las manifestaciones. No en vano su Cuarta Brigada se ha desplegado en torno a Deraa, foco principal de la revuelta.
Bachar, por su parte, ha puesto en marcha diversas reformas como la derogación de la ley de emergencia (que todavía no ha tenido efectos prácticos), el aumento del sueldo de los funcionarios (entre un 20% y un 30%) o la designación de un nuevo primer ministro (Adel Safar, hasta entonces titular de la cartera de Agricultura). Este reparto de papeles ha funcionado relativamente bien hasta el momento, pero no debería descartarse que en los próximos meses asistiéramos a un remake de la historia de amor-odio vivida entre Hafez al Assad y su hermano Rifaa en la década de los ochenta (con un intento de golpe de Estado y con el definitivo destierro del por entonces vicepresidente del país).
A pesar de la creciente contestación, el régimen sigue teniendo de su lado a las fuerzas armadas y los servicios de inteligencia que son, a su vez, los guardianes de la revolución baazista. No debe olvidarse que el Baaz conquistó el poder en Siria gracias a un golpe militar y que, desde entonces, los militares han gobernado el país con mano de hierro. En estas cinco décadas, las fuerzas armadas han acumulado un poder prácticamente ilimitado al que no renunciarán fácilmente. Aunque en Siria es difícil que se registre una evolución similar a la tunecina, en la que los militares se negaron a reprimir las manifestaciones, lo que precipitó la caída de Ben Ali, no debería descartarse por completo que la tropa se niegue a obedecer las órdenes de sus mandos. El empleo cada vez más recurrente de la mujabarat y la shabbiha, dos elementos de probada lealtad hacia el régimen, podría indicar que la alianza clánico- familiar desconfía de su propio ejército.