Egipto después del año electoral 2005: la política bipolar entre el régimen y los islamistas

La llegada de los Hermanos Musulmanes al Parlamento obliga a Mubarak a cambiar de estrategia para asegurar su sucesión.

Amr Hamzawy, colabora en el Proyecto para la Democracia y el Sistema de Derecho de la Fundación Carnegie para la Paz Internacional, Washington, DC

En 2005, tras más de década y media de estancamiento, la política egipcia vivió dos acontecimientos trascendentales. Ambos consistieron en unas elecciones. El primero, que culminó con los comicios del 7 de septiembre, fue una inaudita campaña de varios candidatos por la presidencia, convocada tras el referendo constitucional del 26 de mayo, que estableció la elección popular directa del presidente y creó una comisión electoral nacional. El segundo evento, espaciado a lo largo de tres diferentes días, entre el 7 de noviembre y el 1 de diciembre, fueron unas elecciones ordinarias convocadas para cubrir los 444 escaños elegidos por votación popular de los 454 que componen la Asamblea del Pueblo, como se denomina a la Cámara Baja del Parlamento bicameral egipcio.

El cambio más notable que se produjo con estas elecciones fue el sorprendente ascenso de los todavía oficialmente prohibidos Hermanos Musulmanes, que rechazaron las ofertas de coalición de otros grupos de la oposición, presentaron 144 candidatos supuestamente independientes, pero de hecho pertenecientes a los Hermanos Musulmanes y obtuvieron 88 escaños.

De esta forma multiplicaron prácticamente por seis los 15 que controlaban cuando se convocaron las elecciones, con creces el mayor aumento experimentado por cualquier partido de la oposición egipcio en el pasado medio siglo. Cada elección tuvo su dinámica particular. Hosni Mubarak, de 77 años y presidente desde que en 1981 asesinaran a su predecesor, Anuar El Sadat, conservó el cargo al obtener el 88,6% de los votos en unas elecciones no competitivas (a pesar de que se presentaron 10 candidatos) y cuya organización claramente incumplió las normas democráticas. Incluso teniendo en cuenta las consecuencias de las irregularidades en la jornada electoral, la oposición cosechó malos resultados. Ayman Nour, del recientemente creado Partido del Mañana, fue el más votado, con solo un 7,6% de los votos, mientras que Noman Gomaa, candidato de un partido más antiguo, el Nuevo Partido Wafd, sólo obtuvo el 3%. Los otros siete candidatos, por su parte, se llevaron entre todos menos del 1%.

Promesas incumplidas

Las elecciones presidenciales demostraron los límites de las reformas políticas propugnadas por el régimen, así como la marginalidad de la oposición no islámica en Egipto. Durante la campaña, Mubarak prometió introducir reformas sustanciales que al menos afectaban a la mayoría de las principales exigencias populares respecto al proceso político.

Se comprometió a sustituir el estado de emergencia por una ley antiterrorista más específica; enmendar la Constitución para limitar los poderes atribuidos a la presidencia; conceder más autonomía al poder judicial; dar más capacidad de control al legislativo; e iniciar una nueva ronda de diálogo nacional sobre la reforma. En el momento de escribir este artículo, a comienzos de marzo de 2006, ninguna de las medidas se ha puesto en marcha. Mientras tanto, la oposición laica observaba que ninguno de sus candidatos causaba demasiada impresión, y cómo fracasaba el boicot de los votantes sugerido por el Movimiento Egipcio por el Cambio (Kifaya) y otros: el 7 de septiembre, el índice de participación fue casi del 23%, relativamente elevado según los parámetros egipcios.

Aunque la campaña no representó un avance histórico, como afirmaba el gobierno, ni un gran cambio en la relación sociedad-Estado, como afirmaban los medios de comunicación partidarios de Mubarak, sí ayudó a inyectar nueva vitalidad a la escena política y redujo un tanto la apatía que sienten la mayoría de los egipcios ante la política. También desacralizó (normalizó) la percepción que la ciudadanía tiene de la presidencia, al abrir ésta a la lucha pluralista y obligar al presidente en el cargo a acercarse a los ciudadanos durante su campaña electoral. La votación parlamentaria que empezó dos meses después se produjo con el telón de fondo de la sensación de urgencia experimentada por los diversos grupos de la oposición egipcios, desde los izquierdistas laicos hasta los islamistas como los Hermanos Musulmanes. Su decisión de participar condujo a una vibrante campaña electoral que, sin embargo, contempló una tendenciosidad de los medios estatales a favor de los candidatos del Partido Democrático Nacional (PDN) mayor que en las elecciones presidenciales.

Aunque nadie creía que el PDN, dirigido por Mubarak, fuera a perder de hecho su gran mayoría parlamentaria, la magnitud de su victoria y el tamaño de la representación que obtendría la oposición no estaban asegurados. Al final, el PDN obtuvo 311 escaños (frente a los 388 que poseía en la anterior legislatura) después de aumentar su total convenciendo a los candidatos elegidos que se habían presentado como independientes de que se unieran o volvieran a unirse a sus filas. En comparación con las elecciones presidenciales, el PDN se vio obligado a recurrir en mayor medida a su mezcla de violencia y manipulación para asegurarse la supremacía.

En concreto, la subida de los Hermanos Musulmanes en la primera vuelta de las elecciones (7 de noviembre) provocó una represión directa del régimen contra sus candidatos y votantes. Al final, tuvo que aceptar que los Hermanos Musulmanes habían obtenido una representación amplia y convincentemente popular en el Parlamento: en el 70% de los casos en los que un candidato de los Hermanos Musulmanes se había enfrentado a uno del PDN por el mismo escaño, había ganado el de los Hermanos Musulmanes.

Una mirada al pasado

Para entender lo que ha ocurrido en Egipto en el último año, es necesario repasar más a fondo el pasado reciente del país. En los últimos 10 años, incluso en los últimos 25, Egipto ha ido avanzando a trancas y barrancas por la senda de la democracia política y la economía de mercado, o eso decía al menos la versión oficial. En realidad, ni los militares ni los policías, ni los tecnócratas egipcios permitieron más que un pluralismo político limitado.

Marginaron con violencia todas las alternativas de oposición –independientemente de su tendencia política– que dieran la impresión de tener serias posibilidades de ganarse la simpatía de los ciudadanos. Las reformas que llegaron a efectuarse fueron pequeñas y marginales. El sistema constitucional, el judicial y las relaciones de poder se mantuvieron esencialmente sin cambios y decididamente semiautoritarios. El régimen recurrió a diferentes mecanismos para asegurarse su dominio sobre la sociedad.

La Constitución de 1971 concede una enorme autoridad al presidente y da preferencia al poder ejecutivo sobre el legislativo y el judicial. Aunque el artículo 85 autoriza a la Asamblea del Pueblo a impugnar al presidente por votación de dos tercios, el continuo control del legislativo por parte del PDN, ha convertido esta disposición en algo discutible. Desde 1980, Egipto ha tenido un Parlamento bicameral elegido mediante elecciones populares, pero el PDN mantuvo casi el 90% de los escaños durante toda la década de los noventa, manipuló habitualmente las elecciones en su favor y no tuvo dificultades para mantener a Mubarak como jefe del Estado y del partido. El resultado de este sistema ha sido un autoritarismo que favorece la mezcla entre el Estado y las estructuras del partido.

Los partidos políticos de la oposición que no fueron absorbidos o que no están plenamente controlados por las autoridades han visto sus actividades muy limitadas. La Ley de Emergencia (el estado de emergencia se declaró tras el asesinato de Sadat en 1981 y la ley se ha ampliado varias veces desde entonces por la Asamblea del Pueblo) prohibió a los partidos celebrar mítines públicos sin permiso estatal y los sometió a la supervisión directa de las fuerzas de seguridad del Estado. Los intentos de criticar en público al régimen o de expresar opiniones políticas alternativas se topaban con el rechazo oficial, que los tachaba de cháchara de intelectuales aislados o de obra peligrosa de “elementos” islamistas inclinados a hacerse con el poder.

La Ley de Partidos Políticos de 1977 prohibía a los movimientos islamistas, que probablemente tenían la mayor base electoral entre el público egipcio, organizar brazos políticos, lo que suponía la ilegalización de los partidos basados en identidades religiosas o étnicas. Así, los Hermanos Musulmanes están prohibidos como organización de partido, aunque sus miembros han podido presentarse al Parlamento mediante alianzas concretas con partidos legales o como independientes. Aunque todavía está por ver cómo evolucionará la situación en Egipto, el ascenso de los Hermanos Musulmanes al Parlamento en 2005 es, por el momento, el suceso más importante.

Frenar el avance de los Hermanos Musulmanes

El régimen de Mubarak se enfrenta a tres opciones a la hora de lidiar con el avance de los Hermanos Musulmanes. La primera, intentar suprimir el movimiento. Si escogiera esta senda, no tendría necesariamente que recurrir a la violencia. Puede asfixiar a los Hermanos Musulmanes limitando su papel político, una de cuyas primeras señales ha sido la reciente posposición durante dos años de las elecciones municipales.

El segundo supuesto posible es que el régimen acepte la nueva importancia de los Hermanos Musulmanes y se amolde a ella. Este sistema podría aportarle la doble ventaja de, por un lado, absorber a los Hermanos Musulmanes y, por otro, obligarles a asumir cierta responsabilidad por el modo en que está gobernando Egipto. Sin embargo, este camino de inclusión directa es menos probable porque Mubarak desconfía de los Hermanos Musulmanes y teme que el movimiento pueda afectar negativamente a sus planes de sucesión política. La tercera posibilidad es la acomodación cautelosa.

Ésta empezaría por aceptar la actual composición de la Asamblea del Pueblo y buscar un terreno intermedio con los Hermanos Musulmanes, quizá aceptando algunas reformas a cambio de su cooperación. Este supuesto ofrece las posibilidades más prometedoras de superar la actual polarización del sistema político egipcio mediante la introducción de una verdadera reforma política. Mientras tanto, las fuerzas de la oposición no islamistas siguen teniendo muy poca fuerza para influir en la evolución política de Egipto.

Ni los partidos liberales ni de izquierdas, ni los nuevos movimientos de protesta tienen apoyo popular y su mensaje no llega a amplios sectores de la sociedad. Este carácter marginal siempre ha convertido a las fuerzas de oposición no islamistas en blanco fácil de la represión y la exclusión por parte del régimen. De hecho, estos movimientos, que provocaron un activismo político acelerado en 2005, han quedado desencantados con el resultado de las elecciones y se encuentran en franca retirada. En los próximos años, será la relación entre el régimen de Mubarak y los Hermanos Musulmanes la que determine el futuro político de Egipto.