Dieta mediterránea, Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad

Resultado del intercambio de ideas, valores y hábitos, la dieta mediterránea refleja la interculturalidad de la zona.

Isabel González Turmo

En septiembre de 2008 España, Marruecos, Grecia e Italia presentaron a la UNESCO la candidatura de la Dieta mediterránea como Patrimonio Cultural Inmaterial. Previamente, en Andalucía se había redactado el texto que argumenta el valor patrimonial de esta candidatura, la urgencia de reclamar la atención de instituciones y colectivos sobre la importancia del hecho alimentario y la necesidad de trabajar en favor de su diversidad biológica y cultural. La alimentación es el hecho humano más complejo y necesario. Comer y beber son, además de dormir, actividades indispensables y, por la misma razón, cotidianas y regulares. Pero, a diferencia del sueño, la alimentación suele tener lugar varias veces al día y en circunstancias y por motivos muy diversos. Se come para nutrirse, pero también para relacionarse, para socializar, para emparentar, para identificarse, para celebrar, para expresar, para pensar.

El patrimonio alimentario engloba por esa razón, además de a los alimentos mismos, a objetos, espacios, prácticas, representaciones, expresiones, conocimientos y habilidades, fruto de la acción histórica continuada de comunidades y grupos sociales. La recreación cotidiana de tan necesaria actividad, en interacción con la naturaleza y la sociedad, ha generado formas de aprovechamiento, redes de intercambio y flujos de conocimientos, que han promovido la creatividad humana y la comunicación. Los sistemas alimentarios merecen, por todo ello, ser objeto de salvaguarda como Patrimonio Cultural Inmaterial.

Sólo de ese modo serán considerados y preservados íntegramente. Si la defensa se produjera sólo sobre los alimentos sería parcial: los alimentos forman parte del patrimonio, son bienes materiales y contables, aunque perecederos, pero la alimentación no es sólo un conjunto de alimentos. Del mismo modo, si la defensa se produjera sobre un territorio que ampare un sistema alimentario, resultaría incompleto, además de ineficaz. El patrimonio alimentario está ciertamente vinculado a la defensa del paisaje. Alimentación y paisaje cultural pueden ser considerados realidades inherentes. Pero en la actualidad resulta casi imposible circunscribir el territorio destinado a alimentar por completo a una población humana.

La globalización ha barrido los límites que permitían identificar alimentación con territorio. La defensa del patrimonio alimentario no puede limitarse, por tanto, a la protección de determinados alimentos o de los territorios donde éstos fructifican. Del mismo modo, una política eficaz no puede perderse en la diversidad de productos ni en las diferencias culturales que se manifiestan dentro de un sistema alimentario, sea cual sea. Aquellos ámbitos alimentarios, capaces de representar una concepción simbólica del orden de las cosas, de expresar un mensaje valioso para la humanidad, de ser culturalmente significativos, de manifestarse con fuerza actuante, de trascender universalmente, deben ser investigados y preservados como conceptos, es decir, como integrantes del Patrimonio Cultural Inmaterial.

Sólo por este camino resulta posible conocer, proteger, valorar y difundir la riqueza cultural que los hombres han construido en torno a la alimentación. Esa preservación es, además, urgente. La globalización ha afectado a la producción, distribución y consumo alimentarios. El sector agroalimentario, transformado de manera radical a partir de la Segunda Guerra mundial, se ha convertido en agroindustria, generando una conversión masiva de la tierra para uso agrícola, la deforestación y la utilización de carburantes fósiles para usos agrícolas. Este proceso ha aumentado también la interdependencia entre países. De hecho, ningún país es hoy autosuficiente en los recursos genéticos de sus cultivos.

Ciencia, técnica, industria y economía avanzan, en definitiva, hacia la homologación alimentaria del planeta. Ese acelerado impulso ha contribuido a hipotecar la salud del planeta, pero no ha acabado con el hambre. De hecho, hambre y obesidad son la incomprensible dualidad del comportamiento alimentario de la humanidad del siglo XXI. Mientras tanto, el coeficiente de extinción de especies se ha multiplicado por mil respecto a la media histórica registrada, incrementando la vulnerabilidad alimentaria. La diversidad genética de los cultivos principales es fundamental para evitar la dependencia respecto a un número reducido de especies que, de enfermar, pondrían en jaque la producción y el consumo de todo el planeta. No hay que olvidar antecedentes históricos, como las hambrunas y migraciones del siglo XIX, forzadas por el ataque de la roya a la patata, que sólo consiguió sobrevivir en Europa y Norteamérica, gracias a la diversidad de papas que aún se cultivaban en Sudamérica.

La agricultura moderna limita sus variedades, diseñadas para la agricultura intensiva, que sólo utiliza el 3% del casi cuarto de millón de plantas disponibles para la agricultura. La provisión de alimentos depende de unas 150 especies, de las que sólo 12 proporcionan tres cuartas partes de la alimentación mundial. Los tres grandes cultivos –trigo, arroz y maíz– suponen la mitad de esa provisión, del mismo modo que las fuentes de proteínas animales se están restringiendo a tres variedades: pollo, cerdo y vaca. Más allá de los alimentos, existe un argumento que afecta a la supervivencia de muchos seres humanos: la necesidad de protección de los pequeños productores de alimentos. Durante milenios han sido el soporte de las sociedades humanas.

En la actualidad son todavía más de la mitad de la población del planeta. Y, sin embargo, su papel ha sido devaluado, su capacidad económica mermada, su supervivencia puesta en entredicho. Campesinos, pastores, pescadores y artesanos encuentran serios problemas para mantenerse en el ejercicio de su profesión. Pero la humanidad no puede prescindir de las comunidades de productores de alimentos. El abandono de sus actividades está generando pérdida de biodiversidad, empobrecimiento cultural, despoblamiento rural, migración, pobreza, marginación… La sostenibilidad medioambiental resulta, así, inseparable de la social. Hay que reconquistar el respeto a la alimentación, revindicar la diversidad construida gracias al trabajo de mujeres y hombres durante siglos. Existe una responsabilidad moral, y ahora también legal, de transmitir ese legado a otras generaciones, de dar a conocer a los jóvenes el vital valor de su patrimonio alimentario. De nuestra relación con el alimento depende, en gran medida, el futuro del planeta.

¿Por qué el Mediterráneo?

Ciertamente, muchas otras culturas alimentarias pueden y deben solicitar su salvaguarda. De hecho, las candidaturas no son excluyentes. En este caso, la Dieta Mediterránea, como derivación del griego diaita –estilo de vida, relación entre espíritu, cuerpo y entorno–, es un concepto que engloba la producción, comercialización, consumo, comensalidad, ritual y simbología alimentarios del Mediterráneo, así como sus tipologías culinarias, las cocinas y los alimentos mismos. Este conjunto de actividades y creaciones humanas se ha desarrollado históricamente en el intercambio de ideas, valores, prácticas y hábitos alimentarios, reconocidos por las comunidades, grupos e individuos del Mediterráneo como propios. Los habitantes del Mediterráneo han construido su estilo alimentario en interacción, ya sea por difusión y aceptación de hábitos, o por definición de los propios en oposición a los de la otra orilla.

En un mundo que ha vivido durante milenios en la interculturalidad, la defensa de lo propio ha pasado, día a día y siglo a siglo, por la estigmatización del otro, de un contrario que habitaba el mismo mar, la misma región e incluso el mismo pueblo. Cercanía y oposición son, por tanto, las dos caras complementarias de la alimentación mediterránea. Se comparte el medio, la historia, los alimentos, los conocimientos y los significados. Pero el resultado al paladar, la comida que se crea por mediación culinaria, está llamado a significar la rica pluralidad de las culturas mediterráneas. La alimentación mediterránea es, así, el reconocimiento de esa identidad común, fruto de la recreación diaria de unas prácticas necesarias y compartidas, transmitidas generación a generación y sustentadas en el respeto a la diversidad cultural y a la creatividad humanas.

No debe extrañar esta afirmación, aunque se refiera al Mediterráneo, quizás el territorio más ambicionado y peleado del planeta, donde todas las potencias han luchado, y siguen luchando, con graves consecuencias para la vida de muchas personas, por preservar sus áreas de influencia. Pero la alimentación es un ámbito poco vulnerable a la ideologización y, en consecuencia, poco propicio al enfrentamiento. Las diferencias o semejanzas en los gustos son aceptadas sin apenas juicios. Cada individuo y cada pueblo tiene en este ámbito la máxima autoridad; basta que manifieste su gusto o aversión por algo, para que sea comprendido.

Se puede detestar la comida de una región o de un país, pero esa aversión no suele ser utilizada como argumento de oposición étnica, religiosa o política. La alimentación tiende lazos, no levanta barreras. La riqueza cultural que deviene de la alimentación compatibiliza identidades y suma voluntades. Cada individuo y grupo social sabe la importancia de lo que come más allá de la subsistencia; sabe que la comida expresa lo que se es, que reúne en torno a lo que se desea ser y que mide el tiempo. La alimentación mediterránea no es, sin embargo, un modelo alimentario sencillo, capaz de ser definido con la mera enumeración de sus alimentos más característicos. Al tratarse de un ámbito con marcados contrastes ecológicos y productivos, cuna de civilizaciones, de las tres grandes religiones monoteístas, de modelos político-administrativos universales, de intercambios comerciales sin límites y de incesantes luchas por el control de las rutas y áreas de influencia, el análisis debe ser multidimensional y diacrónico.

El Mediterráneo ha sido y es una región compleja, plural, comunicada y viva. La descripción y caracterización de su alimentación no puede prescindir de ese nivel de complejidad. La producción y el intercambio de alimentos pueden ser considerados los cimientos del Mediterráneo. Son también el lazo que los comunica y acerca, a pesar de sus diferencias. En su larga historia, los mediterráneos han difundido, acogido, adaptado e intercambiado la más larga lista de alimentos que se pueda imaginar. Hechos a vivir en la irregularidad de sus paisajes, en la alternancia de sus aprovechamientos agropecuarios, en la diversidad y estacionalidad de sus especies vegetales y animales, en el laberinto de sus tráficos comerciales y en el vaivén de sus políticas agroalimentarias, han sabido aportar a la humanidad un sistema alimentario singular e irremplazable.

El Mediterráneo ha sido, en definitiva, un permanente laboratorio para la capacidad de adaptación, abandono y difusión de alimentos de la Humanidad. Es hora de preservar ese legado, de devolver la dignidad a su valiosa alimentación. Pero su defensa requiere una voluntad supranacional, capaz de difundir sus valores y de coordinar políticas estatales y regionales. La salvaguarda de la alimentación y de la dieta mediterráneas puede y debe ser el resorte que contribuya a avanzar en la recuperación del respeto al alimento, como clave primordial en la defensa de la preservación y mejora del papel del hombre sobre la Tierra.