De la excepcionalidad árabe a la ‘Primavera árabe’

Las protestas rompen el paradigma de “estancamiento” de la región. Las consecuencias afectarán a procesos regionales y mundiales más allá del mundo árabe.

Bahgat Korany

Los levantamientos de principios de año en los países árabes han provocado ya la caída de los regímenes autoritarios en Túnez y Egipto. En la actualidad, sigue desarrollándose un efecto dominó de protestas en la calle, desde Libia hasta Yemen, pasando por Siria y Bahréin, con Argelia, Marruecos o Jordania siguiéndoles los talones. Este tsunamide políticas de contestación no perdona a ningún régimen, sea república o monarquía, revolucionario o conservador. De modo que, después de muchos años de aparente esterilidad política, el mundo árabe está dando a luz levantamientos de tres en tres.

Por continuar con la metáfora del nacimiento y la esterilidad, podría darse un crecimiento exponencial de la demografía de las revueltas. En medio de la oleada de mensajes de correo electrónico que la gente intercambia en estos momentos, recibí dos que reflejan este efecto dominó y que llaman a la reflexión. En el primero se preguntaba si la cumbre árabe anual –prevista para primeros de mayo en Bagdad– llegaría a celebrarse realmente (de hecho, se ha aplazado sin fecha), y predecía que sería una reunión de “presentación”, es decir, que la primera sesión estaría dedicada a que los nuevos dirigentes se conozcan mutuamente.

El segundo mensaje es más explícito respecto al impacto de una “sobrecarga de revoluciones”. Propone una solución: que cada revolución pida la vez antes de estallar (¡y que nadie se cuele, por favor!). A fin de analizar el actual contexto revolucionario, este artículo se centra en dos aspectos principales: el modo en que ha surgido como una erupción volcánica y su impacto actual. Se estudia además el impacto nacional, regional e internacional de las revueltas.

Descifrar el mundo árabe: ¿qué ayuda podemos obtener de la literatura existente?

Esta oleada de levantamientos, a escala nacional y regional, ya ha provocado la caída de dos regímenes. Asimismo, ha causado otro hundimiento paralelo (menos llamativo pero casi igual de importante), al que podemos llamar hundimiento del “paradigma de la excepcionalidad árabe” (Korany, 2010). En pocas palabras, este paradigma daba por hecho que, mientras el resto del mundo pasaba por las sucesivas etapas de democratización (Huntington, 1991), la región quedaba excluída de ese proceso. Mientras que el mundo cambia, la región árabe no lo hace, está estancada.

En este momento, ese paradigma y su influyente etiqueta de “transición a la democracia” está siendo reconsiderado activamente. Si estos levantamientos muestran, por tanto, el fracaso de una determinada geografía conceptual (o transitología) o, por el contrario, no nos ayudan a explicar el actual contexto árabe, ¿dónde podemos buscar alternativas que sirvan de explicación? Para empezar, tenemos que evitar confundir la estabilidad de las élites políticas con la estabilidad de la sociedad en general. Habría, por tanto, que hacer hincapié en combinar el tradicional análisis de la “política desde arriba” con el de la “política desde abajo”, en la que las protestas y los movimientos sociales llevan bastante tiempo imponiéndose (Bayat, 2009; Mansi, 2010; Shehata, 2010; Wiktorwics, 2004).

Este enfoque igualitario de la “política desde abajo” nos pone en contacto directo con uno de los fundamentos de las protestas actuales: el aumento de la juventud o el “volcán subyacente” (Korany, 2010). Apoyando esa visión global de la política y la sociedad, se encuentra un punto de vista propuesto por una de las principales publicaciones sobre la región de la última década: los Informes sobre Desarrollo Humano Árabe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD). Ya se han publicado seis volúmenes y actualmente se está preparando, con ocasión del décimo aniversario, un volumen especial que aparecerá el año que viene. Las 1.600 páginas publicadas, con 361 tablas y 239 gráficos, ofrecen abundantes datos –de hecho, un banco de datos– sobre la región.

Algunos sociólogos árabes que han colaborado en los informes presentan, con sus 231 artículos de fondo, un paradigma, una visión intelectual, sobre su región. Básicamente, estos autores han identificado tres déficit principales: de conocimiento, de libertad y de valores sociales en relación con la condición de la mujer. En este artículo nos interesa el segundo: la falta de libertad política puesta de manifiesto con los levantamientos populares. A pesar de la diversidad de los regímenes políticos árabes, todos ellos comparten este déficit con dos elementos predominantes: el autoritarismo y la falta de adaptación y de capacidad para afrontar las diferencias.

Anatomía de los regímenes árabes: estructura y proceso del autoritarismo

En el pasado, muchos analistas hacían un hincapié excesivo en la división del mundo árabe en monarquías ( Jordania o Marruecos) y repúblicas (Siria o Libia). Desde el punto de vista político, ambos tipos tendían a ser igual de autoritarios e incluso compartían el modelo de continuidad, dando forma a las conocidas “repúblicas hereditarias”. Bachar al Assad llegó al poder en 2001 tras la muerte de su padre, Hafez al Assad, quien gobernó durante 31 años. La Constitución de Siria tuvo que modificarse en ese mismo instante para cumplir con un requisito de edad, ya que Bachar aún no tenía los 40 años establecidos como edad mínima para acceder a la presidencia del país.

De manera similar, tras 30 años en el poder, Hosni Mubarak, de 83 años, estaba preparando a su hijo Gamal, de 46, para sucederle (un gesto provocador que contribuyó al fracaso de su régimen). También en Libia, Muamar el Gadafi –tras casi 42 años en el poder– estaba preparando a uno de sus cuatro hijos (Saif el Islam) para sucederle. Esta tendencia hereditaria de los regímenes autoritarios árabes llevó a algunos sociólogos árabes a idear un tercer tipo de régimen que combinaba aspectos de las monarquías y las repúblicas: la gumlaka. Es una palabra inventada, una combinación del nombre árabe que significa república, es decir, GUMhoriyya, y la palabra árabe que designa monarquía, es decir, mamLAKA. A pesar de algunas diferencias entre estos dos tipos de regímenes, por ejemplo entre Arabia Saudí y Siria, ambos comparten la estructura autoritaria e incluso la mentalidad (Furting, 2007; Pratt, 2007; Pripstein-Possusney y Angrist, 2005; Schlumberger, 2007).

Entre las principales características de la estructura autoritaria se encuentra el aspecto ficticio de su estructura representativa o legislativa. Por ejemplo, hay seis países árabes que no permiten oficialmente la creación de partidos políticos. Cuando estos existen, suelen ser débiles o estar acosados. Además, las elecciones están amañadas. El Parlamento se convirtió así en una fachada dentro de un sistema monopartidista. En las últimas elecciones parlamentarias egipcias, en noviembre de 2010, el Partido Nacional Democrático (PND), en el gobierno, obtuvo alrededor del 93% de los escaños. Como consecuencia de la escasa participación en los comicios (un máximo del 23% en las elecciones de noviembre en Egipto), la compra de votos y el uso de matones para intimidar a los votantes, las asambleas legislativas perdieron su función más importante: representar la voluntad popular.

El poder ejecutivo, especialmente su brazo de seguridad, dominaba el panorama político. En Siria, hay unas 13 unidades de seguridad, y algunas existen para espiar a las demás. En Egipto, de los jóvenes inscritos para realizar el servicio militar, un total de 2,5 millones eran enviados a los cuerpos de “seguridad central”. En comparación con el ratio mundial de gasto en seguridad en relación con el gasto en sanidad o educación, el mundo árabe gasta nueve veces más en seguridad. La gestión política es igualmente autoritaria, puesto que falta transparencia y la obligación de rendir cuentas. En esencia, se basa más en las redes informales que en las instituciones, y se caracteriza por las relaciones clientelares. Con la llegada del Consenso de Washington y el predominio de la filosofía económica neoliberal tras la guerra fría, surgió una especie de sector privado que se alió con la autoridad política.

Los cálculos de los beneficios mutuos (o la elección racional, según el lenguaje de la teoría política reciente) guiaron la colaboración o connivencia entre las empresas y los gobiernos, muy a menudo a través de redes informales. Ahmed Ezz, el gurú del sector del hierro de Egipto, era un organizador de primer orden en el PND y se mostraba casi orgulloso de haber amañado las elecciones de noviembre. Rami Majluf, el primo de Bachar al Assad, es un gurú de las telecomunicaciones y un hombre con influencia política cuyo nombre abre puertas cerradas. Oficial o extraoficialmente, a esta alianza entre el capital local y la autoridad política se le une un tercer socio: el capital extranjero.

Esta alianza tripartita se hace efectiva mediante la colaboración en proyectos de inversión extranjera directa de diversos tipos de comisiones empresariales o franquicias económicas de marcas como Mercedes, Starbucks o McDonald’s y otros restaurantes de comida rápida. El autoritarismo se ve así reforzado por un enorme respaldo financiero (que beneficia tanto a la autoridad política como a las redes empresariales).

¿Por qué fracasa el autoritarismo?

La aparente fortaleza del autoritarismo también se convierte en su debilidad. Su poder –conseguido mediante acuerdos financieros lucrativos pero ilícitos y excesos del sector de la seguridad– se vuelve provocador, económica y socialmente. Su consumismo ostentoso en medio de una pobreza creciente, termina por condenarlo. Si excluímos a los países del golfo Arábigo, el 40% de la población vive con menos de dos dólares al día. A lo que hay que sumar el desempleo.

La tasa de paro en los países árabes en 2005 superaba el 16%, casi el triple de la media mundial. Este problema castiga con más dureza a los jóvenes, entre quienes la tasa alcanza, por ejemplo, el 46% en Argelia (cifra que se considera calculada por lo bajo). El joven tunecino Mohamed Buazizi, era un titulado universitario que no conseguía encontrar trabajo y al que ni siquiera se le permitía –salvo que recurriese al soborno– obtener un permiso para ser vendedor ambulante. Desesperado por ayudar económicamente a su familia a sobrevivir (literalmente) pero incapaz de hacerlo, se inmoló a lo bonzo. Esta acción fue el desencadenante de las protestas en Túnez, que posteriormente se propagaron por el resto del mundo árabe.

No se debería pensar en el desempleo y el aumento de la pobreza desde un punto de vista puramente económico. Son fenómenos intensamente sociales y políticos relacionados con la exclusión social y con la corrupción política. La existencia en muchos países árabes de suburbios superpoblados justo al lado de lujosas comunidades cercadas, con sus campos de golf y piscinas, es, además de una provocación, un recordatorio constante del modo en que el proceso político autoritario se percibe como “antipopular” desde todos los puntos de vista. Los ciudadanos se ven, por tanto, empujados a rebelarse.

Aparición del cuarto déficit: la incapacidad de los dirigentes principales para adaptarse

Surge una pregunta lógica: ¿cómo es posible que los regímenes autoritarios no vean el volcán que tienen debajo y traten de adaptarse a él, aunque solo sea por motivos egoístas relacionados con su supervivencia en el poder? Una respuesta breve y lógica es que si el poder corrompe, el poder absoluto corrompe más. El poder absoluto también ciega, especialmente cuando los regímenes envejecen y padecen achaques. Se vuelven cada vez más cortos de vista. Desinformados o engañados, son incapaces de descifrar la situación que tienen a sus pies, y de comprender sus consecuencias.

Esta es la razón por la que propongo añadir un cuarto déficit a los tres mencionados: el de adaptación. Es la incapacidad de la élite gobernante para descifrar una situación y reaccionar de manera oportuna ante un problema antes de que se convierta en una crisis imposible de solucionar. El análisis del contenido de los discursos de todos los dirigentes sitiados –desde Ben Ali hasta Mubarak y desde Abdulá Saleh hasta Gadafi o Al Assad– revela una sorprendente tendencia a compartir dichas deficiencias. Estos dirigentes empiezan culpando a los “conspiradores extranjeros”, a los “agentes locales” y los “jóvenes engañados o drogados”.

Cuando la respuesta enérgica de la seguridad fracasa y se ofrecen algunas supuestas concesiones, son demasiado escasas y llegan demasiado tarde. Si los regímenes no se hunden por completo como en Túnez y Egipto, pierden la poca legitimidad que les quedaba y su supervivencia es de hecho dudosa. Los viejos regímenes se convierten así en algo parecido a los antiguos dinosaurios, no consiguen adaptarse y, por tanto, desaparecen. Tienen las arterias bloqueadas y finalmente se derrumban por los mortales infartos de miocardio. Este déficit de adaptación es el más evidente y condenatorio en un contexto de globalización, en el que desempeña un importante papel la revolución de las tecnologías de la información y comunicación, y en un marco mundial que avanza cada vez más rápido.

Pese a ello, parecía ser inherente a los regímenes autoritarios, en concreto en relación con una separación que es actualmente una plaga en estos regímenes árabes: la separación entre las ancianas élites gobernantes y una sociedad cada vez más joven. En los 360 millones de personas que forman la población árabe, los menores de 30 años constituyen una mayoría absoluta que, en algunos países, alcanza nada menos que el 60%. Esto contrasta con el hecho antes mencionado de que Ben Ali tiene 76 años y llevaba 23 en el poder; Mubarak 83 años y llevaba casi 30 en el poder; y el “revolucionario” Gadafi tiene casi 70 años y lleva en el poder cerca de 42. Esta diferencia de edad entre la vieja élite gobernante y la joven base social no debe entenderse solo en términos numéricos.

Hay algo más importante: el desfase en el modo de funcionar, en la percepción y en las mentalidades. De hecho, es el reflejo de la distancia entre, por un lado, un segmento rígido y fosilizado de la sociedad y, por otro, un sector en rápido movimiento y amante del cambio. El modo de acción preferido por este último sector es acorde con su época: Facebook, Twitter y otras redes sociales de movilización. Fue este sector juvenil, cada vez más numeroso el que organizó las actuales polémicas políticas para hacer que el debate pasase de las protestas laborales o aisladas a las revueltas, que finalmente eliminaron la barrera del miedo e hicieron caer a los regímenes autoritarios. Es una separación generacional concebida en términos sociales y políticos que se ensancha cada vez más.

Conclusión

En el momento de escribir estas líneas, se tiene la impresión de que “todos los árabes” están en la calle, protestando o debatiendo. En la plaza Tahrir, en pleno centro de El Cairo, este 1º de mayo, el día del Trabajo, fue sin duda diferente, con sus foros y mesas redondas cada vez más numerosas (mucho más animado que cualquier día que yo haya vivido en Hyde Park en Londres). La plaza Tahrir se está convirtiendo así en un reflejo de las plazas árabes en general, en países donde los regímenes han caído, como en Túnez, o en aquellos con graves problemas, como Siria, Libia o Yemen, y en aquellos que todavía mantienen debates vehementes con sus grupos sociales, como Argelia, Bahréin, Jordania, Mauritania o Marruecos.

Con o sin efecto dominó, esta es una región con un clima de rápidos cambios que no para de evolucionar. Aun cuando esta Primavera árabe no lleve inmediatamente a la esperadísima democracia, la región no va a volver a ser la misma. El statu quo ha quedado destruido, con consecuencias importantes, a escala nacional, regional e internacional. A escala nacional, el autoritarismo está cada vez más a la defensiva y el modelo de régimen hereditario en las repúblicas ya no es una norma de sucesión automática. La sociedad civil se está liberando de su miedo a protestar. A escala regional, el tsunami de levantamientos está teniendo un impacto en el proceso y la estructura de las relaciones.

La Liga Árabe sigue estando típicamente ausente y podría verse superada por agrupaciones subregionales, por ejemplo, el Consejo de Cooperación del Golfo. Pero el efecto dominó de las protestas está haciendo que el mundo árabe se una de nuevo (esta vez, a nivel de la sociedad civil). Las ecuaciones del poder en relación con los países vecinos no árabes –Israel, Irán y Turquía– también están cambiando. Por ejemplo, el acuerdo de reconciliación nacional entre la Autoridad Nacional Palestina, que controla Cisjordania, y Hamás que gobierna en Gaza, va a cambiar necesariamente los términos de las negociaciones con Israel. Dicho cambio podría incluso hacer que el Estado palestino recibiese un mayor apoyo internacional (con o sin la aprobación de Israel).

En cuanto a Irán, y aunque se alegre de ver desaparecer algunos de los regímenes árabes hostiles, principalmente en El Cairo, y de que aumente el poder político de los grupos musulmanes, el balance final de las protestas árabes podría ser desigual para Teherán. Dado que la juventud iraní padece muchos de los males que sufre la juventud árabe, el contagio de las protestas podría llegar al país. En el actual mundo globalizado, el efecto dominó no respeta las fronteras políticas. Respecto a Turquía, es probable que sea la más beneficiada. Aunque a corto plazo pueda sufrir cierto declive de las exportaciones comerciales regionales como consecuencia del deterioro de algunas economías árabes, la compensación podría ser mayor que esta pérdida pasajera.

Turquía obtendrá ingresos procedentes de algunas inversiones extranjeras directas y del cambio de dirección del turismo de los países árabes con problemas hacia la vecina Turquía. Sin embargo, el principal activo de este país podría ser el presentarse a sí mismo como modelo de solución en el eterno debate entre islam y democracia liberal. Como ejemplo de un “islam democrático”, podría aumentar su influencia regional mediante el poder de persuasión y del ejemplo. A escala internacional, los precios del petróleo –como siempre– se verán afectados. Los vientos de cambio hacen aumentar el “poder blando” árabe. Ya no son un “grupo desaprovechado” al que olvidar, sino una parte integral de la “lucha mundial por la democracia”.

De modo que estas protestas van a tener inevitablemente consecuencias para el futuro del autoritarismo en todo el mundo, la estructura de las relaciones regionales y algunos procesos más allá del mundo árabe.