Continuidad y cambio

La política exterior española hacia el Magreb ha pasado por diferentes fases según el partido de gobierno.

Juan Montabes, Javier Jordán e Inmaculada Szmolka, profesores de Ciencia Política y miembros del Grupo de Estudios e Investigaciones del Mediterráneo de la Universidad de Granada

La inclusión en la agenda política española de los asuntos relativos al Magreb no es una cuestión nueva ni gestada en los últimos años. Desde mediados del siglo XIX lo que hoy consideramos el Magreb árabe ha constituido uno de los ejes de la política exterior española y, por tanto, de sus gobernantes. Sin embargo, la azarosa vida política de los últimos 150 años ha hecho que la relevancia de los partidos fuera desigual en los diferentes periodos vividos y haya habido largas etapas donde las estrategias y actuaciones militares se antepusieran a la política y a su capacidad de negociación y adecuación a las exigencias de la sociedad civil y de sus principales protagonistas e interlocutores.

En 1860 el dirigente conservador Cánovas del Castillo en sus conocidos Apuntes para la historia de Marruecos, dejaba constancia, a modo de conclusiones, del tipo de relaciones que a España el destino y su historia le había otorgado con respecto al norte de África: … hay una ley histórica que hemos venido observando a través de los siglos en el Magreb-Alacsa, la cual dice claro que el pueblo conquistador que llegue a dominar en una de las orillas del estrecho de Gibraltar, antes de mucho tiempo dominará en la orilla opuesta…

Ahí enfrente hay para nosotros una cuestión de vida o muerte; no vale olvidarla, no vale volver los ojos a otras partes. Ha sido necesario el transcurso de casi siglo y medio, y, lo que es más importante, la consecución de una democracia normalizada en nuestro país, para poder dotar a la política exterior española en relación con el Magreb de una visión global y realista alejada de planteamientos de inspiración imperialista que la hegemonía del pensamiento conservador español ha venido marcando.

No obstante, desde 1928, satisfechas algunas de las etapas de pacificación de la guerra colonial, España comenzó a practicar una política de creciente amistad con todos los países árabes del área mediterránea que con la llegada del franquismo volvería a tomar ciertos aires de retórica imperial de dominación hasta la declaración de la independencia de los países magrebíes. El agotamiento del franquismo y la instauración de la democracia situaron de nuevo a España en su contexto político europeo, reconociendo y valorando realmente el papel de nuestro país en las relaciones internacionales, por encima de tópicos y clichés más o menos predeterminados por intereses parciales y basados en concepciones imperialistas.

A partir de ese momento se comenzó a mirar hacia el Sur sin una consideración expansionista y sustentada en la generación de la mutua confianza, y se intentó superar los prejuicios recíprocos que históricamente han abocado a transitar entre la retórica del discurso y el único realismo de la seguridad y la fuerza. Con la llegada de la democracia a España se cierra un paréntesis de más de 40 años de aislamiento internacional y de ausencia de una política exterior definida en claves realistas. La autarquía, que tan profundamente marcó la política y sociedad española del franquismo, no sólo tuvo su manifestación en el aislamiento económico sino también, y muy profundamente, en la proyección exterior de nuestro país y en su capacidad real de interlocución.

La pluralidad de posiciones que los partidos políticos mantuvieron con respecto a este asunto en la primera contienda electoral de 1977, se decantaría finalmente en unos ejes básicos determinados por la necesaria y unánime incorporación de nuestro país a la Europa comunitaria y, con carácter previo, a la dispar posición mantenida por los distintos partidos y sectores sociales con respecto a la entrada en la OTAN. En una consideración general del periodo democrático español que comprendería los últimos 25 años se pueden distinguir tres etapas en el desarrollo de las relaciones de nuestro país con el norte de África.

La primera correspondería a los gobiernos de Adolfo Suárez (1977- 81) y Leopoldo Calvo-Sotelo (1981-82), y podría calificarse como política de equilibrio. La segunda la llevarían a cabo los gobiernos socialistas presididos por Felipe González entre 1982 y 1996, y quedaría definida en relación al Magreb como política global y de fomento del “colchón de intereses”. Por último, entre 1996 y la actualidad, con la llegada al poder del Partido Popular (PP) dirigido por José María Aznar, podríamos marcar una tercera etapa que con tintes continuistas en su primer mandato (1996-2000), habría introducido en los últimos dos años un cierto reajuste de los ejes de la política exterior, predominando en la actualidad nuevos escenarios y una perspectiva sobre todo comercial y económica.

Política de equilibrios inestables

Entre 1977 y 1982, los gobiernos centristas de la Unión de Centro Democrático (UCD) con el apoyo de los sectores más conservadores trabajaron con el objetivo de evitar que ningún país del Magreb alcanzase la hegemonía sobre los demás. En esta lógica, a cada acción favorable de España con Marruecos le seguía una similar con Argelia. Sin embargo, no fue fácil, ya que las medidas políticas relativas al Magreb debían resolver una ecuación más complicada en la que había que tener en cuenta los cinco Estados de la zona, el Frente Polisario y la cuestión del archipiélago canario (Gillespie, 1995).

El fin de la administración española sobre el Sáhara, tras la firma de los acuerdos tripartitos de Madrid de noviembre de 1975, hipotecó la política exterior de los gobiernos posteriores con respecto al Magreb y, sobre todo, a Marruecos. La cuestión saharaui escapó de la política de consenso de la transición que, en algunos casos, se llevó también al ámbito de las relaciones internacionales. Tras la instauración del régimen democrático en nuestro país, los partidos de la izquierda reclamaron la denuncia de los acuerdos tripartitos.

Sin embargo, el gobierno de la UCD asumiría los compromisos contraídos por el primer gobierno democrático e intentaría solventar la competencia marroquí y argelina con su política de equilibrios. A la larga, la política compensatoria desarrollada por los gobiernos centristas resultó perjudicial para España. Por un lado, nuestro país se encontraba sometido a continuas exigencias por parte de los dos países magrebíes; y, por otro, la diplomacia española carecía de credibilidad y no se descubría en ella interés por una auténtica cooperación a largo plazo. La política exterior española no tenía unos objetivos claros en la región, y la táctica de aprovechar las rivalidades entre los países del Magreb ponía en peligro la estabilidad en la zona y, como consecuencia, también la seguridad.

A pesar de que se reconocía su importancia, el Mediterráneo no se encontraba entre las prioridades de la política exterior de España de aquellos años. El gobierno de Suárez tenía como objetivos previos obtener el respaldo internacional de las potencias occidentales al proceso democrático, la normalización de las relaciones internacionales de España y la búsqueda de un espacio propio en el sistema internacional. En lo que se refiere a este último, el lugar que se pretendía encontrar habría consistido en una “tercera vía”, fuera de la dinámica Este- Oeste, en la que España se erigiese como un puente entre el Norte y el Sur, y, más concretamente, entre América Latina y Europa (Del Arenal, 1992).

El breve periodo de gobierno que correspondió a Calvo- Sotelo, a pesar de estar sustentado sobre los mismos apoyos políticos que los anteriores de Suárez (UCD+Alianza Popular+nacionalistas), se caracterizó por un claro acercamiento a Marruecos, relegando a un segundo plano la satisfacción de las demandas argelinas y saharauis. La incorporación de España, en abril de 1982, a la OTAN marcaría todos los ámbitos de la política exterior de este gobierno y de esta etapa. El disenso inicial en el sistema de partidos español con esta medida impulsada por el ejecutivo de Calvo-Sotelo y plasmada en el acuerdo del Parlamento, se trasladaría también a buena parte de los interlocutores del Magreb.

Política global, de Estado e integrada

La llegada al gobierno del Partido Socialista (PSOE) en octubre de 1982 supuso el inicio de una nueva concepción de las relaciones de España con los Estados magrebíes. Fernando Morán, ministro de Asuntos Exteriores del primer gobierno socialista, era consciente de las carencias de la política española hacia esta región y de la necesidad de establecer unas líneas de acción coherente en la misma (Morán, 1980). Bajo el parapeto de la que pasaría a denominarse “política global” (en coincidencia con la mantenida en esas fechas por la Unión Europea (UE) con respecto al Mediterráneo) el equipo socialista intentó, y en bastante medida lo logró, trazar una política de Estado sobre las relaciones bilaterales con Marruecos que no dependiera disensos internos del propio contexto de los países del Magreb e integrada en el conjunto regional.

En efecto, la estrategia aplicada por los gobiernos socialistas –que en parte todavía sigue vigente– supuso un cambio de enfoque al sustituir los equilibrios coyunturales por la cooperación y el diálogo global. La diplomacia española de esos años (1982-93) fomentó sobre todo las relaciones bilaterales y se promovió –con escaso éxito– la unión de los países de la región para facilitar el desarrollo y la estabilidad de la zona (Unión del Magreb Árabe) y fomentar –con mejores resultados– el diálogo multilateral entre las dos orillas del Mediterráneo (Grupo 5+5, Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en el Mediterráneo, Asociación Euromediterránea).

El desarrollo de esa política global ha supuesto una mejora del prestigio de nuestro país en la región. España ya no se percibe como un actor aislado, sino como un miembro de la UE y de la OTAN, y como un posible defensor de los intereses magrebíes en Bruselas (Jesús Núñez Villaverde y Miguel Hernando de Larramendi, 1996). Al mismo tiempo, se ha avanzado en la creación de un colchón de intereses comunes, especialmente en el campo de la inversión exterior (Marruecos cuenta ya con más de 1.000 empresas españolas instaladas en su territorio, sobre todo en el sector del comercio y en el energético (puesta en funcionamiento del gasoducto argelino que enlaza con España a través de Marruecos).

El auge de las exportaciones españolas con los países del Magreb ha llevado a que en 2002 el montante ascienda a 3.103 millones de euros, que supera el total de las exportaciones españolas a los países latinoamericanos con los que se integraban los dos referentes de las políticas de cooperación internacional española de los años ochenta y parte de los noventa. El carácter global de la estrategia socialista no ha sido óbice para que en el campo de las relaciones bilaterales Marruecos haya recibido una singular atención en la política exteriore de España.

Es más, ésta constituía implícitamente una de las metas prioritarias en el diseño de la denominada política global con el Magreb. La proximidad geográfica y el mayor volumen de intereses y posibles contenciosos y zonas de concurrencia en el mercado europeo, otorgan una relevancia especial a las relaciones con Marruecos. El 4 de julio de 1991, los dos países firmaban el tratado de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación que, entre otros aspectos, institucionalizaba reuniones de alto nivel entre los dos gobiernos con las que profundizar su relación.

El acuerdo no fue comprendido de la misma forma por todas las fuerzas políticas de nuestro país, como se puso de manifiesto durante el proceso de ratificación parlamentaria que finalmente se produciría el 29 de octubre de 1992, por 283 votos a favor, 29 en contra y 12 abstenciones. Durante el debate, el PP mostró su reticencia al tratado alegando que no se garantizaba de manera satisfactoria el principio de inviolabilidad de fronteras aunque, finalmente, apoyó su ratificación. El Centro Democrático y Social (CDS) presentó una enmienda a la totalidad del acuerdo argumentando que el artículo 2.5 abría las puertas para que Marruecos pudiera reivindicar Ceuta y Melilla ante una jurisdicción internacional.

Por su lado, Izquierda Unida (IU) mostraría su disconformidad por la actitud de Rabat en relación con los derechos humanos y el conflicto del Sáhara. Es precisamente en este asunto donde mejor se percibe la asunción de una política exterior realista por parte del gobierno socialista. Mientras que el PSOE estaba en la oposición desarrolló una política a favor del Frente Polisario, cuando accedió al poder supo separar la posición ideológica del partido de los intereses del Estado, e intentó que el gobierno mantuviese una postura neutral en el conflicto.

Sin embargo, hay que señalar que existen distintas sensibilidades respecto al Sáhara en el seno de la formación socialista. La dirección asume que son posibles otras alternativas al referéndum de autodeterminación como solución al conflicto mientras que otros sectores continúan contemplando el Plan de Arreglo como el único capaz de garantizar los derechos del pueblo saharaui. Esta última visión es compartida por IU y por la mayoría de los partidos nacionalistas en España.

Crisis en las relaciones

Una tercera etapa de la política exterior española con los países del Magreb podría haberse iniciado con la llegada al poder de Aznar, en marzo de 1996. El gobierno del PP empezó su mandato, como quizá no podía ser de otra forma, en una cierta línea continuista con la estrategia socialista profundizando en la política global hacia el Magreb. No es casual que la primera visita de Aznar, en calidad de presidente del gobierno al extranjero, tuviese como destino Marruecos, institucionalizando así la práctica ya iniciada por González en 1982. El cambio de partido en el gobierno no afectó de forma sustancial en un primer momento a la política de España hacia la región.

Sin embargo, desde finales de 2000, con el segundo mandato de Aznar, las relaciones hispano- marroquíes se adentrarían en uno de los periodos de mayor distanciamiento y desconexión vividos desde el inicio de la democracia en nuestro país o incluso antes cuando en los estertores del franquismo se desencadenó la Marcha Verde sobre el Sáhara.

Aunque a lo largo de los últimos 30 años se han producido momentos de crisis e incluso de tensión, la intensidad y duración de esta última ha podido poner en riesgo el camino desarrollado en el nuevo marco de la política global. Esta crisis nos ha ofrecido una singular oportunidad para abrir una profunda reflexión a ambos lados del Estrecho sobre las relaciones entre España y Marruecos y, por elevación, entre España y el Magreb y la necesidad de un consenso de Estado al respecto con la participación de los principales partidos y actores sociales y económicos. La respuesta de los líderes de la oposición ante la retirada del embajador marroquí en octubre de 2001 fue cerrar filas en torno al gobierno. No obstante, el apoyo al ejecutivo no se debía tanto a la política hacia Marruecos desarrollada por el PP como a la decisión extrema de Marruecos de abrir un conflicto diplomático sin precedentes en sus relaciones con España.

De hecho, la oposición había criticado duramente el papel del ejecutivo en la negociación del acuerdo de pesca entre Bruselas y Rabat, las declaraciones de Aznar en las que amenazaba al gobierno de Marruecos con congelar la cooperación hacia este país y la política de inmigración puesta en marcha. Dos meses después de la salida del embajador marroquí, el secretario general del PSOE, José Luis Rodríguez Zapatero, realizó una programada visita a Marruecos, muy contestada por el gobierno. El PP criticó la inconveniencia de este viaje y llegó a acusar al dirigente socialista de romper el consenso sobre política exterior y de deslealtad con la política de Estado. En cambio otros partidos, entre ellos IU, aplaudieron la iniciativa del dirigente socialista ante la incapacidad manifestada por el gobierno de cerrar la crisis.

Por último, el conflicto de Perejil de julio de 2002 puso de nuevo de relieve las diferentes concepciones existentes entre las fuerzas políticas en cuanto a la actitud y la forma de enfocar nuestras relaciones con Marruecos. A pesar de que la reacción de las fuerzas políticas a la ocupación marroquí de Perejil fue unánime en su condena, más tarde en algunos surgirían críticas al gobierno por su decisión de intervenir militarmente en la isla. Durante la comparecencia del ministro de Defensa, Federico Trillo, y la ministra de Asuntos Exteriores, Ana Palacio, en el Congreso de los Diputados, los portavoces expresaron su apoyo al gobierno, aunque la mayoría manifestó su deseo de que las medidas empleadas por el ejecutivo hubieran sido exclusivamente diplomáticas.

Convergencia i Unió (CiU) y Coalición Canaria (CC) fueron las más explícitas en su respaldo a la acción militar mientras que el PSOE, si bien mantuvo entonces el apoyo parlamentario al gobierno, una vez que finalizó la crisis, se comenzaron a escuchar voces desde las filas socialistas pidiendo una revisión de la política del PP hacia Marruecos y una mayor implicación del conjunto de fuerzas políticas y sociales. Otros partidos como IU, Partido Nacionalista Vasco (PNV), Partido Andalucista (PA) o la Chunta Aragonesista (CHA) criticaron, por un lado, el equívoco al que había dado lugar la firma el día anterior de una moción en la que el Congreso mostraba su apoyo al ejecutivo en orden a restaurar la legalidad internacional y el statu quo anterior a los hechos y, por otro lado, la política exterior del PP.

Relaciones con otros países de la zona

La crisis con Marruecos coincidió con un mayor acercamiento de España a otros países de la región, principalmente a Argelia. Con la firma, el 8 de octubre de 2002, del acuerdo de Amistad, Buena Vecindad y Cooperación, España y Argelia alcanzaban el mismo grado de cooperación que el existente con Marruecos y Túnez (1995).

Con este último país, se han estrechado relaciones y, en septiembre de 2001, tuvo lugar la cuarta reunión de alto nivel. Además, en septiembre de 2003, Aznar visitó Libia, que comienza a salir de su situación de aislamiento internacional tras asumir su responsabilidad en el atentado de Lockerbie y anunciar las oportunas indemnizaciones a los familiares de las víctimas. Por lo que respecta a la posición de los partidos en relación con el conjunto del Magreb, actualmente existe un relativo consenso sobre la estrategia a aplicar en esta zona.

Los líderes y responsables de la política exterior coinciden en señalar la importancia de su estabilidad y desarrollo para la seguridad de nuestro país; el papel destacado que debe desempeñar España en el Mediterráneo occidental y su prioridad dentro de las áreas de interés exterior; la necesidad de seguir tramando una red de intereses comunes; y la conveniencia de aplicar un enfoque cooperativo a la resolución de los graves problemas aún presentes en el norte de África. (Aznar, 1996; Carnero, 1996; Homs i Ferret, 1996; Westendorp, 1996). En materia de seguridad, existen diferentes matices en la opinión de los partidos políticos. PSOE, IU y CC consideran que no existen amenazas militares en la región.

La opinión contraria, al menos hasta antes de las elecciones de 1996, la sostenía el PP que identificaba algunos riesgos de seguridad, como la extensión del islamismo, divididos a su vez en aspectos militares y no militares. Para el PP la mejor forma de mantener la paz y la estabilidad en el Mediterráneo era reforzar la capacidad defensiva común, aunque sin descuidar el esfuerzo global de cooperación en otros campos no militares (Garrido Rebolledo, 1995). En el plano multilateral, España, consciente de sus limitaciones, trata de conseguir una mayor atención por parte de la UE sobre los problemas de la zona, ya que sólo la UE cuenta con los recursos necesarios para solucionarlos.

La brecha abierta en su seno por la guerra de Irak donde las posiciones británicas y españolas se han distanciado de las de Francia y Alemania, puede incidir sobre la capacidad de interlocución española con respecto al Mediterráneo en general y al Magreb en particular. Si además añadimos las fisuras en la opinión pública española y en sus partidos, la situación actual desborda la visión de las dos orillas que a mediados del siglo XIX aventuraba aquel político conservador y que creíamos claramente superada con la democracia de los últimos 25 años.