Ciclo de protectorados en el norte de África

Con los protectorados europeos se inició una experiencia colonial que condujo, involuntariamente, a la independencia de la región. ¿A dónde les llevará la ‘Primavera Árabe’.

Víctor Morales

En un lapso de poco más de 30 años (1880-1914), la historia del Mediterráneo adquirió una configuración que se venía perfilando con anterioridad, pero que cristalizó en lo que se ha bautizado como periodo de predominio franco-británico en el Mare Nostrum. Ocurrió entonces que dos metrópolis de tradición marítimo-mercantil acendrada –la Francia republicana y la Gran Bretaña imperial– establecieron, diplomáticamente unas veces y manu militari otras, su statu quo en la orilla norteafricana del mar-entre-tierras. Desde Port Said en Egipto hasta Tánger en Marruecos, el norte de África mashrequí y magrebí quedó constituido en campo experimental de un proceso colonial lleno de todo tipo de matices. Un siglo después de cerrar el periodo de distribución de hegemonías coloniales entre potencias europeas, se desencadenó una imprevisible Primavera Árabe en el norte de África. En enero de 2011 estallaron los levantamientos populares en Túnez, expandiéndose por la mayor parte de la geografía norteafricana –Egipto, Libia e incluso Marruecos.

En este último país, la “primavera” se ha canalizado a través de una reforma desde arriba, que, hasta el momento, ha conseguido neutralizar la agitación popular que orquestó el Movimiento del 20 de Febrero, que reunía a una muchedumbre ávida de libertad y repleta de indignación contra autocracias vetustas y de sesgos neopatrimoniales. Fue así cómo los levantamientos populares y la caída de las dictaduras provocaron la inmersión de los cinco Estados árabe-islámicos del norte de África en una transición política, pero también social. En marcha, en suma, hacia un periodo de su historia actual, accidentado donde lo haya. He aquí, esbozados en síntesis, tanto el pasado contemporáneo de la ribera sur del Mediterráneo (1880-1914) como el presente que sus pueblos viven desde que se encendió la llama de la protesta en Túnez (2011-2012). Ciclos paralelos, de sujeción el primero; de rebelión el segundo.

El hecho de que ciertos círculos universitarios, periodísticos y políticos se hagan eco del centenario, tanto de la firma del Tratado de Fez suscrito en marzo de 1912 por el presidente de la República francesa y el sultán de Marruecos, como del Convenio suscrito por Francia y España en noviembre de ese mismo año para delimitar sus respectivas zonas de protectorado, constituye en sí mismo una demostración de sensibilidad histórica meritoria; debido simplemente al hecho de que España no es un país con sólida memoria histórica. Y es que ha faltado, entre nosotros –entre otras ausencias– una percepción amplia del fenómeno colonial del tipo del protectorado: una percepción mediterraneísta, de conjunto y que afectó al norte de África desde Port Said hasta Tánger.

Fue así, en puridad, como se produjo la inmersión de la Otra Orilla del mar-entre-tierras en la red económica, financiera, industrial y cultural que habían empezado a tejer las naciones más adelantadas del noroeste de Europa desde finales del siglo XVIII. El acontecimiento que supuso aquel ciclo histórico de marcado signo protectoral en los países ribereños que forman el envés de las penínsulas e islas griegas, italianas e ibéricas de Europa, puede ser sopesado un siglo después en justa medida, y además con abundante información y perspectiva beneficiosa. Por otra parte, la azarosa trayectoria de estos países del norte de África durante el último año, hace jugosa la oportunidad de oficio que nos brinda la efemérides del establecimiento del protectorado español en Marruecos, muy en particular a la luz de la Primavera Árabe.

Aviso, empero, para lectores. Antes de restablecer el cuadro histórico en que cristalizaron los de marras, se impone elaborar un discurso, siquiera mínimo, que recoja las características y constantes del parámetro colonial franco-británico; y por efecto de estimulación, también el de sello hispano-italiano. Intentemos reconstruirlo escuetamente, puesto que la narrativa clásica, positivista, del imperialismo colonial, año a año, incidente a incidente, suele ser más familiar para el lector instruido en la materia.

Esbozo del proceso histórico

El proceso histórico que condujo a la hegemonía polifacética de Francia y Gran Bretaña en el Mediterráneo puede, debe, remontarse a siglos anteriores a la época a la que nos ceñiremos en estas páginas. El imperativo de hacer un enfoque concreto, nos obliga, sin embargo, a suscitar al menos las causas para que el fenómeno colonial cristalizara en toda la ribera norteafricana del mar-entre-tierras. Procede, pues, empezar señalando el espontáneo incremento que adquirió, hacia la segunda mitad del siglo XIX, el volumen de intereses materiales tan característico de la economía-mundo en el periodo 1880-1914.

A ese cúmulo de intereses materiales que nutre exponencialmente el comercio internacional, súmese el aumento de redes ferroviarias y marítimas que compiten en la época por importar un variado inventario de artículos manufacturados desde Europa; o del revés, por exportar hacia la Europa industrial buenas provisiones de materias primas (algodón de Egipto, fosfatos de Túnez, mineral de hierro o piritas de cobre extraídas en yacimientos de Marruecos).

La incidencia que tuvo la explotación de esas riquezas naturales sobre la red de intereses mercantiles y financieros encontrados, se reflejó con ahínco en el terreno de la competencia intereuropea, encendiendo en más de una ocasión la llama de la discordia entre concurrentes continentales, en liza muy ardua en ciudades de tradición portuaria del norte de África, caso de Argel, Trípoli o Alejandría. De ahí que cuando no se trataba de las “pullas” familiares entre vecinos europeos establecidos en el norte de África, prevalecían los conflictos diplomáticos entre las autoridades nativas de origen y los agentes europeos –cónsules, comerciantes, etcétera. Así ocurrió, por ejemplo, con la delimitación del Sudán anglo-egipcio, y con la fijación de las fronteras franco-marroquíes y franco-tunecinas, a partir del asiento territorial considerable que los gobiernos de París habían obtenido en la Regencia de Argel desde 1830 en adelante.

Por último, se aguzaron las pullas, los conflictos y hasta las crisis debido a la espinosa tarea de trocear el Marruecos de 1912, aquel recóndito paraje del poniente musulmán, también reconocido como imperio de los cherifes (plural de chorfa, autoridad religiosa coránica, de estirpe profética). Ahora bien, la cuadriga colonial que compusieron Francia y Gran Bretaña en vanguardia y España e Italia en la retaguardia, actuó siempre de acuerdo con un procedimiento análogo para penetrar en el interior de los países norteafricanos –algunos de ellos, por cierto, con un rodaje administrativo, jurídico, militar y religiosomusulmán muy considerable. Rodaje, evidentemente, más desarrollado en el Túnez beilical y en el Marruecos sultaní, que en la Regencia otomana de Argel, de Tripolitania o de Cirenaica, por establecer matices diferenciales.

El procedimiento de la penetración europea en el norte de África se valió sistemáticamente del recurso espontáneo o deliberado al aprovechamiento de un incidente, de naturaleza dispar con frecuencia. Cuando no se trató de un “golpe de abanico”, como sucedió en Argel, en julio de 1830, fue con motivo de la ocupación militar británica de la zona adyacente al canal de Suez en 1882, para contener las insurrecciones proto-nacionalistas de la población nativa. Aquellas manifestaciones iban dirigidas contra la autoridad del Jedive (alto delegado egipcio del sultán en Estambul), en quien se encarnaba la legitimidad política desde que tuvo lugar la incorporación del país del Nilo al imperio turco-otomano en el siglo XVI. El incidente, casi siempre, solía dar paso a la ocupación militar, cuando la resistencia interna al invasor se oponía a la ocupación ¿preventiva? del país (o de parte de su territorio) por los cuerpos expedicionarios europeos.

Así ocurrió notoriamente en ciertas regiones berberizadas de Marruecos, como las cordilleras y los santuarios montañosos del Rif y el Atlas, o en aquéllas de la Cirenaica, cuya población se aglutinaba alrededor de cofradías religiosas, refractarias a la ocupación de sus territorios. Tanto más era así, si las tropas expedicionarias poseían el estigma de estar integradas por “infieles”, lo cual –dicho sea de paso– era normal que así fuese visto desde la óptica europea. Algo así ocurrió en Libia cuando el ejército africano de Italia penetró en 1911 en los dominios controlados por la cofradía suní de los senusíes. Si en unos territorios, e incluso regiones costeras y ciudades abiertas secularmente al contacto con extranjeros –como Túnez, Argel, La Goleta y Alejandría–, no se producía una reacción hostil a la ocupación preventiva destinada a establecer una pax europea (cristiana, rumí, como era representada en la trastienda mental de la población autóctona, musulmana en más de un 95%), la intervención europea declaraba ese conjunto de provincias, ciudades, pueblos y aduares zonas controladas.

Por el contrario, cuando la resistencia local de tipo tribal o nacionalista –como la que tuvo lugar en Egipto en el arranque del siglo XX a partir de los núcleos adheridos a la causa del partido Wafd, o en reductos montañosos del Magreb, como fueron el Orés argelino y el Rif marroquí– se mostró adversa a ultranza a la penetración de la potencia colonial de turno, las zonas rebeldes respectivas estuvieron bajo administración militar. Las ciudades y provincias “entreguistas” desde un principio, o sometidas, antes o después, al orden colonial, pasaban a ser de inmediato escenario experimental de la doble administración europea: de una parte, había la tradicional de Marruecos, de raigambre árabemusulmana y, de otra, la reformista europea, llamada a ser escuela ejemplar para la modernización del país “protegido”.

Es ante este eje de coordenadas coloniales donde se enmarca la definición canónica de protectorado; tal cual la fijó el mariscal Lyautey, alto residente francés en Rabat durante los primeros 12 años que siguieron a la firma del Tratado de Fez: “El protectorado entraña una intervención más duradera y más profunda que la simple garantía… El régimen de protectorado no es una cuestión de opinión ni personal, ni local, ni metropolitana. Es un hecho regulado por tratados. Está garantizado por acuerdos internacionales que no dependen de ninguno de nosotros, ni del gobierno francés, modificar. De ello resulta que Marruecos es un Estado autónomo, cuya protección ha asegurado Francia, pero que queda bajo la soberanía del sultán, con su estatuto propio.

Una de las primeras condiciones de mi mandato es asegurar la integridad de este régimen y el respeto de este estatuto”. A partir del establecimiento por la metrópoli de un estatuto colonial neto (caso de Argelia), o de un protectorado (como en Túnez a partir de la firma del Tratado de El Bardo en 1881 y de la Convención de La Marsa en 1883), o de una colonia indefinida (como Libia), sobrevino en el Magreb la implantación del protectorado franco-español en Marruecos en 1912. Esta experiencia tuvo la peculiaridad de ser una administración extranjera dual: española en la zona norte; francesa a partir del corredor de Taza; y de carácter internacional en la ciudad y retropaís inmediato a Tánger, a partir de la firma del estatuto regulador de la legendaria ciudad yeblí (1923).

En cuanto a Egipto, la ocupación militar británica en 1882 abocó a una situación indecisa en los años que preceden al estallido de la Primera Guerra mundial. Cuando la conflagración se produjo en agosto de 1914, el gobierno de Londres –en estado de guerra con el imperio turco-otomano– no titubeó en deponer al Jedive nombrado por el Diwan en Estambul y nominar al veterano Hussein Kamil, primer sultán de Egipto. De esta manera, el 19 de diciembre de 1914 Gran Bretaña proclamó el establecimiento de un protectorado en el país del Nilo. La línea de comunicación naval con India quedaba garantizada en medio de una guerra europea sobre la que nadie podía predecir su duración y, mucho menos, sus secuelas.

En suma, también le llegó el turno a Egipto a partir de 1914 (temiendo Londres que la indefinición de su presencia se enturbiara –o se deslegitimara– en el contexto de una Europa ensangrentada, a partir de agosto de 1914). Se trató, por tanto, en todos los escenarios norteafricanos considerados aquí, de la implantación de una figura del derecho Internacional y de la jurisprudencia administrativa eurocéntrica, dimanante de los tratados del siglo XIX; y en particular, de las Conferencias de Berlín (1884-85) y de Algeciras (1906). Se cerraba, de esta manera, el ciclo de protectorados en la ribera sur del Mediterráneo.

Fue así como, en poco más de 30 años, el Mediterráneo pasó a ser controlado, repoblado, “terciarizado”, y utilizado en función de la concepción de la jerarquía de las potencias que cristalizó en la escena internacional a partir de finales del siglo XIX. Los cinco países norteafricanos que desde siempre han formado la corona geográfica del continente africano, desempeñaron funciones complementarias para las metrópolis europeas, aquéllas que condicionaron poderosamente la inserción desigual del norte de África en la modernidad inventada por el Viejo Mundo desde el siglo XV al XVIII. Justo cuando los pueblos del norte de África despertaron de su sometimiento a las potencias coloniales, merced a la toma de conciencia nacional, y motivados por el apego a la independencia, se abrió otra página de la historia de las naciones magrebíes y mashrequíes: aquélla que culminó con el proceso descolonizador irreversible desencadenado a partir de 1945.

Entre 2011-2012, Túnez, Egipto, Libia más drásticamente, y Marruecos a través de un proceso de reformas desde arriba, parecen querer inaugurar una época de su historia contemporánea políticamente más libre y equitativa, y más productiva en su dimensión social y económica. Nos ha parecido pertinente revisar el transcurso histórico- colonial de aquellos países norteafricanos que hace más de un año encabezaron con empuje la Primavera Árabe. Con los protectorados europeos se inicio en aquellas latitudes una experiencia colonial que condujo, involuntariamente, a la independencia. ¿Hacia dónde conducirá la Primavera Árabe a las sociedades del norte de África, cuyas costas bañan las aguas del Mediterráneo? Ésta es la pregunta que no ha encontrado hasta la fecha sino conjeturas.