Chiíes-Suníes
¿Existe un creciente chií? ¿Cuáles son los objetivos de Irán? Con la expansión del grupo Estado Islámico, ¿la convivencia chiíes-suníes en la región MENA se verá afectada?
ENTREVISTA con Jean-Paul Burdy y Ali Mamouri por Elisabetta Ciuccarelli
Desde la revolución de 1979, Arabia Saudí e Irán mantienen una lucha constante por la hegemonía regional. Algunos analistas hablan del “creciente chií”, trazando un arco que va desde Irán hasta Líbano, pasando por Irak y Siria. En el polo opuesto, estarían Arabia Saudí y otros países del Golfo, como Catar y Emiratos Árabes Unidos. Pero, ¿existe realmente un “creciente chií”? ¿Está Irán intentando manipular a las comunidades chiíes? Para hablar de estas y otras cuestiones, AFKAR/IDEAS ha contactado con Jean- Paul Burdy –doctor en Historia contemporánea, especialista en Turquía e Irán, colaborador en los centros de investigación GREMMO y PACTE, autor del blog « Questions d’Orient- Questions d’Occident »– y con Ali Mamouri –investigador y periodista, especialista en estudios religiosos, en particular los fundamentalismos y el salafismo, exdirector del Atyaf Institute, dedicado a las minorías iraquíes, y colaborador habitual de Al-Monitor, The Conversation y BBC Persian.
afkar/ideas: ¿Creen que Irán está intentando reforzar un frente chií que llegue desde su territorio hasta Líbano, pasando por Irak y Siria? De ser así, ¿cuáles podrían ser los objetivos de este frente a largo plazo?
JEAN-PAUL BURDY:Desde 2011, el conflicto sirio ha alimentado de manera creciente una interpretación de los conflictos de Oriente Medio que opone un “arco chií” a un “bloque suní”. Esta “media luna” chií estaría formada por Irán, Irak, Siria y el Hezbolá libanés, con algunos apéndices en Bahréin y Yemen. Hay que recordar que la noción de “arco chií” apareció después de la operación estadounidense que desmanteló el Estado iraquí, estructurado hasta entonces por el partido Baaz y el ejército: el primero en utilizarla fue el rey Abdalá de Jordania en una entrevista concedida al Washington Post en diciembre de 2004. A partir de entonces fue ampliamente adoptada por los neoconservadores estadounidenses (que siempre han considerado a Irán como un pilar del “eje del mal”), los saudíes, el Golfo, e Israel. Por tanto, está claro que esta fórmula expresa sobre todo el temor de las monarquías conservadoras y proestadounidenses ante la desaparición del Estado baazista suní en Irak en 2003, a favor de un gobierno de los chiíes.
El chiísmo es, obviamente, un elemento importante del poder blando iraní, pero no basta para crear un “arco chií” sometido a Teherán. El Irak posterior a 2003, bajo la autoridad policial y sectaria del exprimer ministro chií Nuri al Maliki, tiene su propia agenda árabe; incluso Bagdad depende ahora, frente al grupo Estado Islámico, de la ayuda de Irán. Del mismo modo, los ayatolás chiíes iraquíes quietistas de Nayaf, de los cuales el más famoso es el octogenario Ali al Sistani, tienen poco en común con la teoría jomeinista del “poder del jurista- teólogo” (velayat-e faqih). Desde luego, Siria alberga algunos lugares santos chiíes, pero tiene un número ínfimo de chiíes, y el régimen no puede calificarse simplemente como alauí, aunque algunos clanes alauíes hayan monopolizado el poder político y económico, aliados con los burgueses comerciantes de Damasco y Alepo. La agenda política del Hezbolá libanés es específica, a la vez “nacional” (inserción en la vida política libanesa) y regional (lucha contra Israel), y refleja solo en parte las posiciones iraníes. En cuanto al supuesto “bloque suní”, está agrietado desde el principio: Arabia Saudí y Catar se enfrentan desde hace años (y por lo menos hasta 2014) por la represión (Riad) o el apoyo (Doha) a los Hermanos Musulmanes; Egipto ha estado y sigue estando en gran medida ausente del escenario regional desde la caída de Mubarak a principios de 2011, excepto en el apoyo (con el presidente Morsi) y posterior abandono (con el mariscal-presidente Al Sisi) de Hamás en Gaza.
La religión es una vía potente para promover la agenda iraní en Oriente Medio, pero no la única
En cuanto a la Turquía del AKP (partido definido a veces como “la rama turca de los Hermanos Musulmanes”), puede compartir con los otros Estados objetivos comunes (derrocar a Al Assad), pero se ha comprometido en su apoyo a Morsi, y es rechazada por el mariscal Al Sisi. Actualmente está enfrentado con casi todos sus vecinos, aunque en estas últimas semanas se ha espoleado el entendimiento cordial entre el nuevo monarca saudí, Salman, el nuevo emir de Catar, Tamim, y el presidente turco Erdogan. Es innegable que los conflictos están muy confesionalizados desde mediados de los años 2000 (primero en Irak) y sobre todo a partir de 2011 (las primaveras árabes). Los debates sobre la confesionalización de los conflictos, mantenidos en Bagdad a partir de 2006 y luego en Bahréin durante la Primavera de Manama (febrero-marzo de 2011) y sobre todo en Siria desde el verano de 2011, se han convertido en realidad sobre el terreno.
ALI MAMOURI: En esta cuestión, hay que distinguir entre los aspectos políticos y religiosos. Irán, como entidad política, está intentando expandir su influencia en la región, al igual que otras potencias regionales como Turquía y Arabia Saudí. La religión es, a todas luces, un medio muy potente para promover la agenda política en Oriente Medio, pero no el único. De ahí que podamos ver alianzas entre Irán y algunos grupos suníes como Hamás o Yihad Islámica. De la misma manera, no podemos entender la cercanía entre Omán e Irán basándonos únicamente en el aspecto religioso. El defecto de esta visión es que se basa en un análisis lineal que simplifica los complejos fenómenos de Oriente Medio. El secreto que hay detrás del poder de Irán no son las meras alianzas religiosas. Es, más bien, el producto de una inversión a largo plazo en su legado religioso, cultural y de civilización, que forma una red de intereses bilaterales que se han acumulado a lo largo de décadas gracias a un minucioso trabajo estratégico.
A la luz de la Primavera Árabe y la evolución de la situación en Siria y Bahréin, los rivales de Irán se quedaron sorprendidos ante la creciente influencia iraní en la región. Luego llegó otra prueba de dicha influencia, cuando el liderazgo hutí en Yemen quedó explícitamente subordinado a Irán. ¿Qué provocó esta sorpresa, y cómo logró Irán extenderse en la región a pesar del antiguo y tradicional papel de Arabia Saudí en ella? Desde la revolución islámica, Irán ha expandido sus vínculos políticos, religiosos, culturales y económicos con los gobiernos y los pueblos de la región. La expansión abarcó a sus países vecinos, como Irak y el Golfo, además de Siria, Líbano, Yemen, Sudán y varios países del norte de África, como Túnez y Marruecos. Irán se ha aprovechado de su diversidad y de su capacidad política y cultural acumulada para ampliar su influencia.
Ha abierto centros culturales activos y eficaces vinculados a sus embajadas; ha fundado escuelas de idiomas y universidades persas; ha activado los intercambios comerciales con su entorno regional e internacional; y ha recibido con los brazos abiertos las inversiones extranjeras. Estos movimientos formaban parte de agendas políticas diseñadas para satisfacer los intereses del régimen político iraní al tiempo que reforzaban su posición.
a/i: ¿La defensa de los intereses de Irán en la región ha de pasar por las relaciones privilegiadas con actores chiíes?
ALI MAMOURI: La situación es más compleja que la imagen estereotípica de las alianzas religiosas entre Irán y los actores chiíes. Hay diferentes factores que desempeñan un papel en la crisis actual. Por un lado, podemos ver actores suníes como Hamás, Yihad Islámica o las minorías religiosas musulmanas –como el movimiento ibadí en Omán– que son próximos de Irán. Por otro, también podemos ver actores chiíes, como la oposición a Hezbolá en Líbano de Sayed Hani Fahs y Saud Al Moula, que están lejos de Irán. El seminario en Nayaf, dirigido por Al Sistani, tampoco sigue la agenda iraní, y siempre ha habido una distancia clara entre ellos.
La política iraní no está determinada por una idelogía panchií, sino por alianzas geoestratégicas
JEAN-PAUL BURDY:No y sí. No, en el sentido de que, a largo plazo, la política regional de Irán nunca ha estado determinada por una ideología panchií, sino por las alianzas geoestratégicas en la más pura tradición de la teoría realista de las relaciones internacionales: una política exterior determinada por los intereses del Estado (del antiquísimo Estado persa), de la nación (una nación iraní más nacionalista que chií, incluso desde 1979) y del poder (desde hace tiempo frente a Irak y Arabia Saudí y ahora solo frente a Arabia, a la defensiva).
La alianza con la Siria de Hafez al Assad, desde 1979, descansaba sobre los intereses estratégicos compartidos (contra Israel, contra Irak, en Líbano), y no sobre las supuestas afinidades entre el régimen sirio “alauí” y el chiísmo duodecimano iraní. Por lo que respecta al mundo árabe, y a pesar de los antagonismos históricos entre suníes y chiíes y persas y árabes, Teherán desarrolló en la década de los ochenta cierta capacidad para obtener el apoyo de las “calles árabes” suníes. En 2011, el apoyo a los contestatarios (en su mayoría chiíes) de Bahréin se quedó en palabras; se recordará que fue la cercana Arabia Saudí, suní y wahabí, la que intervino en Manama para aplastar la revuelta. Sí, en el sentido de que el “renacimiento chií”, indiscutible en toda la región desde 1979, y más tarde la confesionalización general de los conflictos en la última década, y especialmente desde 2011, tienden a reforzar los lazos religiosos y confesio-nales, a veces muy antiguos, hace tiempo distendidos o escondidos, y que están resurgiendo y determinando intereses compartidos y alianzas sobre el terreno.
La fitna, la división conflictiva entre suníes y chiíes es un factor histórico de la infraestructura de Oriente Medio. Pero se puede pensar que, por lo que respecta a Teherán, es fruto de las circunstancias: no fue Teherán el que derrocó el régimen “baazista laico suní” de Saddam Hussein en 2003, sino más bien los estadounidenses. Desde entonces, los iraníes han podido restablecer sus lazos históricos con los chiíes de Mesopotamia, y recuperar la capacidad de influir en los lugares santos chiíes, desde Nayaf a Kerbala, en las milicias chiíes formadas después de 2003 y luego en el gobierno central de Bagdad cuando el chií Al Maliki se puso al frente en 2006.
a/i: ¿Creen que las comunidades chiíes del Golfo se sienten más vinculadas a Irán o a su país natal? ¿Está Irán intentando manipularlas?
JEAN-PAUL BURDY: En primer lugar, cabe recordar que la “galaxia chií”, transnacional, es heterogénea. Políticamente, la teoría jomeinista del velayat- e faqih (el “poder del juristateólogo” que se compromete con la lucha política, hasta ejercer el poder) solo es aceptada por una mayoría relativa de los clérigos chiíes iraníes, iraquíes y libaneses: la mayoría de los grandes ayatolás iraquíes, los maryaa, rechaza este principio jomeinista y es más bien partidaria del quietismo: los religiosos tienen el derecho y el deber de expresarse, si es necesario, sobre los asuntos políticos, pero no están destinados a ejercer el poder político. En el ámbito nacional, el peso de los Estados y de los Estados-nación desde hace un siglo, y el peso de la historia, hacen que los chiísmos tengan, inevitablemente, una dimensión nacional, si no nacionalista: los duodecimanos iraníes son ante todo iraníes, igual que los chiíes de Mesopotamia son ante todo árabes, como los alauíes son ante todo sirios. La revolución iraní supuso tal traumatismo regional e internacional que tendemos a atribuir a Irán un proyecto chií expansionista hacia todas las comunidades chiíes de Oriente Medio, proyecto que estas apoyarían sin reservas. Esto supone desdeñar la complejidad de la historia interna del chíismo, del peso de las naciones y los nacionalismos.
Para contrastar a Irán, los saudíes deberían construiruna identidad inclusiva,más allá de la religión
Y de la “nacionalización” de las aspiraciones políticas o confesionales de las sociedades de Oriente Medio. En 2011, los manifestantes de Manama, en su mayoría chiíes, multiplicaron las declaraciones sobre la no confesionalidad de su movimiento (con el lema “¡Ni suníes ni chiíes, sino bahreiníes!”), y sobre la autonomía total de su movimiento en favor de una monarquía constitucional respecto a Teherán: la bandera nacional inundó las manifestaciones revolucionarias para afirmar el carácter nacional del movimiento y rechazar toda injerencia extranjera, especialmente de Irán. Que el régimen monárquico suní de los Al Jalifa haya multiplicado las acusaciones contra Teherán de manipular a los chiíes de Bahréin y que Arabia Saudí haya multiplicado sus denuncias de “complot iraní en Manama” tiene que ver con la voluntad de las monarquías del Golfo de desacreditar y a continuación aplastar esta revuelta democrática, como confirmaría la intervención en Bahréin del ejército saudí.
Los conflictos que tienen lugar desde 2011, y especialmente la fulgurante penetración de los yihadistas del grupo Estado Islámico en Siria y en Irak desde 2014, hacen que ahora Irán pueda aparecer ante algunas comunidades chiíes como el último baluarte contra las masacres anti-chíies que los salafistas radicalizados convirtieron en su especialidad cuando se presentaba la ocasión. Es innegable que Irán ejerce estos últimos meses un control político y militar cada vez mayor sobre Irak. Se mide con las cuatro principales milicias chiíes movilizadas desde hace años por los actores locales (Moqtada al Sadr), pero su despegue data de la llamada de Ali Al Sistani en el verano de 2014 a la movilización general de los chiíes contra el EI. Estas milicias chiíes están reemplazando a un ejército iraquí descompuesto y en desbandada. Están enmarcadas en la Guardia Revolucionaria iraní, si no controladas por ella.
Y, además, cometen excesos que corren el riesgo de agrupar a la población suní contra ellas y a favor del EI: la radicalización la comparten ahora los dos bandos. De pronto, los pasdaranes iraníes de la fuerza Al Quds son la encarnación concreta sobre el terreno de la ayuda vital que aportan los iraníes. Sin embargo, una salida de las guerras civiles –por el momento una teoría de las más hipotéticas– podría en última instancia relativizar este tropismo proiraní que surge actualmente de la necesidad de supervivencia de algunos grupos chiíes; igual que el EI puede ser apoyado por algunas poblaciones suníes preocupadas por los abusos de las milicias chiíes.
ALI MAMOURI: Las comunidades chiíes del Golfo tienen una identidad múltiple: por un lado son árabes, lo que las acerca más al mundo árabe; pero también son chiíes, lo que las acerca a Irán. Así las cosas, si cualquiera de los países del Golfo o Irán mostrase más solidaridad con ellas, intentando incluirlas e integrarlas con sus identidades raciales o religiosas, encontrarían terreno fértil. El problema con los Estados del Golfo es que no se están abriendo a sus ciudadanos chiíes, dándoles igualdad y derechos para evitar la influencia iraní. Arabia Saudí, por ejemplo, solo ha tenido en cuenta su visión salafista, que está representada por el wahabismo, a la hora de interactuar con su entorno árabe, islámico e internacional. Esta visión egocéntrica carece de perspectiva, teme interactuar con las corrientes de las civilizaciones y no favorece la apertura al mundo exterior, basándose en unos fundamentos religiosos sectarios e intolerantes.
El wahabismo contra el chiismo es un elemento de enfrentamiento entre las dos grandes potencias
Es interesante ver cómo Arabia Saudí se ha negado a sí misma el acceso a sus propios privilegios. La península Arábiga tiene una civilización antigua e histórica vinculada a las civilizaciones antiguas y prósperas que existieron en Yemen, Siria e Irak. La comunidad saudí está formada por grupos sectarios, como el ismailismo, el shafiismo o el chiismo imaní. Eso se suma a la presencia de santuarios religiosos y numerosos centros históricos que el gobierno saudí demolió, en lugar de explotarlos en aras del interés general. Por no mencionar las ciudades santas de La Meca y Medina. En general, Arabia Saudí tiene un legado histórico y cultural variado que, de usarse cuidadosamente, le permitiría construir puentes con los países de la región y abriría el régimen saudí al multiculturalismo de su entorno regional, mejoraría su reputación y apoyaría su posición en las rivalidades regionales en curso.
Como consecuencia, el eje anti-Irán de los árabes suníes siente que en los últimos años no se ha percatado de la filtración y expansión de la influencia iraní. Este eje ha perdido Irak, Líbano, Siria y Yemen, y actualmente está buscando rectificar la situación. Para hacer frente a la influencia iraní en el mundo árabe, Arabia Saudí y los otros países del Golfo necesitan expandir su visión y construir una identidad inclusiva y amplia de miras. Tienen que mirar más allá de la religión y la nacionalidad, y construir relaciones con todos los actores de Oriente Medio desde diferentes aspectos. Deben explotar sus ricas culturas y tradiciones para abrir alianzas basadas en los intereses mutuos a largo plazo. Eso es lo que Irán lleva décadas haciendo, y lo que Arabia Saudí no ha logrado ni siquiera en su propio país.
a/i: Con el auge del EI en Siria e Irak, ¿cree que la convivencia pacífica entre suníes y chiíes en la región MENA se verá afectada?
ALI MAMOURI: Es una trayectoria paralela: por un lado, la brutalidad del EI contra todos los musulmanes, incluida la mayoría suní, ofrece una gran oportunidad para que los actores suníes y chiíes se acerquen y cooperen en su lucha contra el extremismo. Sin embargo, los enfrentamientos políticos entre los poderes regionales, en particular entre Irán y Arabia Saudí, pueden mandar al traste esa oportunidad, como podemos ver en Yemen. El grupo hutíes está luchando contra Al Qaeda y los Hermanos Musulmanes, ambos enemigos de Arabia Saudí también. Sin embargo, la imprudente relación iraní con los hutis, amén de la imprudente reacción saudí, ha cambiado la situación, y se ha perdido la oportunidad de cooperar para hacer frente al EI y otros grupos extremistas. En la situación actual, parece que el conflicto en la región se prolongará durante décadas y que el mapa geopolítico de Oriente Medio está cambiando radicalmente, algo en lo que el conflicto religioso desempeña un papel decisivo.
JEAN-PAUL BURDY: En primer lugar, hay que precisar que solo afecta a Oriente Medio, del Levante (Siria, Líbano), al Golfo y Pakistán (países donde los enfrentamientos entre suníes y chiíes son diarios, al ser los chiíes, muy minoritarios, víctimas de masacres y frecuentes atentados con bombas). La revolución iraní ha reintegrado a los chiíes de toda la región del Golfo a la historicidad, después de décadas, si no siglos, de ocultación e invisibilidad. De repente, el “renacimiento chií” después de 1979 ha tenido una contrapartida a la que no se le ha prestado la suficiente atención: la radicalización neosalafista confesional y política, hasta llegar al yihadismo en sus avatares. La Arabia saudí y wahabí es el cabecilla. Desde la década de los setenta, la matriz ideológica y económica del yihadismo radical suní está bien documentada.
Las petromonarquías wahabíes han desempeñado en ella un papel ideológico y financiero central, especialmente Riad. El proselitismo lo llevan a cabo Estados, organizaciones o personalidades parapúblicas y “grandes fortunas privadas” ligadas a las dinastías reinantes del Golfo. Así, a partir de 2012, estos actores han contribuido en gran medida a la yihadización de la oposición siria; en el caso de Catar, en el marco de su rivalidad con el reino saudí. Antes de 2011, Riad, igual que Doha, mantenía buenas relaciones con el régimen sirio; en 2011, ninguna de las dos nunca intentó hacer creer que apoyaban en Siria las aspiraciones democráticas y seculares de los manifestantes. Catar, al apoyar a los Hermanos Musulmanes, intentaba aprovecharse del vacío de poder en Riad, al estar el rey Abdalá muy debilitado por la enfermedad. Para Arabia Saudí el objetivo, al apoyar a los yihadistas anti-alauíes y anti-chiíes era y sigue siendo debilitar la posición de Irán, apoyo de Damasco y de Bagdad y mecenas del Hezbolá libanés.
Con la nueva guerra fría entre Riad y Teherán, que se desarrolla ahora en los campos de batalla iraquíes y sirios, hay que hablar de enfrentamientos religiosos: el sunismo wahabí militante de Riad y su versión radicalizada y yihadista del EI contra el Irán chií y sus aliados chíies iraquíes y de Hezbolá, y los alauíes sirios. En cambio, hemos asistido, sobre todo en Irak, a una radicalización de los chiíes: desde hace ya un año, las milicias chiíes tienen un papel central en la lucha contra el EI, alimentando la dimensión sectaria de los conflictos. No estamos ante un enfrentamiento confesional generalizado. Pero los chiíes son ahora visibles, incluso en espacios que a veces tendemos a considerar exclusivamente suníes: un 10% de los saudíes son chiíes, concentrados en la región oriental y petrolera de Qatif, en el Golfo; también un tercio de los libaneses, durante mucho tiempo invisibles ocultados por los cristianos y los suníes.
Y esto implica tensiones con regímenes suníes que no tenían, y siguen sin tener, la costumbre de dejar bastante espacio a los chiíes, y menos aún de compartir el poder absoluto que todavía imponen a sus poblaciones (especialmente en el Golfo). En este sentido, la “cuestión chií” se cruza con la “cuestión democrática”. Se ve en Bahréin desde 2011, donde la negativa a compartir el poder de la dinastía suní Al Jalifa se impone a una población mayoritariamente chií (dos tercios), que aspira a una monarquía constitucional y a unas elecciones no manipuladas. El enfrentamiento del wahabismo saudí con el chiismo se produce ahora abiertamente. Es un elemento del enfrentamiento indirecto de las dos grandes potencias en el contexto de la recomposición general de las relaciones de fuerza en la región, e implica en primer lugar a los estadounidenses.
Riad, igual que sus aliados de los Emiratos (a excepción del sultanato Omán) se consideran amenazados por el evidente declive, o la desaparición, en Oriente Próximo de regímenes suníes, sean o no árabes, y consideran que, desde 2001, gran parte de la responsabilidad es de Washington. En el Golfo, el antiamericanismo se ha visto exacerbado por la actitud de EE UU hacia la Primavera Árabe. Y más recientemente, por la aparición de un posible acercamiento a Irán de Obama, lo que podría desembocar, en un acuerdo sobre la situación nuclear iraní, que alteraría las condiciones de seguridad de la región.