Vulnerabilidad al clima, injusticia y (neo)colonialismo
El informe “Estado del Clima en África 2021” indica que el aumento de la temperatura en el continente, aproximadamente +0,3 °C por decenio en el período 1991-2021, es más rápido que el promedio mundial. Las temperaturas en ascenso, sumadas a unos niveles del mar crecientes y anomalías en cuanto a pluviosidad están aumentando la frecuencia e intensidad de las catástrofes naturales, transformando la geografía del continente y afectando a sus poblaciones y su medio ambiente (Organización Meteorológica Mundial, 2021). En África subsahariana, las olas de calor y las sequías abrasadoras agravan los desastres naturales y provocan al menos 1.000 muertes al año, así como 520 millones de pérdidas económicas directas desde el cambio de siglo (FMI, 2020).
África es una de las regiones con mayor estrés hídrico. Se prevé que en 2025 unos 230 millones de habitantes sufrirán escasez de agua, hasta 460 millones vivirán en zonas donde escaseará el agua y hasta 700 millones deberán desplazarse por la dificultad para acceder a ella (FMI, 2020; Mlaba, 2022). Además, la falta de agua empeora las amenazas para la seguridad ya existentes en la región y se ha esgrimido como arma en épocas de malestar social y conflictos (Raleigh & Bakken, 2017).
Teniendo en cuenta que los países africanos dependen de una agricultura sensible al clima y de que gran parte de la población y otras actividades económicas se encuentran en zonas costeras inundables (Banco Mundial, 2013), se prevé que el aumento de las temperaturas y las olas de calor extremo relacionadas con los cambios en los patrones de lluvia acelerarán el ritmo de desertificación del continente, con la consiguiente disminución de tierras cultivables y cosechas y, en última instancia, la alteración de la producción agrícola y de las cadenas alimentarias, hasta el punto de amenazar la seguridad alimentaria (Pickson & Boateng, 2022). En 2020, más de una de cada cinco personas del continente sufrían desnutrición aguda y no tenía aseguradas sus necesidades alimentarias —el doble de la proporción de quienes pasan hambre en cualquier otra región— y unos 282 millones de africanos sufrían desnutrición (Kary et al., 2022).
En África subsahariana, los sucesivos fenómenos meteorológicos extremos en 2022 han intensificado la inseguridad alimentaria y elevado el número de personas con desnutrición exacerbada a 123 millones, esto es, el 12% de la población subsahariana (Baptista et al., 2022). En África occidental, en 2021, más de 27 millones de personas corrían un gran riesgo de desnutrición. En el conjunto del continente, entre marzo y mayo de 2022 el número de personas que padecen inseguridad alimentaria aumentó en un 154% con respecto a la media correspondiente al lustro entre 2017 y 2021 (Volz et al., 2022).
Por otro lado, el cambio climático está vinculado a otras graves consecuencias meteorológicas, como sequías y tormentas. Más personas —sobre todo las más pobres y que viven en zona más vulnerables— se verán obligadas a emigrar dentro de su propio país (Ehui & Rigud, 2022). Además, es probable que la migración al Norte de África —como destino y zona de tránsito— se intensifique, dado que los efectos del clima están multiplicando las amenazas ya existentes a la seguridad y la vulnerabilidad económica de las poblaciones del Sahel y de África subsahariana (Wehrey & Fawal, 2022).
Al ejercer una presión adicional sobre los ya escasos recursos del entorno árido de gran parte de África y reforzar amenazas preexistentes como la inseguridad alimentaria, la pobreza, el estrés hídrico, los conflictos sociales y la inestabilidad política, el cambio climático representa un multiplicador de amenazas que socava los esfuerzos de desarrollo y el bienestar de muchas comunidades africanas.
(In)justicia climática en África y reparaciones climáticas
Aunque la responsabilidad de África en el calentamiento global es mínima —solo un 3% del total de emisiones mundiales de carbono procede de este continente—, hasta 118 millones de sus habitantes más pobres se enfrentan a fenómenos meteorológicos extremos (Motune, 2022). Además, los países africanos son de los menos resistentes al clima, con una gran vulnerabilidad a los efectos del clima en las economías y medios de subsistencia, así como recursos limitados para emprender medidas de adaptación (Fal, 2022). La crisis climática, la esclavitud y el colonialismo están interrelacionados, lo cual lleva a vulnerabilidades divergentes y jerarquías coloniales fruto de siglos de política internacional y sus ramificaciones ecológicas, agravadas por episodios más recientes de saqueo y uso de los recursos naturales por las multinacionales del Norte dedicadas a los combustibles fósiles (Táíwò & Bigger, 2022).
Bajo esta premisa, los llamamientos a la justicia climática conllevan que los principales contaminadores del hemisferio norte deben valorar los perjuicios climáticos producto de sus emisiones a lo largo de la historia y compensar a las poblaciones afectadas por los agravios del pasado, así como mejorar los medios de vida y la resiliencia de las poblaciones vulnerables (Burkett, 2009). Entre estos agravios, están los efectos del cambio climático que no pueden evitarse ni con acciones mitigadoras ni con acciones de adaptación (Liao et al., 2022). No solo incluyen pérdidas tangibles, sino también intangibles, como pérdida de vidas, salud, gestión del territorio, formas de soberanía, patrimonio cultural, identidad social, biodiversidad y servicios prestados por los ecosistemas (UNCC, 2022).
Por consiguiente, las reparaciones climáticas no solo deben consistir en compensaciones económicas por las pérdidas y los daños derivados del cambio climático, sino también en reparaciones simbólicas (García-Portela, 2020) que reconozcan el papel y la responsabilidad moral de los países desarrollados. Las demandas de reparaciones climáticas guardan relación con el discurso sobre las deudas ecológicas que el hemisferio norte tiene contraídas por la extracción excesiva y constante, a lo largo de la historia, de los recursos naturales del hemisferio sur, así como por la contaminación climática que destruye la ecología y los medios de vida de los pueblos del Sur (Táíwò & Bigger, 2022).
El cambio climático representa un multiplicador de amenazas que socava los esfuerzos de desarrollo y el bienestar de muchas comunidades africanas
En los últimos años, la responsabilización de los países desarrollados y la garantía del pago de esas deudas ha sido una lucha política constante encabezada por países africanos y latinoamericanos, así como por el movimiento de justicia ambiental (Bond et al., 2021). Sin embargo, en todos las conferencias sobre el clima, la exigencia de mecanismos de reparación de pérdidas y perjuicios siempre se ha visto rechazada (Willis, 2022). El Acuerdo de París de 2015 reconoció la importancia de evitar, reducir al mínimo y abordar las pérdidas y daños provocados por el clima. No obstante, rehuyó la elaboración de una propuesta concreta de responsabilidad o compensación (Moneer, 2022). Gracias a la resistencia y los llamamientos del hemisferio sur, en la COP 26 de Glasgow los países desarrollados pactaron emprender un diálogo sobre pérdidas y daños que dotara de un carácter más formal al debate sobre la compensación por los perjuicios derivados del cambio climático. Ahora bien, los países desarrollados se negaron a aprobar la responsabilidad climática y a crear un mecanismo dedicado a las pérdidas y daños, que pudiera arrancar compromisos financieros claros (Walsh, 2022; Moneer, 2022).
Financiación para el cambio climático y sobreendeudamiento
Para cumplir las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional (NDC, por sus siglas en inglés) en 51 de los 53 países africanos, se necesitará una financiación total climática de 2,5 billones de dólares entre 2020 y 2030, lo que supera el 93% del PIB del continente. Se prevé que la adaptación al cambio climático cueste al menos 250.000 millones de dólares anuales. No obstante, el total de flujos de financiamiento destinados al cambio climático en África en 2020 fue de tan solo 30.000 millones de dólares, y aproximadamente el 39% de esta cantidad se concedió para medidas de adaptación, con un importe total de 11.400 millones de dólares (Guzmán et al., 2022). Si bien la adaptación se lleva la mayor parte de los flujos de financiamiento para el cambio climático en África, se estima que los fondos de adaptación acumulados hasta 2030 equivaldrían a menos de un cuarto de las necesidades estimadas en las NDC. El resultado serían unas lagunas de financiación considerables en materia de iniciativas y proyectos de adaptación (Richmond et al., 2022). Por ejemplo, si las subvenciones para la adaptación siguen a este ritmo, Chad —el país más vulnerable y menos capaz de adaptación a los riesgos del cambio climático— sufrirá la mayor brecha de financiación para adaptarse, al tener el 95 % de sus necesidades financieras insatisfechas en 2030 (Oxfam, 2022).
Además, la mayoría de la financiación internacional destinada a la adaptación en África consiste en préstamos y deudas. Por ejemplo, más de la mitad de la suma comprometida por donantes bilaterales y multilaterales a los países africanos entre 2019 y 2020 se concedió en forma de préstamos, con un 30% en deudas concesionarias y un 23% como deuda comercial (Richmond et al., 2022). En el período 2013-2019, la financiación internacional de la lucha contra el cambio climático destinada a países de África occidental y del Sahel alcanzó un total de 11.700 millones de euros, esto es, una media de 1.700 millones anuales o unos cinco dólares por persona y año, una cifra muy inferior a la requerida para atajar los riesgos climáticos que amenazan la región (Oxfam, 2022). Cabe añadir que el 62% de la financiación internacional de la lucha contra el cambio climático destinada a África occidental esos mismos años fue en forma de préstamos y otros instrumentos de deuda, que se incrementaron un 610%, mientras las subvenciones solo lo hacían un 79% (Oxfam, 2022).
Depender excesivamente de los instrumentos de deuda agrava el sobreendeudamiento en África Occidental. Además, la deuda pública externa impide a los países africanos prestar servicios públicos básicos, como la educación y la atención sanitaria (Volz et al., 2022). Por ejemplo, Ghana, aun sufriendo una crisis crónica de la deuda, recibió el 40% de su financiación de la lucha contra el cambio climático en forma de préstamos y deuda. En 2019, Ghana gastó 55 veces más en pagar sus deudas que en agricultura (Oxfam, 2022). Asimismo, Níger (el séptimo país del mundo más vulnerable al cambio climático), Mali (el 13.º), y Burkina Faso (el 24.º) recibieron la mayoría de su financiación para luchar contra el cambio climático en forma de préstamos y deudas. Y eso cuando todos se enfrentan al sobreendeudamiento y aplican medidas de austeridad impuestas por el FMI, que afectarán a su capacidad de proporcionar servicios básicos (Oxfam, 2022). Esta crisis de la deuda precaria lleva a los países africanos a un círculo vicioso donde las mayores vulnerabilidades climáticas incrementan los costes de las deudas internacionales y limitan el margen fiscal y monetario para invertir en la adaptación y resiliencia climáticas (Volz et al., 2022). Los países desarrollados han incumplido sus compromisos climáticos y, al no suministrar la necesaria financiación destinada a la adaptación, perpetúan el legado de injusticias climáticas en África. Estas conclusiones dejan claro que la financiación internacional del clima tiene un coste elevado para África, agravando la ya elevada vulnerabilidad de la deuda.
Respuestas tecnológicas al cambio climático: falsa solución y colonialismo climático
Según la racionalidad neoliberal hegemónica global, la lucha contra el cambio climático conlleva movilizar inversiones en soluciones tecnológicas en África, incluida una industrialización ecológica, la captura de CO2, créditos de carbono e infraestructuras de energías renovables (Moneer, 2022). No obstante, estas soluciones tecnológicas benefician a unas cuantas multinacionales e inversores en altas tecnologías, al tiempo que convierten a las poblaciones empobrecidas y a los pueblos autóctonos en zonas de sacrificio, lo cual consolida injusticias muy arraigadas y acrecienta el legado del colonialismo (Climate Justice Alliance, 2020; Moneer, 2022). Es más, bajo el mismo sistema capitalista, el cambio climático se define como un problema biofísico debido fundamentalmente a las emisiones de carbono, y se afirma que la solución implica mantener el carbón bajo el suelo (Pelling, 2011).
Esta insistencia en los apaños tecnológicos como medidas de adaptación tiene que ver con la contextualización más amplia del cambio climático como amenaza externa para la naturaleza y las personas, que podría abordarse mediante decisiones políticas basadas en progresos científicos (Nightingale et al., 2020). Este modo de contextualizar la crisis climática y sus soluciones mantiene el statu quo de una economía capitalista global que perpetúa los modos de consumo capitalistas existentes, así como la producción y el consumo basados en un uso intensivo de la energía (Filho et al., 2022). Por ejemplo, iniciativas como el programa para la Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación de los Bosques (REDD+) se introdujo como un mecanismo de comercio de emisiones de carbono que proporciona incentivos económicos al carbono absorbido en los bosques. Pese a su papel en la lucha contra la deforestación, se considera que REDD+ mercantiliza los bosques y los vende como compensaciones de carbono para los contaminadores del hemisferio norte, que les permite blanquear su contaminación por carbono en el hemisferio sur, al tiempo que les permite crecer económicamente y mantener sus “lujosas” vidas (Moneer, 2022).
Atajar el cambio climático no puede limitarse a controlar la explotación excesiva de los recursos naturales, sino que, por encima de todo, consiste en admitir que el planeta tiene unos límites que, una vez sobrepasados, las soluciones tecnológicas no pueden reparar (Ribeiro & Soromenho-Marques, 2022). Se debe reevaluar la contextualización eurocéntrica dominante de la crisis climática y reconocer la inclusión epistemológica, así como el pluralismo ontológico, que emplean múltiples perspectivas, valores, obligaciones normativas y formas de aprender locales producidas por quienes están padeciendo los males de la crisis climática (Nightingale et al., 2020).
Por consiguiente, hay que conjugar las ideas sobre preservación del medio ambiente autóctonas, artísticas y científicas más tradicionales, para coproducir conocimiento sobre cómo se produce y se experimenta el cambio climático, así como garantizar que estos conocimientos se recojan en las negociaciones y políticas en torno al cambio climático destinadas a la mitigación y adaptación (Filho et al., 2022; Ebhuoma & Leonard, 2022). En África, el saber ecológico local y tradicional ha ayudado a las poblaciones autóctonas a idear estrategias que les permiten mantener sus modos de sustento tradicionales y resistir fenómenos meteorológicos extremos (Filmo et al., 2021). Sin embargo, las medidas de adaptación privilegian el saber científico occidental, marginan el saber autóctono, tachándolo de menos probado, menos valioso o bien insignificante (Filho et al., 2022).
Igual de importante es replantear el orden económico capitalista que presenta los mercados, la innovación y la tecnología como la mejor solución a la crisis climática (Budinsky, 2011). Con arreglo al modelo capitalista hegemónico, acometer la crisis climática tiene que ver con cambiar los hábitos de las personas, en vez de los de las compañías de combustibles fósiles que mantienen su statu quo de producción y acumulación de beneficios (Engel, 2019). África, rica en combustibles fósiles, siempre ha sido codiciada por las multinacionales extranjeras. No obstante, con unas condiciones contractuales precarias, las trampas de la deuda y el monopolio de empresas no nacionales en la extracción de combustibles fósiles, el sector de los combustibles sirve a los intereses de empresas foráneas, mientras las vulnerables poblaciones locales soportan el peso de la contaminación y el cambio climático (Geuskens & Butijn, 2022).
Atajar el cambio climático requiere admitir que el planeta tiene unos límites que, una vez sobrepasados, las soluciones tecnológicas no pueden reparar
A pesar de la transición ecológica proyectada y la dependencia menor prevista de los combustibles fósiles en las décadas futuras, África seguirá siendo una de las zonas por excelencia de los planes extractivos del hemisferio norte. Dado que alberga muchos de los minerales libres de contaminantes necesarios para las tecnologías de bajas emisiones de carbono, se sostiene que el hemisferio norte pasará de extraer e importar combustibles fósiles del continente a adoptar otro tipo de planes extractivos, basados en la exportación de hidrógeno verde y las materias primas necesarias para la tecnología, el almacenamiento y el transporte de energías renovables (Medinilla & Knaepen, 2022).
Conclusión
Los países africanos son de los más vulnerables a las consecuencias del cambio climático, cuando su contribución a las emisiones de gases de efecto invernadero es insignificante. Si no se ayuda de inmediato a África a adaptarse al cambio climático, sus efectos seguirán agrandando las injusticias y perpetuando la herencia del colonialismo en el continente. La COP27, de Sharm el Sheij (Egipto, noviembre de 2022), es un momento excepcional para que los países desarrollados aporten mecanismos concretos para compensar los daños que sus emisiones de carbono históricas y constantes han ocasionado a África y otros lugares del hemisferio sur.
Si bien los países ricos se comprometieron a financiar con 100.000 millones anuales la adaptación climática de los países en desarrollo del hemisferio sur, se han quedado muy lejos de tales promesas. En 2020, África solo recibió 30.000 millones de dólares del total de la financiación internacional de la lucha contra el cambio climático, es decir, menos de un cuarto de los 250.000 millones anuales necesarios para adaptarse a los riesgos climáticos. Irónicamente, más del 70% de esta financiación consiste en préstamos, lo que empeora el sobreendeudamiento irremediable de África, con la consiguiente contribución al arraigo de la desigualdad mundial entre el hemisferio norte y el hemisferio sur. Por tanto, deben debatirse y diseñarse otros modos de financiar las medidas de adaptación climática. En este sentido, sería más beneficioso si una mayor parte de esa financiación consistiera en subvenciones.
Es imperativo descolonizar el discurso sobre la definición y solución de la crisis climática, incorporando otras clases de conocimientos que representan a las voces de quienes se encuentran en primera línea del deterioro climático. Más importante aún, debemos adoptar cambios en los paradigmas políticos y económicos que no se limiten a suprimir gradualmente los combustibles fósiles: el cambio de paradigma tiene que ser emancipatorio y transformador, en el sentido de atajar cuestiones de propiedad, acceso a los recursos, democracia y justicia social (Guerro, 2020). Este cambio de paradigma no es tarea fácil; ahora bien, partiendo de los logros de los movimientos por la justicia ambiental y forjando alianzas entre los pueblos africanos y otros grupos históricamente oprimidos y marginados del hemisferio sur, puede desempeñar un papel clave en la subsanación de las injusticias del pasado y la paralización del deterioro climático./