¿Qué clase de país quieren los marroquíes?

No es posible avanzar si se teme a unos cristianos que sólo defienden sus creencias.

Zouhir Louassini

Andaba yo por los veintitantos cuando conocí a monseñor Antonio Peteiro, arzobispo de Tánger. Por aquel entonces le daba clases de árabe. En el patio de la catedral, casi a diario, dejábamos vagar nuestra conversación por los más diversos derroteros: filosofía, historia de Marruecos, costumbres populares y, cómo no, religión. La plática terminaba siempre a la deriva sin otro propósito que el de hacerle hablar, y escuchar, en árabe.

En cierta ocasión se me quedó mirando de repente, muy fijo.

– Va para cinco años que te conozco –dijo con toda calma. Hablamos de todo un poco y a las claras, lo cual no me ocurre con otros marroquíes. ¿Me permites, pues, que te pregunte por tu relación con la religión?

–Monseñor –le respondí, pues así me dirigía a él siempre–, no quisiera incomodarle, pero lo cierto es que me considero más bien ateo. Mi respuesta le hizo soltar una risotada mientras cierta incredulidad se transparentaba en su mirada.

– Cualquier cosa me hubiera esperado menos que me respondieras eso. Añadió algún comentario en el tono jocoso que le caracterizaba para terminar con uno de aquellos consejos “paternales” que solía dispensarme:

– Debes orar. La oración te mostrará el camino.

– ¿Qué oración? –le espeté un tanto provocativo–: ¿la vuestra o la nuestra? Me había entendido perfectamente. Volvió a reirse y añadió, ya serio:

– También vuestra oración alcanza a Dios. Lo importante es orar…

Aquel hombre tuvo, junto al Padre Lourido, una influencia fundamental en mi vida. Con ambos aprendí lo que significa respetar a todos los seres humanos con independencia de sus ideas y creencias. Ambos tenían fe en que la misericordia y el amor divinos son tan inmensos que no pueden constituir el monopolio de ninguna religión o pueblo. Les pido disculpas. Sé que he comenzado estas líneas con una experiencia tan personal que no tiene trascendencia alguna para nadie más.

Sin embargo para mí fue clave: desde entonces comencé a esforzarme por entender mejor mi propia religión, y aunque he seguido considerando que el laicismo constituye una mejor garantía de convivencia civilizada para los seres humanos, mi relación con la religión islámica ha terminado siendo más tolerante y más comprensiva de lo que otrora fue. Esta misma experiencia me hace aún más difícil entender la actitud de Marruecos hacia ciertos cristianos en los últimos tiempos.

Expulsar a un grupo de ellos por tratar de evangelizar a los musulmanes sólo puede enmarcarse en ese conjunto de decisiones incomprensibles con que Marruecos nos tiene acostumbrados en los últimos años; decisiones que una vez más vienen a demostrar que a los marroquíes no les alcanzan conceptos tan básicos como la libertad o democracia. ¿Decisiones incomprensibles?

Digamos más bien que el avezado en las cosas de Marruecos sabe que para analizar la realidad marroquí es preciso a veces atender en mayor medida a lo que se calla que a lo que se dice. En realidad, esas decisiones no son importantes en sí mismas: lo importante es el mensaje que pretenden transmitir. Existen mil formas de abordar la “cuestión de la evangelización”, y Marruecos esta vez ha escogido la más virulenta.

Y ello a pesar de haber optado por no proceder judicialmente por lo dura que habría resultado la reacción de los países occidentales en caso de aplicarse el procedimiento y la consiguiente privación de libertad previstos para el condenado por delito de evangelización. Para quienes la adoptaron, la expulsión pareció una solución intermedia. En definitiva, aquella decisión tenía un destinatario básico: el consumo interno. Cuanto guarda relación con la religión tiene una ingente capacidad para mover a las masas y crear consenso; un consenso nacional que en ocasiones se diría que pierde fuelle.

No debemos olvidar que todas las dinastías que han regido y rigen los destinos de Marruecos obtienen su fuente de legitimidad de la religión; y que el rey porta el título de Amir al Mumimin: el Príncipe de los Creyentes. Una medida así resiste diferentes lecturas simbólicas entre las que se destaca el afán de constituirse en protector de la religión islámica frente a toda suerte de profanación. Palacio hace frente de este modo a quienes utilizan la religión para frenar todo intento de cambio.

Así se explica, también, la carta de apoyo a la medida dirigida por 7.000 ulemas marroquíes, cómo no, al “Príncipe de los Creyentes”. Este tipo de medidas otorgan a los partidos políticos marroquíes, especialmente a los de corte religioso, su razón de ser suprema, pues contribuyen a mostrarlos como instrumentos de presión capaces de “obligar” a Palacio a adoptar iniciativas de ese tipo. Además, son importantes en cuanto que mantienen a la opinión pública interna distraída de los verdaderos problemas del país: la inflación y el agravamiento de las diferencias sociales, por poner un ejemplo.

Los responsables de la decisión sabían perfectamente que las críticas vendrían del exterior. Eso no les preocupa demasiado. Primero, porque de cara al consumo interno serán instrumentalizadas para probar la “unidad de acción frente al ataque occidental” (que revestirá así un carácter religioso). Por otra parte, la opinión pública internacional, donde podría concentrarse el peligro, ha demostrado una vez más a los responsables marroquíes su afonía. El único que no parece haberse mordido la lengua es el embajador norteamericano en Rabat, pero los responsables políticos marroquíes saben que incluso en este caso sólo se enfrentan a comentarios de un día que no vendrán acompañados de ninguna medida seria. Un último punto en todo este asunto que debe ser analizado fríamente.

Marruecos ha tomado esta decisión justo después de tratar en Granada un acuerdo que lo convierte en socio preferente de la Unión Europea. ¿Es esta la reacción de los marroquíes después de que el belga Herman Van Rompuy, presidente del Consejo Europeo, anunciara que la Unión seguirá de cerca todo lo relativo al respeto a los derechos humanos en Marruecos? La cosa puede parecer extraña, pero quien conoce la historia moderna de Marruecos sabe que en este país no pocas decisiones se adoptan en virtud de una lógica trascendental que sólo los muy versados en los arcanos de las herméticas ciencias del Majzén son capaces de desentrañar.

Y es en este punto donde realmente debemos reflexionar con el mayor detenimiento. Un debate abierto sobre la expulsión de cristianos podría, en efecto, constituir un paso más en el tránsito de Marruecos hacia una verdadera democracia. Los marroquíes nos enfrentamos a decisiones de futuro que sólo nosotros, los marroquíes, podemos tomar. Somos un país que tiene que madurar, y que tiene que hacerlo pronto. Nada de lo avanzado durante los últimos 10 años a fin de afianzar los principios democráticos y el respeto a los derechos humanos habrá servido si se deja de lado el respeto a la libertad religiosa.

Marruecos y los marroquíes deben mirarse en el espejo de la historia y definir sus opciones: ¿cuál es el país que quieren? ¿Un Marruecos democrático en el que se respeten los derechos de todos o continuar atados a una tradición medieval? En la vida no hay opción sin riesgo o inconveniente. A fin de cuentas, todo se resume en saber hasta qué punto Marruecos es capaz de asumir una verdadera democracia. Éste es el auténtico reto. Mirar hacia atrás es la opción más fácil para una sociedad, como la marroquí, conservadora por naturaleza y educación. Mirar hacia atrás es encerrarse en uno mismo.

La otra opción consiste en avanzar hacia el futuro con una confianza que no es imaginable en una sociedad “temerosa” de unos cristianos que lo que hacen es defender sus creencias. Son los riesgos de la libertad. Y la libertad es, o no es.