Magreb: ¿amenazas a la libertad religiosa?

El Estado magrebí reconoce la libertad de conciencia del individuo pero demuestra cierta dificultad con la de culto, que depende de la dimensión colectiva.

Samy Ghorbal

Su error? Haber intentado “quebrantar la fe de los musulmanes”. Una acusación que puede castigarse con entre seis meses y tres años de prisión, según el artículo 220 del Código Penal. El 8 de marzo, 15 misioneros protestantes americanos, europeos y asiáticos, todos ellos trabajadores del orfanato de Ain Leuh, cerca de Ifrán, fueron expulsados de Marruecos junto con un padre franciscano católico de origen egipcio, Rami Zaki. La decisión, brutal, ha sembrado la confusión en la comunidad cristiana de Marruecos, de 190.000 almas, compuesta esencialmente de europeos y africanos, pero que también incluye conversos, cuyo número está estimado entre 1.000 y 2.000 (la cifra es de Zineb el Rhazui, doctoranda en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París, y autora de una investigación sobre las conversiones al cristianismo en Marruecos, citada por Tel Quel, el 27 de marzo.)

La actuación llega tras varias medidas administrativas de expulsión –un total de 30 desde que empezó el año– y pone de manifiesto cierta crispación. El gobierno, en boca del ministro de Comunicación, Jalid Naciri, ha decretado “tolerancia cero” y pretende en lo sucesivo controlar estrictamente la actividad de los misioneros evangélicos, así como perseguir el proselitismo. Con ello, el reino alauí pisa los talones a Argelia, enzarzada en un pulso con los “fundamentalistas cristianos” que, bajo la apariencia de actividades humanitarias, aspirarían en realidad a reevangelizar Argelia, especialmente la región de la Cabilia, siempre turbulenta y atormentada por el particularismo bereber.

La cuestión del proselitismo se ha instalado con fuerza en el debate público magrebí. Alimenta temores y fantasmas. Retomado por políticos islamoconservadores faltos de notoriedad, periodistas en busca de sensacionalismo y predicadores wahabíes demasiado encantados de avivar el fuego, un rumor reiterado insiste al parecer en que el Magreb, Finisterre del Islam, se ha convertido en la tierra escogida por los misioneros de las iglesias evangélicas de filiación americana. En Argelia, desencadenó el debate una encuesta, por lo demás bastante equilibrada, publicada en julio de 2004 por El Watan y titulada “Evangelización de la Cabilia”.

El autor informaba de la creación de decenas de capillas clandestinas, interrogándose sobre la pasividad y la no intervención de las autoridades. La polémica incipiente ha forzado al Estado a reaccionar en dos fases. En febrero de 2006, el presidente Abdelaziz Buteflika firmaba una ordenanza sobre la libertad religiosa, la 02-06 bis, que regulaba estrictamente el ejercicio de la libertad de culto. Este texto ratificado por la Asamblea, se completaba con una serie de decretos de aplicación en mayo de 2007. El dispositivo jurídico que, en realidad, reitera las exigencias de una ley del 4 de diciembre de 1990, algo caída en desuso, obliga a obtener un permiso para toda nueva asociación religiosa (o, si ésta ya existe, la adecuación de sus estatutos a la nueva ley).

Prohíbe la celebración de servicios religiosos fuera de los edificios destinados específicamente al culto –por ejemplo, los pisos de particulares– y somete las colectas a una autorización previa. Las autoridades, con el objetivo de recuperar el control del ámbito religioso, han procedido a la clausura de varias decenas de “capillas clandestinas” en las wilayas de Beyaia y Tizi Uzu, e invitaron a Hugh Johnson, pastor americano jubilado, a abandonar el territorio argelino, sin renovarle la tarjeta de residencia. Denunciadas como liberticidas y equiparadas a una intromisión insoportable del Estado en la organización de los cultos, estas decisiones fueron criticadas por el pastor Mustafá Krim, presidente de la Iglesia protestante argelina. Sin embargo, no suscitaron reacciones por parte de la Iglesia diocesana católica.

La razón es que esta última ya llevaba mucho tiempo plegándose a las exigencias de la ley de 1990. La aplicación de la nueva reglamentación también ha ocasionado deslices. El más famoso, el caso Habiba Kuider, tuvo una gran repercusión en el extranjero y fue muy comentado en Francia. Esta musulmana conversa de 37 años, detenida en mayo de 2008 en un control de carretera y hallada en posesión de 10 biblias en el equipaje, fue acusada por el fiscal de Tiaret por un delito de proselitismo. Antes de que el asunto se retirara de la instancia a causa de “información complementaria”, se solicitó una pena de tres años de prisión para la acusada. Resulta inquietante el hecho de que, al parecer, 20 días antes del juicio, el fiscal instara a la interesada a que escogiera entre la mezquita (es decir, renegar de su fe cristiana) y el tribunal.

Ello constituiría una vulneración flagrante de la Constitución de 1996, que proclama la inviolabilidad de la conciencia… También ha llegado el endurecimiento a Marruecos, donde lleva años cociéndose la polémica sobre el activismo de los misioneros evangélicos. El Partido Justicia y Desarrollo (PJD), oposición islamista moderada, con representación en el Parlamento, se ha hecho especialista en denunciarlo. Ahora bien, el Istiqlal, partido conservador del primer ministro Abbas el Fassi, no le va a la zaga. En 2005, uno de sus diputados, Abdelhamid Auad, había exhortado al Ministerio de Asuntos Religiosos a impartir duros castigos, ¡alegando que los misioneros cristianos pretendían convertir al 10% de los marroquíes de aquí a 2020! El Estado, sin querer perjudicar la imagen de tolerancia del reino ni ponerse a malas con Washington, gran defensor del respeto de la libertad religiosa, en aquel momento no respondió.

No obstante, en octubre de 2008, el rey Mohamed VI anunciaba su voluntad de retomar el control del ámbito religioso. Desde entonces, se multiplicaron los hostigamientos a los cristianos y, según el semanario Tel Quel, 36 “bases evangélicas” fueron sometidas a la estrecha vigilancia de las autoridades. En Túnez, nada ha sido noticia. El país, “étnicamente” más homogéneo que Marruecos y Argelia, pues los elementos bereber y árabe de su población llevan siglos armoniosamente amalgamados, tiene sin duda menos asideros para los misioneros protestantes extranjeros. Sin embargo, a juzgar por fuentes bien informadas, el fenómeno está presente, aunque en proporciones menores que en otros puntos del Magreb. Las autoridades, adeptas a la discreción, prefieren no renovar el permiso de residencia de los sospechosos de tejemanejes proselitistas, en vez de expulsarlos con alboroto…

Los Estados recuperan el campo religioso

Qué conclusión sacar de lo anterior? ¿Debemos deducir que el Magreb que, a diferencia de la península arábiga, ha pasado durante largo tiempo por un oasis de (relativa) libertad religiosa, está poco a poco cayendo en la intolerancia? ¿Hay motivos para temer que la convivencia entre musulmanes hipermayoritarios (más del 99% de la población) y la pequeña minoría cristiana se acabe volviendo imposible? No. El endurecimiento del ambiente que denuncian los cristianos es innegable, como lo es el encogimiento del campo de las libertades individuales.

Sin embargo, ambas tendencias deben resituarse en su contexto: el de una consideración cada vez mayor de los imperativos de orden público y seguridad por parte de los poderes, enfrentados a un incremento anárquico de la religiosidad y deseosos de controlarla al máximo. Control y restricciones se inscriben en una estrategia global de recuperación de lo religioso por parte de los Estados, que concierne a todos los cultos y antes que nada el culto musulmán. Veremos que esta política, propicia a los deslices, deja a los Estados en una posición a menudo incómoda.

Y al mismo tiempo vuelve a enfrentar a las sociedades y los órdenes jurídicos de los países magrebíes a sus contradicciones. En este sentido, pues, dista de ser anodina y anecdótica. No obstante –y conviene subrayarlo, aunque el peligro que representa se exagere en gran medida–, el proselitismo cristiano es una realidad y no solamente un pretexto. Las distintas iglesias de la galaxia evangélica disponen de medios poderosos y de financiación exterior, sobre todo de Estados Unidos. Cuentan con cadenas de televisión por satélite que emiten en árabe, destinadas a los magrebíes. Al Hayat es la más conocida. Su presentador estrella, “Brother Rachid”, es además un marroquí converso, que no se prodiga en lisonjas ni con el islam ni con su profeta.

Al parecer, en el reino jerifiano ofician más de 500 misioneros… Así que, cuando el río suena, agua lleva. No obstante, aunque se detecten conversiones aquí y allá, y especialmente en la Cabilia, el fenómeno tiene que ver con unos cuantos miles, puede que algunas decenas de miles de personas, no más. A menudo se acusa a los misioneros de comprar la conciencia, de incitar a los musulmanes a cambiar de religión por dinero, medicamentos o la promesa de un visado para EE UU o Europa. Sin embargo, las pocas investigaciones dedicadas a las conversiones, como la que llevó a cabo hace poco Tel Quel, insisten en la singularidad de las trayectorias individuales.

Sugieren que el cambio de credo es más producto de un cuestionamiento individual y de una evolución espiritual que de cualquier incitación financiera. Y sigue siendo un fenómeno muy marginal. Los poderes magrebíes no pueden ignorar el carácter quimérico de los proyectos de evangelización a gran escala. En realidad, el proselitismo cristiano les preocupa mucho menos que el proselitismo chií y, sobre todo, el proselitismo suní wahabí. En las dos últimas décadas, los movimientos salafistas han logrado un público considerable en Marruecos y especialmente en Argelia.

A raíz de su implantación, se ha quebrado el consenso nacional religioso en torno al rito suní malekí y, por ende, se ha resquebrajado la unidad religiosa del Magreb. Esto directamente es el origen de la tragedia de los años noventa en Argelia. En cuanto a Marruecos, los atentados del 16 de mayo de 2003 en Casablanca (45 muertos) tuvieron un efecto de electrochoque. La tentativa abortada de infiltración de un grupo yihadista, en diciembre de 2006/enero de 2007, en la región de Solimán, en el que perdieron la vida 14 personas, tuvo consecuencias similares en Túnez. Por último, la resistencia victoriosa de Hezbolá a Israel durante el verano de 2006, en el sur de Líbano, contribuyó notablemente al auge y prestigio del chiísmo y al esplendor de Irán, patrocinador del movimiento político-religioso del jeque Hasan Nasralá.

Las “injerencias religiosas de Irán” –léase el proselitismo chií– constituyen, además, una de las razones aducidas por Rabat para justificar la ruptura de relaciones diplomáticas con Teherán, acontecida en marzo de 2009. Así que, a lo largo y ancho del Magreb, los Estados se han propuesto estrechar el cerco a lo religioso, aportando toda una serie de restricciones a la práctica del culto y sometiendo a intensa vigilancia a los “grupúsculos descontrolados” sospechosos de llevar a cabo propaganda religiosa. Desde luego, les resultaba imposible –aunque fuera por motivos de coherencia e imagen– no emprender acciones contra los misioneros protestantes.

Al reprimir a los evangélicos y dar garantías a los segmentos conservadores de la opinión pública (7.000 ulemas manifestaron, el 10 de abril, su apoyo total al rey Mohamed VI, tras la expulsión de los “proselitistas cristianos”), los gobiernos toman la delantera a los islamistas radicales. Aunque se exagere su influencia, el activismo de los misioneros cristianos ha reavivado recuerdos traumáticos de la etapa colonial y de la época en que la Francia imperial pretendía erigirse en continuadora de la obra de Roma en África.

Y en que los ultras del “partido colonial”, en la estela del arzobispo de Argel, Charles de Lavigerie, acariciaron el proyecto fantasmagórico de hacer regresar a los bereberes, habitantes autóctonos del Magreb, al seno de una cristiandad que los árabes los habían obligado a abandonar tras la conquista del siglo VII. En Túnez, esa resurgencia conoció su apogeo en 1930, con el congreso eucarístico de Cartago y la organización de una procesión de catecúmenos vestidos de cruzados en la colina de Byrsa, que escandalizó a la población musulmana y galvanizó el nacionalismo incipiente.

Recuerdos de la etapa colonial

Durante la etapa colonial, el islam fue para los magrebíes mucho más que una religión: un santuario de rechazo, el recurso último de la identidad. Los líderes nacionalistas del Destur y Neodestur en Túnez, del Istiqlal marroquí y del Frente de Liberación Nacional (FLN) argelino inscribieron deliberadamente su lucha por la emancipación en una perspectiva de resistencia religiosa. El yihad era el único eslogan que podía tener sentido para las masas, a diferencia del concepto de nación, demasiado nuevo y moderno, con una carga insuficiente de emoción y, sobre todo, aún demasiado extraño al universo conceptual de las poblaciones sometidas al yugo colonial.

Las Constituciones modernas de los países del Magreb conservan la huella de esta confluencia entre resistencia espiritual y movimiento nacionalista, pues todas afirman solemnemente el carácter musulmán del Estado. El islam es “religión del Estado” en Túnez, y religión de Estado en Argelia y Marruecos, donde el soberano alauí es Comendador de los Creyentes, y se le atribuye una autoridad espiritual que se impone a sus súbditos. En estas condiciones, es obvio que la mera idea de una neutralidad religiosa del Estado sea imposible de poner en práctica. A los datos jurídico-históricos hay que sumar otro, de orden psicológico-religioso.

La tradición islámica proscribe la apostasía (el hecho de abandonar la religión a la que uno pertenece por nacimiento en pro de otra fe, en este caso el cristianismo). A pesar de que el texto coránico no se pronuncia sobre el tema, la ortodoxia suní considera que la ridda es un crimen punible con la muerte. Y que corresponde a cada creyente infligir con el sable al apóstata el castigo justo que merece, si el Estado musulmán elude su deber de violencia. El delito de apostasía no consta, evidente –y felizmente– en el derecho positivo magrebí. Sin embargo, ya se sabe que los fundamentalistas no hacen mucho caso al derecho positivo… Es decir, en las sociedades musulmanas comunitarias y conservadoras, cada conversión, especialmente si reviste un carácter ostentativo o visible, lleva el germen de una grave alteración del orden público.

Hasta ahora, se ha evitado lo irreparable. No obstante, el 26 de diciembre de 2009, las inmediaciones de la iglesia de Tafat, en Tizi Uzu, fueron escenario de violentas refriegas. Unos 50 islamistas impidieron a los cristianos celebrar el oficio de Navidad y destrozaron el edificio. Finalmente, la iglesia fue incendiada en la noche del 8 al 9 de enero. En Marruecos, hasta ahora no ha habido ningún incidente grave que lamentar. De momento… En estas circunstancias, se entiende mejor el apuro, por no decir el dilema, en que se hallan los Estados magrebíes. Tergiversar o cerrar los ojos ante las actividades de las iglesias protestantes es arriesgarse a ser tachado de laxista y dar la sensación de incumplir los preceptos religiosos.

Ahora bien, actuar y poner trabas a la libertad de culto es atizar el fuego de la propaganda de los islamófobos, cada vez más vehementes en Europa y en otros lugares, que utilizarán cada desliz y paso en falso de los Estados musulmanes para justificar su propia intolerancia y exigir, en nombre de la “reciprocidad”, la prohibición de los minaretes o del burka. En cierto modo, las sociedades y ordenamientos jurídicos de los países magrebíes se enfrentan a sus contradicciones y a la cuestión siempre pendiente del estatus de las minorías protegidas en tierra del islam. El Estado magrebí moderno reconoce y santifica la libertad de conciencia asociada al individuo, pero sigue teniendo muchas dificultades para concebir la libertad de culto, que concierne a la dimensión colectiva de la vida social.

Está más familiarizado con el concepto de tolerancia que con el de libertad religiosa, que implica, como telón de fondo, las ideas de neutralidad del Estado y de laicismo. Sigue prisionero de la dicotomía entre una vida individual regida por los principios de libertad y soberanía del individuo y una vida colectiva organizada de un modo comunitario y uniformizador. El reino de las apariencias prohíbe al converso la convergencia entre su ser íntimo y su ser social. La libertad que se le concede en el plano individual, a nivel del corazón y la conciencia, parece condenada a no hallar prolongación en el espacio público…