Frentes y aliados en la política exterior turca

El intento de golpe de Estado ha aumentado la tensión en las relaciones de Turquía con EE UU y la UE y ha acelerado la reconciliación con Rusia.

Eduard Soler i Lecha

La política exterior no es inmune a los profundos cambios que está experimentando Turquía desde el intento de golpe de Estado del 15 de julio. Ankara recalibra prioridades y exige lealtad a sus aliados. Están aflorando viejas y nuevas tensiones y en los próximos meses varios actores tendrán que tomar decisiones trascendentes. Todas ellas vinculadas, de una u otra forma, a dos preguntas clave: si el gobierno turco puede luchar en todos los frentes a la vez y hasta dónde está dispuesto a llegar en el pulso con sus aliados tradicionales.

¿Es Rusia un aliado fiable o suficiente?

La fotografía de la cumbre en el Kremlin entre los presidentes, Vladimir Putin y Recep Tayyip Erdogan, el 9 de agosto ilustra un cambio de rumbo. El derribo de un cazabombardero ruso que había entrado durante 17 segundos en el espacio aéreo turco el 24 de noviembre de 2015 había abierto una grave crisis bilateral. El telón de fondo era el apoyo de ambos países a distintos contendientes en el conflicto sirio. En aquel momento, Turquía justificó esta acción argumentando que habían advertido repetidamente a las autoridades rusas que no iban a tolerar más incursiones en su espacio aéreo y convocó una reunión de la OTAN para exhibir músculo ante Moscú.

Rusia afirmó que no respondería militarmente sino con una política de sanciones centradas en el turismo y otros sectores estratégicos que afectaba con especial intensidad a algunas empresas muy cercanas al poder en Turquía. También modificó su política respecto a los kurdos sirios del Partido de la Unión Democrática-PYD (que Turquía considera una franquicia del Partido de los Trabajadores de Kurdistán-PKK), permitiendo la apertura de una representación en Moscú y suministrándoles armas. Finalmente, desde medios oficiales rusos se lanzó una campaña acusando al círculo más íntimo de Erdogan de financiar al grupo Estado Islámico (EI) a través de la compra de petróleo. Las posiciones estaban enrocadas y ninguna de las partes parecía satisfecha con el resultado.

Dos semanas antes del fallido golpe de Estado, Turquía y Rusia ya habían dado pasos hacia la distensión, siendo los más importantes una disculpa oficial por parte de Erdogan y el anuncio ruso del levantamiento de sanciones. Con todo, la intentona golpista fue una oportunidad para acelerar e intensificar el acercamiento. Desde Turquía empezó a presentarse a Rusia como uno de los países que más habían apoyado al gobierno durante las horas más críticas del 15 de julio. Se puso en valor la llamada de solidaridad de Putin a Erdogan y en algunos medios incluso circuló una información no contrastada de que habrían sido los servicios de inteligencia rusos quienes habrían advertido a sus homólogos turcos de los planes golpistas. También se aprovechó para detener a los dos pilotos implicados en el derribo del cazabombardero, acusándoles de complicidad con los golpistas. Implícitamente, el mensaje que se trasladó a la opinión pública de ambos países es que este incidente también formaba parte de oscuras maniobras conspirativas.

Se ha especulado, y se seguirá haciendo, sobre cuáles son las motivaciones de ambas partes. Los beneficios económicos son evidentes pero tan o más relevantes son las consideraciones de carácter político. Después del intento de golpe, Turquía quiere poder decir a los europeos y norteamericanos que tiene alternativas. Y, el Kremlin, por su parte, estaba dispuesto a invertir en cualquier acción que cuestionara la solidez de la Alianza Atlántica o la mantuviera distraída.

Lo más razonable sería pensar que Turquía no espera sustituir una alianza por la otra, sino ampliar su margen de maniobra y evitar los riesgos que entrañaba tener a Moscú como enemigo.

¿Está Turquía dispuesta a poner en riesgo la perspectiva europea?

Turquía y la Unión Europea (UE) habían escenificado en marzo de 2016 la voluntad de abrir un nuevo capítulo en sus complicadas relaciones. Los líderes e instituciones europeos habían decidido llamar a las puertas de Turquía para solicitar su colaboración para frenar la llegada de refugiados e inmigrantes a las costas griegas. A cambio, prometían acelerar la liberalización de visados, doblar la ayuda financiera y reactivar las negociaciones de adhesión. Fue un acuerdo polémico, ampliamente criticado por organizaciones dedicadas a la atención de los refugiados y la protección de los derechos humanos. Pero los europeos tenían prisa en detener las llegadas y el gobierno turco estaba dispuesto a aprovechar la situación para obtener contrapartidas y, de paso, rebajar el nivel de críticas que le llegaban desde Europa.

Pronto se vio que no iba a ser tan sencillo. Desde las instituciones europeas se insistía en que la liberalización de los visados estaba condicionada a la adopción de varias medidas, entre otras una reforma de la legislación antiterrorista. Erdogan, ya antes del golpe, había advertido que si tenía que reformarla sería para endurecerla. Las relaciones bilaterales con Alemania también se enturbiaron, entre otros motivos, por el reconocimiento en el Parlamento alemán del genocidio armenio.

Tras el 15 de julio se han añadido nuevas fuentes de tensión. Desde Ankara se sigue lamentando la poca empatía de las instituciones y capitales europeas, y se recupera la idea de que la UE aplica a Turquía un doble rasero. Mientras, a Turquía le llueven críticas sobre el alcance y proporcionalidad de las medidas adoptadas hasta ahora y de las que puedan venir a continuación. Uno de los puntos más polémicos es el debate sobre la reinstauración de la pena de muerte. Es probable que no se llegue a este extremo y que haya sido una fórmula de canalizar, temporalmente, el trauma provocado por el golpe. No obstante, Bruselas se lo tomó en serio, advirtiendo a Turquía de que equivaldría a poner fin al proceso negociador. El canciller austríaco, Christian Kern, fue todavía más lejos al afirmar que en la situación actual ya hay razones suficientes para dar por terminada las negociaciones de adhesión, que para él se habrían convertido en una “ficción diplomática”.

Durante décadas ha habido muchas crisis entre Turquía y la UE y a pesar de que los avances en el proceso de adhesión han sido lentísimos, ninguna de las partes ha querido responsabilizarse de ponerle fin. En otras palabras, no ha habido portazo ni golpe encima de la mesa. La pregunta que en este momento hay que hacerse es si la situación creada tras la intentona golpista puede haber alterado estos parámetros. ¿Podríamos estar, por primera vez, en un momento en el que una o ambas partes estuvieran dispuestas asumir los costes de un divorcio abrupto o estuvieran considerando que no tienen otra opción que hacerlo?

Los costes son altos. Turquía es, en términos comerciales, un país europeo y un cuestionamiento de su anclaje en el mercado común podría tener repercusiones peligrosas en los mercados. Por su parte, los europeos dependen de la colaboración turca para prevenir la llegada de más refugiados e inmigrantes irregulares. Una preocupación que adquiere más relevancia ante las citas electorales en Países Bajos, Francia y Alemania en 2017 y el ascenso de fuerzas xenófobas en todo el continente. A todo ello hay que añadir los riesgos de seguridad para ambas partes, la importancia de la colaboración en materia energética y logística y toda una serie de cuestiones menos tangibles, de carácter simbólico y reputacional.

Turquía parece asumir que está en una posición de fuerza y que los europeos van a transigir. De hecho, a medida que han avanzado las semanas, el tono de las críticas se ha reducido, las visitas se han multiplicado y se están buscando fórmulas para, al menos, ganar tiempo. En cuestión de meses veremos si Turquía ha interpretado bien las debilidades de la UE o si ha habido un error de cálculo.

¿Puede prescindir de Estados Unidos?

La pauta se repite. Antes del golpe las tensiones entre EE UU y Turquía ya habían aflorado, centradas especialmente en las quejas por parte turca de que Washington estuviera apoyando a milicias kurdas en Siria afines al PYD. Las visitas del secretario de Estado, Joe Biden, en enero de 2016 y de Erdogan a Washington, dos meses después, en vez de acercar posiciones sirvieron para hacer público el distanciamiento entre dos aliados. Tras el golpe fallido, las fuentes de tensión se han multiplicado.

La más notoria es la exigencia turca de que se extradite a Fethullah Gülen. El líder espiritual del movimiento Hizmet, considerado ahora como una organización terrorista en Turquía, reside en EE UU desde 1999. Las demandas de extradición no son una novedad pero en el momento en que Turquía le acusa de ser el artífice de un golpe de Estado, adquieren mayor relevancia. En EE UU preocupa que las evidencias que se aporten desde Turquía no sean suficientes o que no se pueda garantizar un juicio justo. Para Washington es una patata caliente, mientras que para Ankara es la prueba de fuego de la lealtad de su alianza.

A esto hay que añadir una campaña mediática contra EE UU entre medios afines al Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP). No han faltado las acusaciones de que los servicios secretos norteamericanos estuvieron detrás del golpe o decidieron mirar hacia otro lado. Son acusaciones muy graves, sobre todo cuando el propio Erdogan ha afirmado en público que los golpistas contaron con apoyo exterior y ha acusado a sus socios occidentales de apoyar a golpistas y terroristas y teniendo en cuenta que la embajada de EE UU ha tenido que emitir un comunicado desmintiendo tales acusaciones. Pero la escalada verbal, en particular por parte turca, estaba llegando a niveles peligrosos. Parece que ambas partes han decidido suavizar los tonos, especialmente tras el encuentro entre Barack Obama y Erdogan en la cumbre del G-20 de Hangzhu (4 y 5 de septiembre de 2016).

Una vez más la pregunta es hasta dónde está dispuesta a llegar Turquía en este pulso con sus aliados y si estamos ante una crisis coyuntural o un episodio que revelaría una erosión de la confianza de carácter estructural y un convencimiento, por parte turca, de que puede y debe aumentar su nivel de autonomía estratégica respecto a EE UU. Cualquier movimiento que implique un distanciamiento entre Washington y Ankara tiene consecuencias para la Alianza Atlántica pero también para los conflictos que azotan Oriente Medio.

¿Qué implicación en el conflicto sirio?

Pocas semanas después del golpe, Turquía decidió dar un salto cualitativo en su implicación en el conflicto sirio, con una operación conjunta con el Ejército Libre Sirio para frenar la expansión territorial de las milicias kurdas al oeste del Éufrates y, a la vez, desalojar al EI de la frontera con Turquía. Poco a poco van perfilándose los planes para que este territorio se convierta en una especie de zona liberada que actúe como tampón, pero también sirva para reubicar a refugiados sirios.

El mensaje que Turquía ha lanzado es que no le da miedo luchar en varios frentes simultáneamente. Tal decisión sucede en plena reevaluación de su estrategia en Siria. Se llegó a especular sobre que el fracaso de la política turca en este conflicto habría sido uno de los elementos que habría precipitado la salida del anterior primer ministro, Ahmet Davutoglu. Esto, sumado a la necesidad de centrarse en el frente interno y al hecho de que las fuerzas armadas se estén recomponiendo tras las depuraciones contra los golpistas, podría haber provocado que Ankara optase por una política de perfil más bajo y gestos conciliadores. No está siendo así.

Podemos buscar la explicación en el contexto: el acercamiento a Rusia puede haber disminuido los riesgos de represalias ante este tipo de acciones, hay una clara voluntad de marcar perfil propio ante Washington, y el aumento de atentados terroristas y los avances de las milicias kurdas en Siria han modificado la percepción de las amenazas. Para Turquía no hay ninguna diferencia entre el PKK, el PYD y las milicias kurdas en Siria y, por consiguiente, ni puede ni quiere trazar una línea entre su seguridad interior y lo que sucede al otro lado de la frontera. Además, elevando su perfil en el conflicto sirio espera reforzar la imagen de que es un actor imprescindible. Eso le serviría no solo para influir en el futuro de Siria, sino también para mejorar su posición negociadora en otros frentes respecto a potencias como Rusia, Irán o el propio EE UU.

Una mayor implicación en el conflicto sirio entraña riesgos. Turquía, a pesar de estar ocupada en otros frentes, parece dispuesta a asumirlos.

¿Qué diplomacia pública?

En los últimos años se ha escrito mucho sobre la nueva política exterior turca. Una de las novedades consistía en apoyarse en recursos de poder blando (soft power), en la voluntad de consolidar una nueva imagen e identidad internacionales y en una nueva estrategia de diplomacia pública en la que, por definición, organizaciones de la sociedad civil y, especialmente, las instituciones educativas y culturales tenían un papel activo. Hasta que se produjo el divorcio entre el AKP y el gülenismo, gobierno e instituciones vinculadas a este movimiento trabajaron conjuntamente en esta dirección.

La situación ha cambiado radicalmente. Han trascendido las presiones a terceros países para que cierren instituciones educativas, medios de comunicación u organizaciones empresariales vinculadas al gülenismo. Hay que tener en cuenta que en algunos países de África, Asia Central, el Cáucaso o también en Pakistán, estas instituciones habían adquirido un notable prestigio y sus escuelas y universidades habían sabido atraer a los hijos de las emergentes clases medias. Algunos países como Azerbaiyán han accedido a las presiones, otros todavía se lo están pensando, sobre todo por los costes internos que podrían comportar. Pero el mensaje que llega desde Ankara es inequívoco: hay que escoger, no se puede estar a buenas con los dos.

Es probable que también se refuerce el control de las diásporas turcas. No es una novedad porque el gobierno está acostumbrado a luchar contra las antenas exteriores de grupos afines al PKK pero, a partir de ahora, el radar de acción va a ampliarse para incorporar, de forma sistemática, a personas u organizaciones gülenistas. Y las embajadas van a tener un encargo importante: convencer a sus interlocutores de que deben tratar al gülenismo como una amenaza terrorista y que las acciones que Turquía está emprendiendo dentro y fuera del país son necesarias y legítimas. Los tonos diplomáticos van a endurecerse y la preocupación por la imagen del país pasará a segundo plano.

Cuántos frentes y con qué aliados

Turquía parece dispuesta a luchar en varios frentes a la vez y al tiempo echar un pulso a sus socios y aliados. Erdogan y su gobierno no aceptan matices: o se está con ellos o se está contra ellos. A pesar de haber sufrido un intento de golpe de Estado, o precisamente porque pudo sofocarlo, el gobierno se siente fuerte. Fuerte para cerrar la crisis bilateral con Moscú, para hacer oídos sordos a las críticas que le lleguen desde Europa, para exigir lealtad a Washington, para embarcarse en operaciones militares en Siria y para lanzar una campaña global contra el movimiento gülenista. El tiempo nos dirá si Turquía ha calculado bien su fortaleza y las debilidades de los demás.